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Europa :: 17/09/2019

Daniel Bensaïd y la guerra del fuego

Santiago M. Roggerone
Tras un sinfín de fracasos y trágicas derrotas, sobrevendría la escuela de la paciencia, el arte de la espera

La reciente publicación de 'Una lenta impaciencia' constituye todo un acontecimiento para los seguidores de la obra de Daniel Bensaïd en el mundo hispanoparlante. Coeditado por Sylone y VientoSur y traducido a la lengua de Cervantes luego de catorce años de su primer aparición en francés, el libro se revela como un artefacto en verdad extraño. Los lectores no habrán de encontrarse con una novela, una autobiografía o la crónica de un dirigente político de izquierdas que fue protagonista de buena parte de las batallas emancipatorias de la segunda mitad del siglo XX [en Francia]. Una lenta impaciencia es, ante todo, “un libro de aprendizaje” (p. 29); vale decir, un “testimonio” que, en línea con los esfuerzos de León Trotsky en Mi vida o Víctor Serge en Memorias de un revolucionario, es brindado con el exclusivo propósito de “ayudar a comprender lo que hemos hecho y lo que queremos” (p. 34).

La obra se mueve entre el polo de la reposición de una trayectoria personal y político-intelectual, y el del ofrecimiento de una serie de excursos o reflexiones marginales sobre asuntos como la violencia, el periodismo, el judaísmo, Trotsky y los trotskismos. Nombres propios como los de Juana de Arco, Louis Auguste Blanqui, Charles Péguy, Walter Benjamin, Gilles Deleuze o Ernest Mandel cohabitan en el texto con las peripecias militantes protagonizadas por el autor en el Estado español, Argentina, Brasil y México. Una lenta impaciencia, sin embargo, no es un libro de filosofía y/o de aventuras. Es bueno aclararlo porque Bensaïd no fue ni un filósofo ni un aventurero. Como él mismo lo pone en el texto aquí reseñado, fue, más bien, un “profesor de filosofía” y un “húsar rojo” (p. 60).

El motivo de la lenta impaciencia, tomado prestado de Dionys Mascolo y George Steiner y presente en otros escritos del autor, es empleado para retratar la odisea política de toda una generación que vivió compelida por el impulso de los acontecimientos de Mayo de 1968. Lo que se abriría luego de lo experimentado por muchos ese año en París y otros sitios del mundo sería una breve pero intensa secuencia en la que “la historia” parecía morder “la nuca”, se imponía la “impaciencia revolucionaria” (p. 92) y se hacía preciso dotarse de un “leninismo apresurado” (p. 104). Tras un sinfín de fracasos y trágicas derrotas, sobrevendría la escuela de la paciencia, el arte de la espera y el aprendizaje de la lentitud inherente a la emancipación. Las lecciones extraídas durante estos tiempos de estoica resistencia al rumbo general de las cosas serían sumamente significativas para Bensaïd, al punto de que todo lo que escribiría más tarde se encontraría marcado por ellas.

Además de nuevas postales del Mayo francés y el destacado rol por el autor en él desempeñado, el lector podrá encontrar en las páginas de Una lenta impaciencia narraciones de primera mano sobre lo acontecido en el cono sur de América Latina durante los años setenta y ochenta. A decir del propio Bensaïd, su visita a la Argentina en calidad de representante de la voz oficial del Secretariado Unificado de la IV Internacional fue una “experiencia desoladora” (p. 124), constituyendo el episodio “más doloroso” de toda su “vida militante” (p. 129). “Comparado con la pesadilla argentina de los años setenta”, señala el autor, el paso por Brasil que tuvo lugar a lo largo de toda la década de 1980 “fue gratificante” (p. 188). Sin embargo, no embellece por eso el derrotero del Partido dos Trabalhadores con cuyo nacimiento estuvo bastante implicado. Considerado a la distancia, el balance extraído de los primeros años del gobierno de Lula es en verdad profético:

Si la política liberal mantenida desde la constitución del gobierno continuara en la misma dirección, no sería imposible, por desgracia, que de aquí a algunos años el “modelo brasileño” aparezca respectivamente como un ejemplo de capitulación sin gloria (p. 196).

Resulta imprescindible señalar que las enseñanzas que pueblan el libro no son morales. Por más balances que saque, por más crítico e implacable que pueda mostrarse ante diversos temas y sucesos históricos, Bensaïd no asume jamás la posición del maestro-pensador. El gusto por la polémica no lo conduce a prescribir recetas o formulas. Su actitud, más bien, es la de siempre apostar –con la cuota de melancolía que ello entraña, por supuesto– por “la pelea y el paciente hozar del topo” (p. 147).

Considérese el caso del marxismo y la crisis teórica, estratégica y social que alcanza su clímax en 1989-1991: el autor no propone hacer borrón y cuenta nueva. Asumiendo la crisis como propia, abrazando la tradición, haciéndose cargo de las virtudes pero también de las miserias de la misma, presenta al encuentro con la ajenidad y la extrañeza como una necesidad impostergable; al nuevo comienzo como un sitio en donde se halla el peligro pero también lo que salva. Ahora bien, éste, dice Bensaïd, jamás es por completo nuevo:

¿Recomenzar? Sin duda. Pero no de cero. No a partir de nada, de una página en blanco o de una tabla rasa. Siempre se vuelve a comenzar por el medio... (p. 171).

Es teniendo esto muy en cuenta que, durante la década de 1980, Bensaïd se da la tarea de (re)leer a Marx y liberar a los mil (y un) marxismos de su carcaza doctrinaria. Tenida ante todo como una crítica radical del estado de cosas existente, el marxismo pronto es conceptualizado como una realidad múltiple, siempre (en) plural; vale decir, como “un archipiélago de controversias, de conjeturas, de refutaciones, de experiencias” (p. 249) que no cesan ni se abroquelan. Encarando por primera vez el ejercicio de la escritura por fuera de lo que tenía que ver con las diversas responsabilidades militantes contraídas, este proyecto de renovación y apertura arroja pronto un resultado a través de los libros Moi, la révolution, Walter Benjamin, sentinelle messianique y Jeanne de guerre lasse, textos éstos que lamentablemente aún no se encuentran disponibles en castellano.

Por ese entonces –fines de los ochenta, principios de los noventa–, Bensaïd se había enterado ya de que era portador de VIH, virus que dos décadas más tarde terminaría acabando con su vida. Confrontado con “la ‘prueba capital de la enfermedad’” (p. 260), con la inminencia de la muerte e incluso tuteándose directamente con ella, da marcha a un proceso por medio del cual los tiempos –de por sí desacordes y sometidos a un desarrollo tan desigual como combinado– se agolpan y aceleran. “¡Deprisa, deprisa! ¡A vivir deprisa!” (p. 236). Ya no había un solo segundo que perder.

Corriendo una carrera contra el tiempo –sin por eso ubicarse por fuera suyo, claro–, en 1995 publica dos nuevas obras: Marx intempestivo y La discordance des temps. A éstas –con seguridad, las más importantes de todas– seguirían unas tres decenas más. Entre las mismas se destacan especialmente aquellas que dedican páginas enteras a reflexionar en torno al judaísmo y la figura del marrano. Él mismo un judío sefaradí –entiéndase bien: un judío que era judío solamente por fidelidad, desafío, solidaridad e historia, lo que de por sí ya es mucho–, Bensaïd abrazó hacia el final de su vida esta emblemática figura que en un punto resulta tan similar a la del marxista, a la del trotskista incluso.
Pues, al igual que el marrano, el marxista

está obligado a negar sin cesar, a pensar contra sí mismo, a llamar a su otro, sin poder descansar jamás en la comodidad de una reconciliación tranquila. Con él, la herencia se vuelve problemática. Una herencia sin instrucciones de uso, sobre la que está obligado a tomar una decisión [...], resistiéndola para probarla mejor (p. 234).

El asunto del marranismo es importante porque alude de forma directa a la que sin dudas es la cuestión de Una lenta impaciencia: la cuestión de la herencia. Sirviéndose de figuras emparentadas al marrano como puede ser la del fantasma, como puede ser la del topo, Bensaïd continuaría meditando sobre esta espinosa cuestión hasta su muerte. Los casi seis años que separan la publicación original de Una lenta impaciencia del fallecimiento del autor son años sumamente intensos, que entre otras cosas lo encuentran dedicando energías a la fundación del 'Nouveau Parti anticapitaliste'.

A lo largo de todos ellos, una y otra vez se pregunta cómo heredar pero sobre todo cómo transmitir. No estaría demás señalar que fue mucho lo que consiguió dejar a la posteridad. Como Noah, el protagonista de La Guerre du feu –novela prehistórica de J. H. Rosny que de muchacho había sabido apasionarlo–, destinó sus últimos esfuerzos a “proteger la chispa y conservar la llama” (p. 270). Por fortuna, son muchos los que hoy en día hacen algo con el legado de Daniel Bensaïd, avivando la llama y disponiéndose así a librar una nueva guerra del fuego.

Salvar lo que habría podido perderse, y todavía podría ocurrir, pasar el relevo entre generaciones, ésta es de algún modo nuestra guerra del fuego. Es uno de los combates más gloriosos y una de las victorias más rotundas. Por escasa y oscura que sea, no será la menor (ídem).

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