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Europa, Asia, EE.UU. :: 13/06/2019

Chernobyl, la advertencia incomprendida

Rafael Poch
Entre 1951 y 1962, diecinueve pruebas nucleares de EEUU lanzaron cada una de ellas a la atmósfera niveles de radiación comparables a los de Chernobyl

La serie Chernobyl del norteamericano Craig Mazin y los canales HBO y Sky ha fascinado a mucha gente. Aquel terrible accidente y la URSS quedan lo suficientemente lejos como para resultar desconocidos a toda una generación. Los escenarios están bien recreados, las sicologías no tanto. Algunas escenas y detalles son vulgares concesiones a la denigración del enemigo histórico. Los personajes centrales, el académico Valeri Legásov o el vicepresidente Boris Sherbina, han sido caricaturizados para que encajen en la habitual estructura maniquea de la industria del entretenimiento gringa, alérgica por definición a las realidades de tonos grises, precisamente las que dominaban en la humanidad en general. Pero todo eso son detalles sin importancia, al lado de su peor defecto: la serie ignora por completo el carácter universal de aquel accidente.

Chernobyl no es un caso aislado [primero vino Three Mile Island en EEUU]. Al dar la vuelta al mundo, las nubes radiactivas de la central ucraniana fueron una advertencia para toda una civilización. El peor defecto de la serie es, precisamente, su ignorancia de todo eso [al igual que lo ignoraron los empresarios de Fukushima].

Desbarajuste

Viví aquel accidente en la redacción de la agencia alemana de prensa en Hamburgo, la DPA, seguramente la peor agencia de prensa del mundo. Cuando acababa mi turno de guardia llegó un teletipo extraño fechado en Estocolmo en el que se daba cuenta de una anormal radiación junto a una central nuclear sueca, en la que, extrañamente, no se encontraba fuga alguna. Cuando volví al trabajo al día siguiente ya se había declarado el incendio informativo.

“No sabíamos qué demonios estaba pasando allí. Aquella misma mañana decidimos en el Politburó concentrar directamente toda la información disponible, nuestra máxima preocupación era que reventara el reactor y que su contenido llegara a los ríos Prypiat y Dnieper poniendo en peligro la vida de millones de personas, sobre todo en Kiev”, me dijo años después Mijail Gorbachov recordando aquellos días.

Pero el peligro no estaba en el sur, donde se encontraba Kiev con sus tres millones y medio de habitantes, sino que venía determinado por la dirección del viento que empujó la nube radiactiva, primero hacia el oeste y luego hacia el norte, en dirección a las ciudades de Gomel y Mogiliov, en Bielorrusia.

Aquel abril en Alemania el desbarajuste era total. Cada región improvisaba sus medidas preventivas, cuyo catálogo era más abultado allí donde había gobiernos de coalición verdes-socialdemócratas, con lo que la peligrosidad o no de la radiación dependía de quien gobernara la región. El resultado era que los camiones que venían del este eran rociados con agua en algunos puntos y en otros no. En Hamburgo, de repente, la lluvia se convirtió en algo peligroso. Se procuraba no salir de casa, se lavaban impermeables, y letreros colocados en los parques infantiles desaconsejaban que los niños jugaran con la arena. En otras ciudades y “länder” todo eso se ignoraba. En Francia, el país más nuclearizado del continente, las consecuencias de Chernobyl no eran noticia y las autoridades no tomaban ninguna medida ante los mismos parámetros de radiación que en Alemania provocaban pánico.

Al este del edén

Aquel julio de 1986 atravesé en bicicleta la Rumania de Ceaucescu para hacer un reportaje. En una aldea sajona de Transilvania, la minoría alemana procuraba alimentar a algunas de sus vacas con forraje del año pasado y sólo consumía leche de ellas. La producción del ganado alimentado con el forraje del año corriente, “contaminado” por Chernobyl según la opinión general, se vendía a los rumanos [considerados inferiores por los alemanes], me explicó un pastor protestante de Brasov, que hablaba en voz baja de política en su propia casa y se refería a Ceaucescu como “él”. En las oficinas de turismo de Cluj, grandes carteles informaban que la costa del Mar Negro reunía óptimas condiciones sanitarias para pasar las vacaciones. Se intentaba desmentir el pánico soterrado sin ni siquiera mencionar el accidente.

Aunque la propaganda de la guerra fría se encargó de ventilarla con particular ahínco la serie nuclear soviética tenía claros paralelismos con las pruebas nucleares norteamericanas en Nevada o las islas Marshall, o las francesas en África, porque el problema no es el régimen político sino la tecnología nuclear.

70 años de radiación sin fronteras

En 1998 un estudio encargado por el Congreso de EEUU reveló el precio [muy rebajado en el estudio] humano que los propios norteamericanos han tenido que pagar por las pruebas nucleares. Se trata de 33.000 casos de cáncer, 11.000 de ellos mortales, que, según el Center for Disease Control and Prevencion (CDC), se produjeron en EEUU como consecuencia de once años de pruebas nucleares, entre 1951 y 1962. Según Robert Álvarez, un funcionario del departamento de energía de la administración Clinton, 19 pruebas nucleares norteamericanas lanzaron cada una de ellas a la atmósfera niveles de radiación de una escala comparable al accidente registrado en abril de 1986 en Chernobyl. El estudio del CDC no es completo -las pruebas continuaron hasta mucho mas allá de 1962- pero demuestra que los efectos de la lluvia nuclear y los casos de cáncer se registraron por toda la geografía de EEUU.

“Desde 1951, cualquier persona que vivió en EEUU estuvo expuesta a lluvia radiactiva y todos sus órganos recibieron alguna exposición a la radiación”, señala el informe oficial. El estudio no contabiliza las pruebas atmosféricas francesas, de 1963 a 1974, ni las explosiones anteriores a 1951 norteamericanas en las Islas Marshall, ni las tres explosiones pioneras de 1945 en Nuevo Méjico, Hiroshima y Nagasaki, ni la contaminación de Hawai por las pruebas de EEUU en el Pacífico. La radiación no conoce fronteras y si un país realiza pruebas nucleares o registra un accidente en una central nuclear, toda la humanidad paga por ello.

En 2011 poco después del accidente de Fukushima [de escala 7, la máxima, al igual que Chernobyl], entrevisté en Viena a Yuli Andreyev, el ex vicedirector del Spetsatom, el organismo soviético de lucha contra accidentes nucleares. Andreyev fue asesor del ministerio de medio ambiente austriaco y de la Agencia Internacional de la Energía Atómica (AIEA). Me dijo que Chernobyl continuaba rodeado de mentiras, que el accidente no fue responsabilidad de los operadores de la central. Me puso a caldo al académico Legásov, el héroe de la serie de marras. “Responsabilizó a los operadores de la central, que fueron encarcelados, mientras él continuó libre y aún pretendía que le condecoraran”.

Sin control independiente

El problema de la industria nuclear y de las centrales nucleares no es el régimen político en el que están insertas sino la propia tecnología. En el mundo hay unos 570 reactores -sin contar los construidos por los chinos en los últimos años- de los que cinco (Harrisburg, Chernobyl y los tres de Fukushima) se fundieron accidentalmente. Eso arroja una probabilidad de accidente nuclear grave del 1%. Además está el problema de los residuos y muchos imponderables sanitarios.

Siendo una superpotencia tecnológica, Japón se comportó de forma semejante a los norteamericanos con sus pruebas y sus reactores o a los soviéticos con Chernobyl. Cinco años antes de Chernobyl, entre el 10 de enero y el 8 de marzo de 1981, hubo un grave accidente en la central nipona de Tsuruga. Se vertieron 40.000 litros de material radiactivo desde los depósitos de residuos de la central en las cloacas de la ciudad de Tsuruga, donde vivían 100.000 personas. La empresa silenció lo ocurrido y el público no se enteró hasta el 20 de abril.

La mítica “seguridad” se sacrifica a cuestiones egoístas, decía Andreyev. “En la URSS por el coste del enriquecimiento del uranio, en Japón pura y simplemente por dinero. La localización de las centrales de Japón junto al mar es la más barata. Los generadores de emergencia no los enterraron en Fukushima y, claro, se inundaron enseguida. Detrás de todo esto hay corrupción: ¿cómo puede diseñarse una central nuclear en una zona de alto riesgo sísmico, al lado del Océano, con los generadores de emergencia en superficie? Llegó la ola y todo quedó fuera de servicio. Fukushima no fue un error, fue un delito”.

Algo parecido ocurre hoy con la AIEA, decía Andreyev, pues la agencia de la ONU depende de la industria nuclear. La ausencia de instancias de control independientes es un problema añadido a una tecnología peligrosa e inhumana por su escala.

“La misión de la AIEA es contribuir a la extensión de la energía nuclear y todo lo que vaya en contra de ella no lo va a divulgar”, explicó Andreyev. “No es una conjura, sino la conducta estándar que cabe esperar cuando se pone a la cabra de hortelano”.

La historia sugiere que la humanidad solo aprende a fuerza de batacazos. El problema de la energía nuclear, y de la tecnologías y armas de destrucción masiva, es que su escala temporal y destructiva es definitiva. Apenas hay margen para un batacazo didáctico-instructivo. Por eso Einstein ya dijo en los años cincuenta que lo nuclear lo había cambiado todo, “menos la mentalidad del hombre”. En ese retraso temporal entre la mentalidad y la tecnología reside el peligro. Con su fundamental defecto de ignorar la perspectiva universal del asunto, la serie Chernobyl [aunque propagandística y pro-occidental], confirma modestamente el problema.

 rafaelpoch.com. Extractado por La Haine.

 

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