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Mundo :: 07/09/2009

El mundo no cambiará si no se lucha contra la propaganda occidental

Andre Vltchek
[Traducido del inglés para La Haine por Felisa Sastre] Los medios utilizan el inglés como instrumento político, económico e incluso intelectual al servicio de unos intereses

A veces tengo pesadillas: me encuentro en medido de un campo de refugiados bombardeado, quizás en el Congo o en algún otro desgraciado país olvidado por los intereses de los medios de comunicación. Hay niños, con los vientres hinchados que corren de un lado a otro, claramente malnutridos, y muchas mujeres que tienen también sus vientres abultados pero en este caso debido a las violaciones sufridas meses antes y no a un acto de amor. Desde las colinas se dispara y los soldados de la ONU son incapaces de impedirlo.

En ocasiones, me despierto y el sueño desaparece. O trato de olvidarlo; o de borrarlo de mi subconsciente, pero en otras sigue conmigo el resto del día. Pero en general no se trata de una pesadilla sino de una realidad. Realmente, me encuentro en lugares como Kibati, ante los ojos desesperados de los niños, ante los ojos resignados, enrojecidos y espantados de las mujeres frente a una pistola. En el horizonte se ven llamas y el ruido de los disparos que proceden de los matorrales. Y en lugar de almohada, aprieto el disparador de mi Nikon profesional o destapo el capuchón de mi pluma.

Lo que escribo o fotografío aparece periódicamente en las páginas de periódicos y revistas. A veces, una o dos imágenes van a parar a las paredes de museos o galerías de exposiciones, pero siempre tras una lucha para convencer a los impresores, editores, distribuidores o conservadores [de museos] para que acepten que al menos un mínimo destello diluido de la realidad pueda mostrarse al público en general.

La época de los reporteros valientes y de los editores convencidos parece haber pasado. Los corresponsales que cubrieron la guerra de Vietnam, que ayudaron realmente a acabarla, se han hecho viejos. Escriben sus memorias y publican libros, pero apenas informan de los conflictos actuales. Existen algunos periodistas osados y comprometidos- para mencionar sólo dos, Keith Harmon o John Pilger- pero son excepciones que demuestran que la excepción confirma la regla.

Sin embargo, hoy más que nunca en la historia reciente, se necesitan voces alternativas valientes, ya que el control de los medios es casi total, y prácticamente todas los grandes agencias de noticias están al servicio de los intereses económicos y políticos de la clase dirigente. Y cuanto más lo hacen, más proclaman la necesidad de la libertad de prensa, la objetividad, y la información imparcial en cualquier lugar del mundo, salvo en casa.

Mientras la mayoría de los medios de comunicación en lengua inglesa llevan a cabo una supresión de informaciones sin precedentes sobre, por ejemplo, la brutalidad de la política exterior occidental en el África subsahariana, o sobre el actual genocidio indonesio en Papúa occidental (dos zonas del mundo con enormes cantidades de materias primas explotadas por compañías mineras multinacionales), las publicaciones de los medios de comunicación del establishment en Estados Unidos, Reino Unido y Australia intensifican sus ataques contra los puntos de vista alternativos procedentes de Pekín, Caracas o La Habana. Cuanto más aprietan los fundamentalistas del mercado el cerco al poder, más soflamas anti-China o anti-Chávez aparecen en las cadenas de los media occidentales, cadenas cuya propaganda ahora llega a todos los rincones de la tierra.

Crecí en Checoslovaquia y, aunque no recuerdo a los tanques soviéticos desfilando por las calles de Praga en 1968 cuando era niño, sí recuerdo claramente lo sucedido después: el colaboracionismo, las mentiras y el cinismo del denominado “proceso de normalización”. Lo que me conmociona ahora- que tengo la nacionalidad estadounidense- no es tanto que lo que estoy describiendo aquí está sucediendo realmente, sino la indiferencia que acompaña a estos terribles sucesos. Y por encima de todo, que la gran mayoría de la gente del llamado “Primer Mundo” se crea lo que lee en los periódicos y lo que ven en las pantallas de la televisión. ¡Las mentiras y las opiniones tendenciosas son demasiado evidentes para pasar desapercibidas! Pero en su mayoría lo creen. Arundhati Roy, al describir el léxico del poder occidental escribía: “Ahora lo sabemos: los cerdos son caballos; las chicas, muchachos; la guerra es la paz”. Y lo aceptamos.

En cierta forma, el control de la información es ahora mucho mayor en Estados Unidos o en Gran Bretaña o en Australia que lo fue en los años 1980 en Checoslovaquia, Hungría o Polonia. No existe “hambre por saber la verdad”- ansia de opiniones alternativas- por cada panfleto que desafiaba al régimen y al doble lenguaje en los libros y películas. Ese hambre intelectual no existe en Sydney, Nueva York o Londres como el que había en Praga, Budapest o Varsovia. Los escritores y periodistas occidentales raramente “escriben entre líneas” y los lectores ni esperan ni buscan mensajes ocultos.

La propaganda y la ausencia de opiniones diferentes, en su mayoría quedan sin respuesta. Da la impresión de que hemos olvidados cómo poner en cuestión los hechos. Parece que aceptamos la manipulación de nuestro presente y de nuestra historia; que incluso estamos en contra que quienes siguen firmes y defienden el sentido común, la verdad, y lo que es posible comprender con los ojos abiertos pero se niega en nombre de la libertad, la democracia y la objetividad (grandes palabras de las que se ha abusado tanto que han perdido su sentido.) ¿Estamos ahora en occidente iniciando de nuevo una época en la que señalar con el dedo a los disidentes, nos convierta en delatores y colaboracionistas? Hemos pasado muchos periodos como estos en nuestra historia, y no hace mucho, ¡no hace tanto tiempo!

Mientras tanto, mientras nuestros intelectuales colaboran con el poder y obtienen recompensas por hacerlo, grandes zonas del mundo están bañadas en sangre, se mueren de hambre, o sufren las dos cosas a la vez. El colaboracionismo y el silencio de quienes saben o deberían saber, les convierte en culpables del estado actual del mundo, al menos en parte.

Lo políticamente correcto se ha introducido en los escritos, en los discursos, incluso en la mente de muchos de nuestros intelectuales, de forma que, ¡Dios nos libre!, no ofendan a las gentes de los países pobres (se les puede masacrar, o incitar a otros a que los masacren, pero no se debe ofenderlos, especialmente a sus corruptos líderes políticos y religiosos que están al servicio de los intereses occidentales y de las multinacionales). Hablando en términos prácticos, los límites para el debate, permitidos en las pantallas de la televisión o en las páginas de nuestros periódicos están determinados. Es decir, se puede decir lo que la derecha y la clase dirigente han ridiculizado como “políticamente correcto”, también las difamaciones. Si ello satisface al establishment, considera a las dictaduras en lugares lejanos (siempre que sirvan a sus intereses) como algo que forma parte de la cultura de uno u otro país que controla o quiere controlar. Si una religión sirve a los intereses geo-políticos occidentales (entiéndase: si la religión nos ayuda a asesinar a líderes progresistas o de izquierdas y a sus partidarios), occidente afirmará su profundo respeto hacia esa religión, incluso nuestro apoyo, de la misma manera que Inglaterra apoyó al wahhabismo en Oriente Próximo, mientras creyó que acabaría con la lucha por una sociedad igualitaria y con la distribución justa de las riquezas naturales.

Mientras nos ocupamos de machacar a Cuba por violación de los derechos humanos (unas decenas de presos, a muchos de los cuales en occidente se les acusaría de terrorismo, dado que públicamente quieren derrocar al gobierno y abolir la Constitución ) y a China por el Tibet (alabando por todos los medios al antiguo señor feudal religioso exclusivamente para molestar y aislar a China que es el objetivo principal de nuestra política exterior, un objetivo totalmente racista), millones de víctimas de nuestros intereses geo-políticos se pudren o están ya enterradas en el Congo (República Democrática del Congo), en el África subsahariana, en Papúa occidental, Oriente Próximo, y en otros lugares del mundo.

Nuestro historial sobre los derechos humanos (si consideramos a todas las personas como seres “humanos” y aceptamos que la violación de los derechos de hombres, mujeres y niños de África, Latinoamérica, Oriente Próximo, Oceanía o Asia es tan lamentable como esa misma violación en Londres, Nueva York o Melbourne) es tan terrible- ahora y en el pasado- que resulta inimaginable que nuestros ciudadanos todavía crean que nuestros países tienen derecho moral y pueden permitirse emitir e imponer juicios morales.

Mientras la propaganda que siguió al final de la Guerra Fría (muy ocupada en destruir lo que quedó de los movimientos progresistas) se atrevía a comparar a la Unión Soviética con la Alemania nazi (la misma Unión Soviética, sacrificada por occidente a la Alemania nazi; la misma Unión Soviética que, a costa de más de veinte millones de vidas, salvó al mundo del fascismo), omitía el hecho de que los primeros campos de concentración no fueron los construidos por los rusos sino por el Imperio británico en África; y que ningún gulag puede compararse con los horrores del terror colonial de las potencias occidentales en el periodo de entreguerras.

La propaganda está tan incrustada en la psicología colectiva de Estados Unidos y Europa que no se produce debate alguno sobre ella, ni se exige ni sería tolerado o permitido. Mientras la revolución soviética y sus gulags se utilizan como pruebas dudosas de la imposibilidad de que un sistema socialista pueda funcionar (si bien Stalin fue un paranoico innegable, no se puede negar que hubo un complot para que los nazis se dirigieran hacia el este- el sacrificio de Checoslovaquia, entregada por Francia y Gran Bretaña en la Conferencia de Munich es una prueba evidente), ni los holocaustos occidentales en África (por ejemplo, el exterminio belga de decenas de millones de congoleses durante el reinado de Leopoldo II1) no se presentan como evidencias de que las monarquías occidentales y el fundamentalismo del mercado son esencialmente peligrosos e inaceptables para la humanidad, ya que han ocasionado centeneras de millones de asesinatos en todo el mundo.

Por supuesto, las decenas de millones de congoleses que murieron hace un siglo (entonces por el caucho) fueron víctima sobre todo de la codicia europea por las materias primas. Hoy no son muy diferentes los motivos, aunque los asesinatos se lleven a cabo, principalmente por fuerzas locales y por los ejércitos del vecino Ruanda, tan leal a Estados Unidos, y por mercenarios. Tampoco son muy diferentes las razones en Papúa occidental, salvo que allí los asesinatos los perpetran soldados indonesios que defienden los intereses económicos de las corruptas elites de Yakarta y de las multinacionales occidentales; o en Iraq.

En cualquier caso, no nos sentimos ultrajados. Los disciplinados ciudadanos de nuestros países se ponen el cinturón de seguridad, no tiran la basura a la calle, esperan a medianoche que la luz se ponga verde para cruzar la acera. Pero no se oponen a las masacres perpetradas en nombre de sus intereses económicos. Mientras esas masacres estén bien presentadas por los dirigentes de los medios y de la propaganda, mientras no se diga que los asesinatos se realizan para apoyar a las grandes empresas sino para mantener el relativamente alto nivel de vida de quienes viven en los llamados “países desarrollados”, mientras sea oficialmente por los derechos humanos, la democracia y la libertad. Una de las razones por las que la propaganda oficial sea tan fácilmente aceptada es porque ayuda a apaciguar nuestra mala conciencia.

Las elites intelectuales y los académicos no son inmunes a aceptar, reciclar e incluso inventar mentiras. En los últimos años me han invitado a hablar en varias universidades de elite del mundo de habla inglesa, desde Melbourne a Hong Kong, de Columbia y Cornell, Cambridge y Auckland, y he comprobado que defender una tesis no implica la defensa de la honradez intelectual: muy al contrario. Los académicos son incluso más reacios al cambio de los clichés establecidos que los medios de comunicación de masas. Intentar discrepar abiertamente con la tesis de que Indonesia es un Estado tolerante, una democracia que se esfuerza, y cuántas otros temas que han llevado a muchos profesores a conseguir un puesto fijo, y uno se verá etiquetado como extremista, o como provocador en el mejor de los casos. Y puede resultar muy difícil impedir que se le insulte públicamente. ¡Intenten desafiar las opiniones monolíticas contra China!

En la universidad anglo-sajona, hacer públicas las propias opiniones es poco aconsejable, casi inaceptable. Para que lo entiendan, de un autor o conferenciante se espera que cite a otro: “El Sr. Green ha dicho que la tierra es redonda”, “el profesor Brown ha confirmado que ayer estaba lloviendo”. Si nadie lo ha dicho antes, es dudoso que haya sucedido. Y el escritor o conferenciante se siente desanimado para expresar su propia opinión sobre la materia que domina. En resumen: casi cada punto de vista o cada pequeña información se espera que la clase dirigente la confirme, o cuando menos, parte de ella. Se tiene que atravesar la censura encubierta.

Ahora, casi todos los libros de ensayo van acompañados de una larga lista de notas a pie de página, de la misma manera que los académicos y muchos autores de ensayo, en lugar de ofrecer sus propias investigaciones y trabajos de campo, se citan y vuelven a citar incansablemente unos a otros. Orwell, Burchett o Hemingway hubieran encontrado muchas dificultades para trabajar en un entorno semejante.

Los resultados con frecuencia son grotescos. En Asia, existen dos excelentes ejemplos de esta cobardía intelectual y servilismo, no sólo de la comunidad diplomática sino también de la académica y periodística: Tailandia e Indonesia.

Los clichés establecidos por los medios anglosajones y por los académicos se repiten sin cesar en las principales redes, incluidas la BBC y la CNN, y en casi todos los diarios con mayor influencia. Cuando nuestros medios se ocupan de Camboya, por ejemplo, raramente se olvidan de mencionar el genocidio de los Jemeres Rojos “comunistas”. Pero se debería recurrir a la literatura censurada para saber que los Jemeres Rojos llegaron al poder sólo tras el salvaje arrasamiento de sus campos por las bombas estadounidenses. Y que cuando Vietnam expulsó a los Jemeres Rojos, EE.UU. exigió en la ONU: “¡La vuelta inmediata del gobierno legítimo!”.

Es difícil encontrar en las ediciones en la Red de los periódicos occidentales archivos en los que se describan los horrores perpetrados por occidente contra Indochina, Indonesia (entre dos y tres millones de personas asesinadas tras el golpe de Estado apoyado por EE.UU. que llevó al poder al general Suharto) y Timor Oriental, por mencionar sólo unos pocos ejemplos.

Nunca he escuchado a personajes públicos occidentales utilizar a los medios masivos de comunicación pidiendo el boicot de Indonesia por su continuada masacre de papúes (de la misma manera que hubo pocos que se sintieran indignados por el genocidio en Timor Oriental en los años 1970 y 1980.) Tibet es un tema diferente. Las críticas a China por su política hacia Tibet son épicas. La crítica a China, por lo general, es descomunal y desproporcionada.

Cuando China fracasa, se debe a que “todavía es comunista”; cuando tiene éxito, es “porque ya no es comunista”. Como lector, me gusta conocer si el pueblo chino considera que su país es comunista o no. Y de lo que he podido saber, todavía lo es y, lo que es más, la gran mayoría desea todavía que lo sea.

Pero no es suficiente: la más antigua civilización del planeta no es fiable si se describe a sí misma: la tarea tienen que realizarla gentes nativas de habla inglesa, el único pueblo seleccionado o elegido para influenciar y conformar la opinión pública.

Quiero escuchar a mis colegas de Pekín, deseo que sean capaces de debatir públicamente con quienes consideran a su país responsable (absurdamente) de todo lo que ocurre desde Sudán a Burma o lo relativoa la destrucción del medio ambiente. ¿Cuántos reportajes hemos visto en la BBC reflejando las fábricas chinas despidiendo humaredas negras y cuántos sobre la contaminación originada por Estados Unidos, en la actualidad el mayor contaminador del mundo?

O ¿cuáles son los pensamientos de los escolares japoneses, escritores y periodistas sobre la Segunda Guerra Mundial? Todos nosotros sabemos lo que los periodistas de habla inglesa, con sede en Tokio, creen que piensan sus colegas japoneses, pero ¿por qué se nos impide leer traducciones directas de trabajos escritos por quienes llenan las páginas de algunos de los mayores periódicos de la tierra, publicados en Japón y China? ¿Por qué tenemos que ser guiados por una sabia mano invisible que conforma el consenso mundial?

Al tener un conocimiento suficiente del español, me he dado cuenta que las actuales tendencias imperantes en Latinoamérica están escasamente reflejadas en las publicaciones estadounidenses, británicas y asiáticas. Mis colegas latinoamericanos se quejan generalmente de que resulta casi imposible en Londres o Nueva York debatir sobre el presidente venezolano, Hugo Chávez, o el boliviano Evo Morales con quienes no leen español, ya que sus opiniones suelen ser uniformes y frustrantemente tendenciosas.

En estos momentos, por supuesto, la izquierda es el asunto principal- el verdadero tema- en Latinoamérica. Mientras los periodistas y escritores británicos y norteamericanos analizan las recientes revoluciones latinoamericanas con las líneas de opinión de sus propios medios de comunicación, los lectores de todo el mundo (salvo que entiendan el español) apenas saben algo sobre las opiniones de quienes en estos precisos momentos están haciendo historia en Venezuela o Bolivia.

¿Con qué frecuencia aparece en las páginas de nuestras publicaciones que Chávez ha iniciado una democracia directa, que permite al pueblo participar en el futuro de su país por medio de incontables referéndum mientras los ciudadanos de nuestras “democracias reales” tienen que callarse y hacer lo que se les dice? A los alemanes no se les permitió votar si querían o no la unificación; los checos y eslovacos no fueron consultados sobre si estaban de acuerdo con su “divorcio aterciopelado”; los ciudadanos británicos, italianos y estadounidenses han tenido que calzarse las botas e ir a Iraq.

Los periódicos en inglés están llenos de historias sobre China sin que permitan que los chinos hablen por sí mismos. Existen también infinidad de noticias sobre Japón donde se cita al pueblo japonés pero no se le considera fiable para compartir sus artículos completos relativos a su propio país, artículos escritos por ellos de principio a fin.

Por el momento, el inglés es el principal medio de comunicación en el mundo, pero no será siempre así. Sus escritores, periodistas, periódicos y empresas editoriales no facilitan un mejor entendimiento entre las naciones ya que son incapaces de promover la diversidad de ideas.

Los medios de comunicación utilizan el inglés como instrumento político, económico e incluso intelectual al servicio de unos intereses. Cada vez un mayor número de personas cuya lengua madre no es el inglés se ven obligadas a usarlo para formar parte del único grupo que tiene influencia; el grupo que importa, el grupo que lee, entiende y piensa de la forma “correcta”. Por encima de la gramática y la ortografía, los recién llegados a ese grupo aprenden a sentir y reaccionar ante el mundo que los rodea, así como a lo que tienen que considerar objetivo. Y el resultado es la uniformidad y la servidumbre intelectual.

Cuando me despierto a mitad de la noche, afectado por pesadillas e imágenes que hace mucho tiempo trasvasé de mis cámaras a la memoria ampliada, empiezo a soñar acerca de una conformación del mundo más justa y mejor. Pero siempre se me plantea la misma y lacerante pregunta: ¿Cómo puedo conseguirlo?

Pienso en las revoluciones que triunfaron recientemente- todas ellas tienen unas características comunes: educación e información. Para cambiar las cosas, la gente tiene que conocer la verdad, tiene que conocer su pasado.

Con ellas se insistió una y otra vez a los ciudadanos de Chile, Argentina y Sudáfrica. No habrá un futuro mejor ni se conseguirá una reconciliación justa y verdadera salvo que el pasado y el presente se analicen y comprendan. Esa es la razón por la que en Chile se tuvo éxito y en Indonesia no. Por eso Sudáfrica, a pesar del cúmulo de problemas y lo complejo de la situación, está en camino de exorcizar sus demonios y dirigirse hacia un futuro mejor.

Pero occidente- Europa, Estados Unidos y, en gran medida, Australia- viven en la negación continua. Nunca han aceptado en su totalidad la verdad sobre el terror desatado por ellos y que siguen perpetrando contra la gran mayoría del mundo. Todavía son ricos: los más ricos, a costa de la sangre y el sudor de los demás. Todavía son un imperio- un único imperio- unido por la cultura colonialista. Con un tronco y ramificaciones pero uno en su conjunto.

Nunca habrá paz en este planeta, ni una auténtica reconciliación, si no desaparece esta cultura del dominio. Y el único camino para que desaparezca es afrontar la realidad y revisar y asumir el pasado.

La responsabilidad de todo esto recae en quienes conocen el mundo y son conscientes del sufrimiento de sus pueblos, y son ellos quienes tienen que proclamar la verdad, sin importar cuál sea el coste, ni cuantos privilegios puedan perder con cada frase honrada (todos sabemos que el Imperio es vengativo)- No se trata de decir la verdad a los poderosos (no se lo merecen) sino de enfrentarse a ellos. Hay que ignorar las instituciones actuales desde los media al mundo académico, ya que en lugar de ser la solución constituyen parte del problema y son corresponsables de la situación del mundo en que vivimos. Sólo una multitud de voces que repitan lo que todos, excepto los países dominantes, parecen saber; voces unidas en un “Yo acuso”, son las únicas que pueden acabar con los males actuales que dominan el mundo. Pero sólo voces verdaderamente unidas y en multitudes. ¡Con determinación y coraje!

ZNet, 18 de junio de 2009

 

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