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Europa :: 30/05/2025

Europa: La decadencia de una civilización

Alberto Bradanini
La soberanía se ha externalizado, el gobierno (que las constituciones quieren que sea democrático) se ha privatizado, la democracia es hoy una mera representación formal

Los habitantes del Viejo Continente menos incautos deberían coincidir en que la representación de Europa -como región geográfica, como conjunto caótico de Estados nacionales (soberanos sólo en el papel) o como la llamada Unión Europea- es decididamente exagerada y, en esencia, no corresponde a la verdad. Aquellos que estén convencidos de lo contrario pueden dejar de leer aquí un texto que encontrarían innecesariamente corrosivo para sus convicciones.

Esta reflexión inicial supone un reflejo de la UE que podríamos encontrar entre las lianas de la selva amazónica, pues la comprensión de su identidad jurídica e institucional, así como de su esencia teleológica, requiere un gasto de energía habitualmente superior a la disponible. En ausencia de un pueblo europeo subyacente -que sólo la historia podría haber construido, pero no lo hizo-, el nivel de cohesión de sus llamadas clases dominantes, similar al de las ondas de frecuencia modulada, cambia de orientación dependiendo del punto cardinal desde el que sale la luna.

Basta una mirada distraída, o unas cuantas páginas web, para comprender que el tiempo actual es uno en el que Europa -cuya historia milenaria, trágica y enmarañada como pocas, sigue siendo desconocida para la mayoría- ve desvanecerse aquellos rasgos que un día le valieron el título de civilización. El continente no es hoy más que una región objetivo dirigida con fines puramente extractivos por entidades sulfurosas pero brutales, es decir, los poseedores del capital global, aquellos que deciden a lo Smith el estado de emergencia, una terminología sofisticada para significar que en los temas que realmente importan son ellos los que deciden. Consideran a Europa de un modo diferente que los ciudadanos europeos (en gran medida ensordecidos por el ruido de fondo de la Gran Mentira) o los no europeos, estos últimos distantes y aún más indiferentes. ¿Y la democracia? Bueno, eso sirve para llenar el vacío que es el vacío de los títeres que ocupan los asientos del poder.

Qué problemas aquejan a la región llamada Europa debería ser conocido, pero por eso mismo no se sabe (Hegel) y por eso se repite. Por el término "poseedores de capital global" nos referimos aquí a los propietarios y controladores del capital financiero global que valoran a Europa (y, de hecho, a todas las regiones del mundo) sólo como un territorio del cual extraer beneficios, riqueza, trabajo y ganancias de todo tipo, para ser descartados cuando se vuelva inadecuado para tal propósito.

Estos individuos, capitalistas hasta la médula, no tienen ningún pasaporte en particular: norteamericano, británico, alemán, francés o suizo (los conocidos gnomos de Basilea); para ellos los demás países cuentan mucho menos; no son leales ni a Occidente ni a Oriente, no tienen bandera bajo la cual luchar, no se identifican con ningún pueblo, historia, lengua, tradición o valor; en sus corazones, si tienen uno, no es la tierra de sus padres la que hace vibrar las cuerdas profundas; no ven el mundo como un lugar donde la solidaridad y la justicia puedan hacer soportables los sufrimientos de la existencia humana y, por tanto, no tienen intención de mejorarla; No captan la efervescencia de las culturas, de los pueblos y de las naciones. Para este agregado poshumano -fruto incestuoso de la toxicidad globalista neocapitalista- la obtusidad ontológica hace todo invisible.

Sólo ven zonas de oportunidad, cuyo valor depende de los beneficios que se derivan de ellas y de la cantidad de recursos extraíbles: trabajo humano, datos, logística, transporte, tierras raras, petróleo, gas, mercados de consumo, etc. Cualquier otro rasgo humano, ético o social, carece a sus ojos de atractivo, como si fuera el cadáver de un elefante.

El tiempo también, huelga decirlo, es a veces una variable que puede multiplicar los rendimientos, pues estos recursos se vuelven más efervescentes en los momentos de crisis. Estos a su vez, si no surgen espontáneamente, se hacen emerger con técnicas adecuadas.

A la luz de esta ilustración, el territorio europeo es asumido por los detentadores del capital global no como un agregado de naciones, con su historia, sus prioridades, sus especificidades y sus objetivos, sino nada más que una utilidad, un activo en acto o en potencial, adquirible cuando sea necesario para generar beneficio, si es necesario mediante una profunda recomposición social, identitaria, económica y, por tanto, mediante el trabajo y el sufrimiento, borrando demandas, necesidades, características, etc. de los pueblos y de las culturas. ¿Y el Estado, se podría decir, y los gobiernos? Pues bien, resulta incluso banal señalar que desempeñan el papel de figurantes, son los encargados de dar sentido a la noción de guarnición, vestidos con la librea de las fiestas para servir las mesas cargadas de comida de sus señores, mientras los mendigos no tienen más remedio que recoger las migajas que caen de la mesa de vez en cuando.

Volviendo al tema, es bastante evidente que los países europeos no son soberanos, y menos aún democráticos, como veremos. En su tiempo, nuestro Maquiavelo había definido las dos cualidades que permiten a un país ser clasificado como soberano: no tener soldados de otro país en su territorio y ser dueño de su propia moneda. Hoy hay que añadir un tercero, el control de los factores de producción, es decir, el trabajo (hoy globalizado, correspondiente al mínimo común múltiplo ) y el capital (insaciable y libre de moverse allí donde aumenta las ganancias, mediante la compresión del factor trabajo).

Los gobiernos y las clases dominantes -cuerpos etéreos que flotan en el aire como humo saliendo de una chimenea- no tienen control sobre lo anterior. No responden a demandas democráticas, no se mueven por valores éticos ni por las necesidades del pueblo, no persiguen el avance cultural, la equidad distributiva y la participación, sino que -a cambio de miserables recompensas en dinero, honores y carreras- sirven a los privilegios de la élite financiera, ese poder lejano situado en lugares incorpóreos.

En Europa, el Reino Unido, Alemania y Francia están a la cabeza de esos amigos del partido, quienes a su vez están bajo la correa móvil del sistema corporativo estadounidense, vinculados entre sí por intereses abiertos y encubiertos, chantajes y corrupción de todo tipo, bajo la campana del neocapitalismo globalista. Vale la pena repetirlo: los políticos electos brillan por su irrelevancia: después de todo, cualquiera puede ocupar un alto cargo político. Para ser ministro no hay necesidad de demostrar cultura, ética, preparación y aptitud. Lo único que importa es la voluntad de obedecer al contexto, adaptándose a la optimización de la función extractiva.

La Unión Europea es el lugar de selección oficial por excelencia, sobre el que se colocan individuos seleccionados por una particular insignificancia y propensión a la nulidad, encargados de aplicar sin preguntas molestas cada directiva que emana del Olimpo capitalista. La soberanía se ha externalizado, el gobierno (que las constituciones de los países miembros quieren que sea democrático) se ha privatizado, la democracia es hoy una mera representación formal. El voto no cambia nada, es puro cosmético, un producto estético que proyecta programas de televisión que quitan el tiempo para disfrutarlos tumbado en el sofá, después de cenar. La democracia, para reflejar la esencia del término, exige participación y respeto a los principios fundadores de un pueblo (la guerra fue repudiada hace décadas por nuestros padres después de la inmensa tragedia de la II Guerra, pero ese imperativo categórico es traicionado cada día por quienes gobiernan).

A la sombra de tales reflexiones, la guerra en Ucrania no es un conflicto geopolítico, sino un instrumento multicolor al servicio del capital globalizado. Este último ve a Europa como una tierra de saqueo. Todavía relativamente rico en recursos, pretende acelerar su desindustrialización, cortando sus lazos con la región euroasiática, inflando aún más, si fuera necesario, la deuda de los países miembros, fabricando un enemigo imaginario para militarizar un continente, dejando que el continente sea gobernado por lunáticos no electos que intimidan a los ciudadanos con guerras, crisis y emergencias prefabricadas.

La destrucción del Nord Stream no sólo fue un increíble acto de sabotaje por parte de un aliado, sino un acontecimiento crucial en la reestructuración estratégica de la economía europea. Todo el continente, especialmente Alemania, dependía del gas ruso. Los contratos de energía a largo plazo, baratos y confiables permitieron a la industria europea vivir y prosperar. Con la destrucción del gasoducto por parte de Biden se quemó el combustible que alimentaba el sistema. Hoy en día, la energía llega a Europa desde proveedores lejanos y precarios, en su mayoría estadounidenses (peones clave en la cadena de plusvalías globalistas) a precios cuadruplicados. A esto se suma el uso militar de la narrativa de la energía verde, lo que justifica el desmantelamiento de la industria pesada, la reducción de la capacidad de producción, la importación de tecnología y sistemas digitales intensivos en capital.

Como se ha señalado, la segunda función de la guerra en Ucrania es la militarización. Europa (es decir, los poseedores del capital global, que supervisan las fechorías de una tal Ursula Gertrud Albrecht, casada con el noble Heiko von der Leyen) ha decidido que se necesitan cientos de miles de millones de euros para construir armas y ejércitos para defender a Europa. Se trata realmente de crear una economía de guerra sin guerra: keynesianismo militar. Un gasto público tan masivo, concentrado en el sector privado de la producción bélica, exige una fuerte reducción de los servicios sociales, el deterioro de las infraestructuras y de los bienes públicos, mientras los productores de muerte (Raytheon, GE, Boeing, Lockheed Martin, Rheinmetall, etc.) ven cómo sus bolsillos se llenan aún más.

Paralelamente, la militarización se extiende al ámbito civil: medios de comunicación, educación, sociedad civil, todo está bajo vigilancia, sometido a estrictos protocolos de seguridad. La disidencia, demonizada o criminalizada, se clasifica como desinformación. El enemigo está dentro: el ciudadano que impugna la guerra expresa preocupaciones populistas.

El colapso económico de Europa no es un accidente que surgió de la historia como un rayo caído del cielo en agosto. Es el resultado de una planificación consciente. La inflación, los costos de la energía, la devaluación de la moneda y los shocks en la cadena de suministro sirven para marginar a la clase obrera, expandir la dependencia de las plataformas corporativas, erosionar el sector público y crear las condiciones para la centralización digital de la economía y las finanzas. Las políticas migratorias e identitarias buscan generar una fragmentación social controlada. Una sociedad fragmentada es más fácil de gobernar. Si los grupos sociales son agresivos entre sí, están menos inclinados a organizarse contra quienes están en el poder. Claro y sencillo.

Europa -en crisis demográfica estructural y harta del uso de la libertad y de la crítica- se precipita hacia el abismo de una crisis permanente, al borde perenne del colapso, lo que justifica la emergencia y la vigilancia de una población cada vez más inquieta. La condición de caos controlado no es evidencia del fracaso de la gobernanza, sino de su éxito. Esta estrategia no pretende garantizar la estabilidad y el progreso, sino únicamente optimizar beneficios y privilegios.

Como se ha señalado anteriormente, uno de los objetivos de la guerra en Ucrania es cortar los vínculos de Rusia y China con Europa. Ésta debe permanecer sumisa al capital globalista y estadounidense, esclavizada a la ideología de la guerra, de la OTAN (quizás con un matiz ligeramente diferente, pero siempre belicosa), de la deuda pública crónica o de las recetas persecutorias del FMI. La perspectiva de que los Estados-nación recuperen su soberanía debe ser destruida para siempre. Subordinada a súbditos lejanos, dueños de un capital inmenso, Europa debe convertirse en un enorme depósito de armas inutilizables (¡porque nadie quiere un holocausto nuclear!) producidas por sistemas hiperendeudados, desocializados, promiscuos, pero siempre obedientes a quienes se sientan en las montañas del capital globalizado.

Así, poco a poco, asistimos al ocaso de la civilización europea. La cultura, la economía, la política y el sistema ético de las naciones europeas están siendo vaciados. Europa no está siendo conquistada por ejércitos extranjeros, sino convertida, en apariencia pacíficamente, en un activo económico/financiero gestionado por los globalistas. No se trata de una crisis de liderazgo, que está completamente ausente, sino de una representación teatral como reflejo de la ontología de la mercantilización de la existencia humana.

Si alguien piensa que estas clases dominantes están fracasando, estaría equivocado. Ellos son los ganadores. No les interesa construir una Europa mejor, sino vaciarla y luego descartarla. Así como antes los reyes reinaban pero no gobernaban, hoy los gobiernos administran pero no gobiernan. Y si los europeos no entendemos el drama histórico de esta perspectiva, seguiremos confundiendo los síntomas con la enfermedad y buscando respuestas en las mismas instituciones e individuos que gestionan el colapso.

No se trata de conquistar territorios ajenos, sino de un conflicto para decidir los fundamentos éticos de nuestra sociedad en la era posterior al Estado-nación. Europa es el campo de pruebas, el resto del mundo seguirá el ejemplo.

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