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Brasil, Chile :: 04/01/2019

Golpes de Estado revolucionarios: Chile y Brasil

Marcos Roitman Rosenmann
Hay golpes revolucionarios en tanto crean un orden, cambian las reglas del juego y proyectan una nueva cultura política

No todos los golpes de Estado son forjadores de un orden revolucionario. Durante el siglo XX la mayoría de ellos tuvo un doble objetivo: frenar el avance de la izquierda y restaurar el antiguo régimen. Las fuerzas armadas se auparon con un rol protagónico. La plutocracia se sentía protegida y sabedora de contar con militares que cumplirían su deber llegado el momento. Su tarea no incluía cuestionar el poder de la plutocracia. Así, en América Latina hubo golpes de Estado que pasaron a constituirse en dictaduras de larga duración donde la alianza cívico-militar no alteró el modelo de acumulación de capital. El caso más notable, Brasil (1964-1985). El Estado militar se articuló bajo los principios del keynesianismo. No hubo intención de instaurar un nuevo orden económico. La prioridad se centró en reprimir el movimiento obrero y desarticular la izquierda social y política. Modernización con autoritarismo, ese fue el debate.

El llamado milagro brasileño no rompió las dinámicas de crecimiento hacia adentro o proceso de sustitución de importaciones. El consabido éxito cuajó una mezcla de represión, ideología de la seguridad nacional e ideas fuerza provenientes del modelo económico rostowniano de guerra fría. Seguridad, desarrollo y anticomunismo. La violación de los derechos humanos se tapó bajo el manto del milagro económico. Esta amalgama transformó a Brasil en potencia regional, dando pie a dos conceptualizaciones originales: Guillermo O’Donnell propuso la categoría de Estado burocrático-autoritario para caracterizar el modelo de dominación política, y Ruy Mauro Marini, desde la teoría de la dependencia, entendió el milagro como el surgimiento de un subimperialismo regional. Fue el caso más estudiado en los años 60 y 70 del siglo pasado.

Otros golpes de Estado fueron utilizados para corroborar la tesis emergente de caudillos militares, convertidos en déspotas, cuya ambición personal frustraría cualquier propuesta de modernización. Entre estos personajes que hacen fortuna e imponen un régimen de terror destacarían el paraguayo Alfredo Stroessner, el cubano Fulgencio Batista y la saga de los Somoza en Nicaragua. Stroessner sería derrocado por su consuegro, el también general Andrés Rodríguez, en 1989; mientras tanto, en Cuba (1959) y Nicaragua (1979), la caída de ambos dictadores sería consecuencia de una revolución popular, nacional, democrática y antimperialista.

Bajo la denominación de tiranos, déspotas y caudillos, dictadores como Leónidas Trujillo, en República Dominicana; François Duvalier y su hijo Jean-Claude, en Haití; Hugo Bánzer, en Bolivia, o Manuel Odría, en Perú, tuvieron en común vaciar la hacienda pública a cambio de amasar grandes fortunas. En Argentina, tres décadas de dictaduras, desde Juan Carlos Onganía (1966), Agustín Lanusse (1970) o Roberto Levingston (1971) y más tarde los integrantes de la junta militar –Jorge Videla, Emilio Massera, Orlando Agosti (1976-1982), Galtieri, Viola hasta Reynaldo Bignone (1983)– supuso una evolución de los regímenes cívico-militares hacia la degeneración ética y el desprecio absoluto por la vida. La desaparición física de miles de personas, los vuelos de la muerte y la violación permanente de los derechos humanos la identifican. Su rechazo posterior es parte de esa memoria recuperada en los Informes de la Verdad.

Durante las dictaduras se construyó un relato histórico en el cual los golpistas aparecían como forjadores de la patria, defensores de la familia y católicos practicantes. La Iglesia [y buena parte de la intelectualidad] los bendijo. Sus historias los señalaban como forjadores de la paz. Personajes con una inteligencia sin parangón. Tras su caída, caen en desgracia y la memoria colectiva los ubica en el estercolero de la historia.

Pero hay golpes revolucionarios en tanto crean un orden, cambian las reglas del juego y proyectan una nueva cultura política. En América Latina, el golpe cívico-militar chileno de 1973 reúne esas condiciones. El periodo dictatorial se considera forjador de un pacto social que se mantiene hasta hoy. Así, la violación de los derechos humanos pasa a un segundo plano: orden y progreso. El neoliberalismo se implanta a sangre y fuego. Eso lo homologa con el Brasil de hoy, a pesar de las diferencias. Si el milagro económico fue un colchón que ha facilitado una historia benigna de sus dictadores entre 1964-1985, hoy Jair Bolsonaro, presidente y exmilitar, los recuerda y reivindica. Si hubo modernización todo se justifica. En Chile, Pinochet es considerado por unos y otros un adelantado a su tiempo, el padre del milagro chileno y por ende exculpado por los crímenes de lesa humanidad. Así, los golpes de Estado tienen éxito si son capaces de pervivir a las dictaduras. Brasil y Chile son dos buenos ejemplos.

La Jornada

 

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