lahaine.org
Europa :: 22/10/2007

Derechos sociales, "kaputt"

Rossana Rossanda
El pasado sábado 20 de octubre los sindicatos y la izquierda italiana organizaron una gran jornada de protesta contra la precariedad en Roma. Cerca de un millón de personas acudió a la manifestación, un éxito sin precedentes en los últimos años.

En lo “nuevo que avanza”, y a lo que habría que habituarse, está ínsita la precariedad del trabajo. Los medios de comunicación llevan agua abundante a ese molino. ¡Ajajá!; sólo los ineptos pretenden seguridad en el empleo, o peor todavía, en el puesto de trabajo: ineptos, perezosos y aun holgazanes. Pero el riesgo es la sal de la vida, como bien sabe el empresario. La jefa de la patronal francesa, el MEDEF, ha tenido esta salida: “La vida, la salud, el amor no están exentos de riesgo; ¿por qué debería estarlo el trabajo?”.

La señora Parisot tiene muchos títulos de acciones en su cartera, razón por la cual arriesgar una parte de los mismos le resulta hacedero. ¿Pero cómo acusar a quienes nada poseen, salvo, acaso, las tres piezas en que moran, de temer la aventura, esto es, el desempleo? Nunca se ha escuchado un razonamiento así salir de la boca de un “atípico”; sólo sale –y raramente— de quien tiene un puesto fijo.

Y ese puesto fijo se mantiene con cuidado, o se parte de una profesionalidad tan robusta –arquitecto, médico, George Clooney—, que puede venderse en el mercado con tranquilidad y elevada remuneración. El precario normal –y ya son entre cuatro y medio y cinco millones y medio [en Italia]— conoce largos períodos de inactividad, que puede sólo atravesar merced al paracaídas de los progenitores, generaciones de puesto fijo. No puede amar el riesgo quien necesita un trabajo y no puede hallarlo, al menos decentemente remunerado, ni aún teniendo un título de gran calidad; son ya legión los precarios en la investigación, en la universidad, en los hospitales, privados y públicos. Y no aman tampoco el riesgo los bancos y los propietarios inmobiliarios a quienes tienen que dirigirse para lograr un crédito o una vivienda, que no te conceden ni una cosa ni otra, si no puedes mostrar sólidas nóminas o robustas propiedades. Nadie tiene el valor de negarlo.

La astucia consiste en no hablar del asunto. O en cambiar de baraja, como cuando se dice: “Pero, ¿cómo? ¿Quieres tener el mismo puesto de trabajo toda la vida? ¡Qué fastidio!. ¿No te gustaría cambiar, jugar con la flexibilidad?”. Seguro que resultaría grato, lo escribía también Fourier (a quien le apetezca leerlo, encontrará en La nueva sociedad industrial divertidas observaciones sobre la humana inclinación a producir más y con más gusto pasando serenamente de una actividad a la otra). Solo que, para cambiar con alegría, tienes que estar seguro de encontrar otro puesto de trabajo. Y eso sólo ocurre en períodos de pleno empleo. Impresiona decirlo, pero hubo una elevada movilidad social, el paso de un trabajo a otro, en los EEUU y en la URSS, países en los que hasta los años 80 podían encontrarse a las puertas de las fábricas o en los patios de las empresas carteles reclamando mano de obra. Es precariedad, cuando se sufre; flexibilidad, cuando se elige. Pero el trabajador dependiente y la mayor parte de los pequeños autónomos, ¿pueden elegir? Por lo común, los asalariados tienen que “tomarlo o dejarlo”.

Y lo cierto es que se batieron durante más de cien años para conseguir algunas formas de contrato que no les dejaran expuestos a salarios con los que no se podía vivir o ningún salario de una semana para otra. ¿Podemos hacer un poco –poquísimo —de historia? Es sólo después de la Revolución francesa que se sancionó –oíd bien— el “derecho a trabajar”, no el “derecho a tener un trabajo”, es decir, el derecho de acceso a un ingreso a cambio de una prestación laboral. La primera legislación laboral declara que “todo hombre es libre de trabajar donde desee, y todo suministrador de trabajo, de aceptar a quien le parezca por medio de un contrato, el contenido del cual será libremente determinado por los interesados” (1791).

Se entiende entonces que nadie pertenece a nadie, los feudos y las corporaciones quedan abolidos, y es un paso hacia delante. Pero se da por obvio que existe una simetría entre las partes, el patrón y el trabajador que llama a su puerta en busca de empleo: tesis que está en la base del liberalismo y que todavía hoy está divulgada. Inmediatamente después de la antedicha ley, fueron penalizadas la organización de los trabajadores y la huelga. Tienen que ser uno a uno, uno con su capital, y el otro, sólo con sus brazos y su mente, como si fueran iguales las posibilidades electivas de ambos. Ese sistema duró hasta comienzos del siglo XX. Todavía en 1906, hace ahora ciento un años, el reglamento de la fábrica Renault ordenaba: “Los obreros podrán dejar la Casa avisando con una hora de antelación al encargado. A su vez, la Casa se reserva el derecho de despedir sin indemnización a los obreros, avisándoles el encargado con una hora de antelación”.

Fueron la organización solidaria de la mano de obra asalariada y la huelga, peligrosa para ellos pero también para el patrón, lo que permitió a los obreros establecer una relación de fuerza capaz de protegerles frente al despido: si uno de ellos era despedido, sus compañeros de trabajo iniciaban un paro, y de dos veces una el despedido era readmitido. Por eso se habla de “luchas” obreras, que luchas fueron. Pero “parar” era un riesgo, y sigue siéndolo. En Italia, la Constitución legalizó la huelga, pero solo la ley Giugni arrebató al patrón el derecho de despido “sin causa justa”, y esa ley no fue aprobada sino en los años sesenta del siglo XX. Es el famoso artículo 18, que ahora la patronal trata de poner en cuestión elevando el número de asalariados de las empresas en que puede aplicarse.

Desde fines de los años setenta empieza a desempeñar un papel en la actitud de los trabajadores y de los sindicatos el miedo a perder el puesto de trabajo por desaparición de la empresa (considerada causa justa donde las haya). De hecho, las “reestructuraciones” que acompañan a cambios de propiedad, fusiones, y al grueso de las “externalizaciones”, traen consigo reducción de personal. Los teóricos del libre mercado sostienen que las empresas se mantienen rivalizando en la producción a precios bajos, promoviendo así la felicidad del consumidor. Durante cierto tiempo predicaron que con las nuevas tecnologías el coste del trabajo sería cada vez menos importante en los balances. Desde hace un par de décadas han precisado que, gracias a las tecnologías, el trabajo del obrero se ha hecho harto más rápido, lo que obliga a la reducción de personal, el coste del cual ha vuelto a cobrar importancia, y aun mucha importancia, porque es la partida más comprimible de los balances (además del beneficio).

Al razonamiento se le puede dar la vuelta: la tecnología permitiría reducir el tiempo de trabajo de todos y cada uno manteniendo la paridad salarial, porque la productividad ha crecido mucho. Si antes de las tecnologías de estos últimos decenios la diferencia de productividad era de uno a uno y medio o dos, ahora ha pasado de uno a diez o a cien. El salario debería haber crecido en proporción, o reducirse proporcionalmente el tiempo de trabajo a igual salario. Exactamente lo contrario de lo que ocurre. Sube la productividad y bajan los salarios. A este fin sirven a pedir de boca los “atípicos” que retrotraen el derecho laboral a hace más de un siglo. So pretexto de modernización. Los derechos laborales siempre han sido, en una u otra medida, eludidos o pasados por alto. Los eluden la miseria y la desocupación, que obligan al trabajo negro, los trabajos domésticos o “servicios personales”, con tendencia a ser poco retribuidos y a quedar exentos de contribución social; los elude legalmente el precariado. La patronal italiana siempre ha buscado escamotear el contrato; por lo pronto, con el trabajo negro, que, señaladamente en el las regiones meridionales, va con la empresa pequeña y media: lo saben los inspectores de trabajo, cuya llegada con los guardias fiscales provoca la desbandada de la mano de obra, que corre a esconderse. Señaladamente con la mano de obra inmigrada, y no sólo en el sur, sino también en el laborioso norte, en donde pueblos enteros esconden talleres irregulares y la contrata a jornal diario que parecía un residuo del siglo XIX y ha vuelto a prosperar.

Funciona en el seno de la misma mano de obra inmigrada, particularmente asiática, en donde uno hace de patrón, o llega serlo, y somete a los demás a salarios y a horarios sin reglas. El esclavismo que Hannah Arendt denunciaba en EEUU (el máximo de libertad política con el máximo de esclavitud social) se reanuda a gran escala en occidente. La ley no ha inventado el precariado; lo ha regulado, legitimándolo. Ése es el problema. Ha aceptado que la fuerza de trabajo venga a ser considerada como la más obsoleta y banal de las máquinas. Es un cambio de mentalidad que representa un colosal paso atrás en las relaciones sociales. Carece de cualquier justificación funcional; no es sino ahorro a costa de la fuerza de trabajo. Que también lo perpetra el estado al servirse de precarios en los hospitales y en las universidades, mientras que, de tomarse en serio la lógica de los derechos humanos, el precario debería ser pagado con al menos el doble de lo que cobra quien tiene contrato a tiempo indefinido.

La utilización del capital cognitivo viene a agregarse a la utilización del tiempo de trabajo, tratando de “dejar fuera de cálculo” a uno y otro, y tiende a convertirse en la forma principal de las nuevas incorporaciones. En lo tocante al artículo del Protocolo sobre el bienestar, según el cual, antes de la incorporación definitiva, deben transcurrir 36 meses de precariado es una verdadera tomadura de pelo. No muy distinta de aquella que, con el famoso contrato de primer empleo (CPE), quería imponer el gobierno de la derecha francesa y que logró frenar la movilización de los estudiantes. Ése es el proceso real que subyace al llamado “fin de la clase obrera”, al “declive obrero”. Lo que ha declinado en occidente es la gran fábrica, forma “sociológica” de la producción que ha sido descentrada y fraccionada gracias a las tecnologías de la automatización y, luego, de la informática. Pero fuera de la fábrica la población asalariada se ha multiplicado, incluyendo la industria cultural, de la información y del espectáculo. Y ha triunfado la idea de que la acumulación de capital, y además, privado, es inevitable, es condición de la economía, es una “ley objetiva” de la misma.

Triunfa también porque el sindicato se paraliza, o se pone a la defensiva (de la que el subversivismo, pretendidamente opuesto a la timidez de los sindicatos, es una variante). ¿Pero es obligada la disyuntiva de defender una trinchera debilitada o rendirse? No me lo parece. Los sindicatos suecos no se han opuesto a la innovación tecnológica, sino que la han negociado en serio. Las transformaciones que ha traído consigo la globalización no se deben a la tecnología, que podría liberar a todos, sino a las relaciones de fuerza entre las partes sociales a escala mundial. Mientras el capital viaja, como suele decirse, en tiempo real, la fuerza de trabajo material o intelectual, cuerpos y vida, se queda necesariamente encapsulada, necesariamente desconectada entre un país y otro: razón por la cual una misma tarea puede costar diez, cien veces menos en un país –sobre todo, asiático— que en Europa occidental. Eso es lo que hace tan barato al producto chino en relación con el europeo, pero resulta indecoroso que hasta los sindicatos europeos exijan medidas proteccionistas, en vez de tratar de unir a los trabajadores. El espacio europeo no sería ya una región contractual fuerte. Como no es decente que en nombre de la competitividad los gobiernos permitan la deslocalización de las empresas hacia los mercados de trabajo a bajo coste.

Una de las hipocresías más flagrantes de la Constitución europea es que garantizaba la libertad de las empresas para irse, mientras que el derecho de las personas a un ingreso decente era de todo punto ignorado. La patronal, más o menos despersonalizada en las grandes transnacionales en concurrencia, no está obligada a proteger a sus trabajadores; protege a los accionistas y a sus máximos ejecutivos. Son los sindicatos los que están obligados a proteger a los trabajadores, que para eso se afilian. Pero cuesta entenderse fuera del estado nacional en el que se ha nacido y cuyos fundamentos han sido quebrados por el movimiento mundial de capitales al que se adaptan los gobiernos, lo mismo los de derecha que los de centroizquierda. A eso hay que añadir la pusilanimidad de los empresarios italianos, cuya consigna parece ser la de “coge el dinero y corre”: se abstienen de inversiones a largo plazo, necesarias para la investigación y la innovación de los productos. Ni les induce a hacerlas la filosofía de la UE, que invita a nuestro gobierno a no ocuparse de la economía y a gastar cada vez menos en el salario indirecto que son la previsión y la seguridad sociales, la tercera pata que las luchas laborales habían conquistado. El dispositivo del precariado es parte de eso; bonita responsabilidad para el gobierno de centroizquierda.

Il Manifesto. Traducción para sinpermiso.info : Leonor Març

 

Este sitio web utiliza 'cookies'. Si continúas navegando estás dando tu consentimiento para la aceptación de las mencionadas 'cookies' y la aceptación de nuestra política de 'cookies'.
o

La Haine - Proyecto de desobediencia informativa, acción directa y revolución social

::  [ Acerca de La Haine ]    [ Nota legal ]    Creative Commons License ::

Principal