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Europa :: 01/01/2020

Espejos de Versalles

Higinio Polo
A un siglo de la entrada en vigor del Tratado de Versalles y la sanguinaria aniquilación de la revolución espartaquista en Alemania

Prepararon el terreno para el resurgir del sucio nacionalismo que había destruido el continente y para la llegada del revanchismo de Hitler.

El 10 de enero se cumplirá un siglo de la entrada en vigor, en 1920, del Tratado de Versalles. Se había firmado a las tres de la tarde del 28 de junio de 1919 en la galería de los espejos del palacio de Versalles: no era un escenario casual sino el lugar donde, tras Sedán, Bismarck había proclamado, en 1871, al rey de Prusia como el nuevo káiser Guillermo. Así, Francia se desquitaba de aquella dura derrota. Con los plenipotenciarios sentados en sus puestos y el primer ministro francés, el severo Clemenceau, que presidía como anfitrión, junto al presidente norteamericano Wilson a su derecha y el británico Lloyd George a su izquierda, en Alemania, todavía se estaban enterrando a los revolucionarios espartaquistas asesinados.

Puestos en pie, los delegados se acercaron a la mesa dispuesta bajo una gran lámpara de araña: primero, firmó Hermann Müller, nuevo ministro alemán de Asuntos Exteriores, y después Johannes Bell, ministro de Transportes. El antecesor de Müller, Ulrich von Brockdorff-Rantzau, que había dirigido la delegación alemana en París, había dimitido una semana antes en desacuerdo con el Tratado. Tras ellos, firmaron Wilson, Lloyd George, y después Clemenceau, Pichón, Klotz, Tardiou y Jules Cambon, a quienes siguieron los italianos Sonnino, Imperiali y Crespi. China no firmó el protocolo. En menos de una hora, el trascendental acto había concluido, mientras se escuchaban las estruendosas salvas de la artillería francesa. A Wilson, le esperaba ya en Brest el buque George Washington (que, como si fuera una ironía de la historia, había sido construido en Bremen) para volver a EEUU.

Las decisiones de París fueron tomadas por Lloyd George, Clemenceau y Wilson, con el primer ministro italiano, Orlando, de convidado de piedra, y sin la asistencia de los países derrotados. Con el Tratado, se dio por cerrada la gran guerra. Las negociaciones con Alemania se habían iniciado en enero de 1919, con los cadáveres aún calientes de Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg en un Berlín donde seguían resonando los disparos de la reacción armada por el gobierno del socialdemócrata Ebert que había sustituido al canciller imperial.

En la ceremonia de Versalles, la quejosa Alemania que se dolía por el diktat de los vencedores, era la misma que en esos mismos meses exterminaba con saña a los revolucionarios alemanes, sin que Clemenceau, Lloyd George o Wilson mostraron la más leve oposición. Lenin, en la celebración del 1 de mayo de 1919 en la plaza Roja de Moscú, había saludado a la revolución en Baviera, que sería aplastada pocos días más tarde cuando los freikorps entraron a sangre y fuego en Múnich, asesinando después a miles de comunistas.

Versalles no fue el único tratado de paz. Se firmaron otros: el de Sèvres con Turquía, el de Saint Germain-en-Laye con Austria, el de Trianon con Hungría y el de Neully con Bulgaria, y se decidió crear también la Sociedad de Naciones, antecesora de la ONU. En julio de 1919, el presidente socialdemócrata Ebert, verdugo de la revolución, propuso a la Asamblea Nacional alemana la aceptación del Tratado de Versalles, calificado como un diktat de las potencias vencedoras.

El Tratado obligaba a Alemania y las potencias centrales (el imperio austrohúngaro, presente ya en entidades separadas, Austria, Checoslovaquia y Hungría; y el imperio turco, en descomposición) a aceptar la responsabilidad por el inicio de la guerra, aunque era evidente que también Francia, Gran Bretaña y la Rusia zarista tenían culpas compartidas en el estallido de la guerra imperialista. Además, Alemania debía desarmarse, limitar su ejército, pagar indemnizaciones y perder territorios en Europa y sus colonias. Bulgaria fue obligada también a ceder parte de su tierra, y el resto de los aliados alemanes fueron disueltos, como el Imperio austrohúngaro. Después, la torturada historia alemana, que atravesó los años de Weimar, el nazismo, la Segunda Guerra Mundial y la aparición del gendarme norteamericano en la Europa de la guerra fría, hizo que Berlín no culminase el pago de las reparaciones por la gran guerra establecidas en el Tratado hasta inicios del siglo XXI.

Versalles y la sanguinaria aniquilación de la revolución espartaquista en Alemania (con la complicidad de las potencias vencedoras en la guerra, con la obvia excepción de la Rusia soviética) prepararon el terreno para el resurgir del sucio nacionalismo que había destruido el continente y para la llegada del revanchismo de Hitler. La devastación y la guerra que diez años después denunciaría Remarque, asomaría pronto en el horizonte, y la Sociedad de Naciones sería impotente para evitarlo.

Cláusulas formales de Versalles como la jornada de ocho horas, la igualdad de hombres y mujeres y la abolición del trabajo infantil fueron ignoradas después, y sólo se aplicaron cuando fueron conquistadas por el movimiento obrero. Wilson, que había desempeñado un destacado papel en las conversaciones de París, vio como el Senado norteamericano se negaba a asumir el Tratado.

Los espejos de Versalles reflejaron otras muchas vergüenzas: la persistente rivalidad imperialista, la voracidad de los vencedores por apoderarse de territorios y colonias, la humillación de los delegados alemanes que, a su vez, eran cómplices de la matanza que llevaba a cabo el gobierno de Ebert; las burlas hacia Japón y los países asiáticos de Clemenceau y Wilson, la desfachatez e insolencia con que los vencedores se negaron a aceptar la igualdad racial, incluso la rotunda negativa a aceptar que un africano fuese igual que un europeo, mientras el militarismo alemán preparaba el retorno del más feroz nacionalismo en los camisas pardas que pronto enrolaron a los veteranos de los freikorps.

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