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Mundo, Argentina :: 18/02/2019

El mito de moda: las izquierdas fracasan, la derecha gestiona

Federico Dalponte
José Saramago decía que el truco era que el capitalismo nunca decepciona porque no promete nada

Pareciera que sólo fracasan los gobiernos de izquierda y siempre por impericias propias. José Saramago decía que el truco era que el capitalismo, en cambio, nunca decepciona porque no promete nada.

Venezuela sirve de excusa por estos días. En distintos medios, “El fracaso” ofició de prefijo para títulos varios: “El fracaso de la economía planificada”, “El fracaso del socialismo”, “del socialismo del siglo XXI”, “de los controles de precios” y varios más.

Pareciera un retorno a 1991, epílogo de la Unión Soviética: la declamación de que no existe proyecto alternativo al régimen de mercado, el sistema que nunca fracasa, que nunca nada. La disolución de la URSS se llevó consigo a ese discurso contrahegemónico. Y para buena parte de los gobiernos de Occidente, hoy, todo proyecto político que promueva la centralidad del Estado es sospechoso y, a la postre, “populista”.

“Es el término de las élites cuando no entienden lo que pasa”, definió, alguna vez, Rafael Correa. Y, en buena medida, es cierto, pero el triunfo de esas élites hoy avanza a paso firme. Inventaron una palabra y una etiqueta que derriba discursos y gobiernos -o, al menos, eso intenta-.

Son populistas todos aquellos que procuran “eliminar el sistema de capital libre y abierto”, declaró, hace unos años, la Cámara de Comercio de EEUU. Como afirma el historiador Ezequiel Adamovsky, pareciera un intento por cerrar filas contra el populismo y a favor de la democracia liberal; el statu quo del capital.

Así, contra el populismo de Nicolás Maduro, claman también las voces para frenar al populismo boliviano de Evo Morales, al populismo español de Podemos, al populismo francés de Jean-Luc Mélenchon.

En Argentina el populismo, con sus diversos epítetos, es el fantasma que se azuza con más frecuencia para asegurar la continuidad de Cambiemos [partido de Macri]. La batalla que se viene en octubre, exclama el periodista Alfredo Leuco, es “entre chavismo mafioso y democracia republicana”. La afirmación es absurda, pero su eficacia en términos de comunicación es notable: hay gente que en verdad lo cree.

Con mayores aires de rigor, profusos politólogos dicen que, en realidad, el populismo se caracteriza por el cortoplacismo, por procurar el crecimiento rápido y la redistribución a expensas de la sustentabilidad a la larga. La receta alternativa sería la de Pedro Eugenio Aramburu [militar y presidente del golpe de Estado que tumbó a Perón] en 1957: ofrecer “minutos de privaciones para lograr años de abundancia”. Una épica de la tormenta en su versión moderna.

El populismo ofrecería así la posibilidad de retomar la senda del crecimiento distributivo, un pecado imperdonable para la ortodoxia, ante cuyos reparos Keynes hizo célebre su frase “en el largo plazo, estamos todos muertos”, pensando en la salida de la crisis de los años treinta.

En cualquier caso, la crítica de los ortodoxos locales ventila mayormente los defectos propios: esa incapacidad de ofrecer soluciones a la sociedad sin condenarla antes a deambular cuarenta años por el desierto. El futuro será auspicioso, pero en el presente sube el desempleo, la pobreza y cae el consumo.

En ese sentido, la descalificación que el gobierno y los medios afines hacen a todo plan económico alternativo invalida el debate político. Porque si la alternativa al populismo es la democracia-liberal-republicana, lo que se procura instalar es el miedo como motivador de un voto conservador: un voto al candidato “populista” serviría para remontar la crisis económica, pero, en el largo plazo, pondría en riesgo la sustentabilidad y la democracia. Un silogismo para abrazarse al salvavidas de plomo con entusiasmo.

Un presidente debe ser. El decálogo de indicaciones heterónomas rige siempre en estos casos: cualquier desviación despierta acusaciones. Y, con esa vara, hoy también serían populistas Hipólito Yrigoyen por su personalismo, Arturo Illia por la intervención estatal en el negocio farmaceútico o Raúl Alfonsín por la distribución de cajas de comida.

Pero no funciona así en estos casos. El populismo, con retrospectiva histórica, es un lugar reservado sólo al peronismo, padre de todos los males.

Los liberales-republicanos autoproclamados imponen sus relatos. Aquello llamado populismo es culpable de la crisis económica venezolana, pero no del éxito boliviano. El carácter reeleccionista es característico del populismo boliviano, pero no de la democracia alemana. Argentina y Venezuela demuestran que el populismo violenta las instituciones democráticas, pero los golpes institucionales en Brasil, [Honduras] y Paraguay, en cambio, no demuestran nada.

Hace veinte años Latinoamérica, con sus grises, fue la vanguardia de una forma alternativa de hacer política económica. Hace diez, se convirtió en el foco de la crítica de los poderosos locales y foráneos: el populismo de izquierda era un peligro para el mundo y su demagogia, una deformación de la verdadera democracia, la liberal-republicana-ortodoxa-impoluta.

Desde hace veinte años, América Latina es la región que más avanzó en la reducción mundial del hambre y la desnutrición infantil. Pero se ha instalado que el fracaso habita por estos lares y no en los países de economía liberal, cuya crisis especulativa de 2008 disparó el precio global de los alimentos como nunca antes en la historia moderna.

Fracasar, en la acepción más absoluta del término, es una opción que anida sólo en los gobiernos de izquierda y afines. Populistas, izquierdistas, demagogos, variaciones de un mismo discurso ilusorio, de una ficción terrible: el capitalismo del norte occidental es el único sistema viable.

Notas / La Tinta

 

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