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Medio Oriente :: 19/10/2013

Israel no reconocerá una nacionalidad israelí para mantener el carácter judío a toda costa

Jonathan Cook
La nacionalidad en el régimen sionista no se basa en una identidad cívica compartida, sino en la identidad étnica propia: o judíos o árabes

Israel es probablemente el único país que miente a la comunidad global cada vez que uno de sus ciudadanos cruza una frontera internacional. Lo hace porque los pasaportes que emite contienen una falsedad. Cuando un funcionario de fronteras abre un pasaporte israelí para inspeccionarlo lo que es que declara que la nacionalidad del titular del pasaporte es la “israelí”. Y sin embargo, dentro de Israel, ningún funcionario estatal, ni agencia gubernamental, ni tribunal reconoce la existencia de una nacionalidad “israelí”.

Este mes, el más alto tribunal del país, el Tribunal Supremo de Israel, ha afirmado explícitamente que no podía ratificar la nacionalidad israelí. Por el contrario, los jueces han dictaminado que la ciudadanía y la nacionalidad en Israel deben considerarse categorías completamente distintas, como lo han sido desde la fundación de Israel en 1948. Todos los israelíes tienen la ciudadanía israelí pero nadie goza de la nacionalidad israelí.

Esta ficción de nacionalidad israelí que figura en los pasaportes israelíes y cómo se presenta a la comunidad internacional, no es meramente otra de las excentricidades legales de Israel. Es la piedra angular de la existencia de Israel como Estado judío —y de ello dependen muchas cosas.

Con esta sencilla falsedad, Israel consigue manipular a su población excluyendo a los refugiados palestinos de sus tierras y hogares mientras permite que millones de judíos emigren [a Israel]. Y el mismo engaño ha servido para encubrir un sistema de segregación en los derechos legales —una forma de apartheid— entre los judíos israelíes y la minoría palestina del país, que representa una quinta parte de la población total.

Mientras tanto, la necesidad de mantener el carácter judío del Estado a toda costa se está convirtiendo en el principal obstáculo erigido por Israel para impedir que se alcance un acuerdo de paz con los palestinos.

Entonces, ¿cómo funciona este truco de magia israelí? De manera perversa, la nacionalidad en Israel no se basa en una identidad cívica compartida como ocurre en la mayoría de los sitios, sino en la identidad étnica propia. Ello significa que para la inmensa mayoría de los ciudadanos israelíes su nacionalidad corresponde a una de dos categorías, o judíos o árabes. Es por ello que Israel debe falsear sus pasaportes: ningún funcionario de fronteras permitiría entrar a una persona cuyo pasaporte declarase simplemente que es “árabe” o “judío”.

La peculiaridad de este sistema de clasificación destaca además por sus anomalías. ¿Qué hace Israel con el pequeño grupo de no-judíos que se casan con un israelí y optan posteriormente por la naturalización? La respuesta es que el Estado puede elegir entre más de 130 nacionalidades. A “los que no encajan” —los que no son ni judíos ni árabes— se les asigna normalmente la nacionalidad que tenían antes de naturalizarse, sean franceses, británicos, estadounidenses, georgianos, ucranianos, etc.

En este sistema arcano hay mucho en juego y es por ello que desde 1948 el Tribunal Supremo de Israel ha fallado en tres ocasiones en contra de grupos de ciudadanos israelíes que han exigido el derecho a ser identificados como nacionales israelíes.

Este mes, ante una petición de un grupo denominado “Soy israelí”, los jueces han sostenido que el reconocimiento de tal nacionalidad pondría en peligro los principios fundamentales del Estado. En palabras del juez Hanan Melcer, unir la ciudadanía y la nacionalidad israelí iría “en contra tanto de la naturaleza judía como de la naturaleza democrática del Estado”. Anita Shapira, profesora emérita de Historia judía de la Universidad de Tel Aviv, coincide y ha declarado que los solicitantes han planteado una demanda “revolucionaria”.

Sin embargo, Aeyal Gross, profesor de Derecho de Tel Aviv, sostiene una opinión diferente. El fallo, escribía en el diario 'Haaretz', “seguirá sepultando la posibilidad de tener una verdadera democracia en Israel”.

Entonces, ¿por qué el Tribunal tiene tal aversión a la nacionalidad israelí? El concepto de ciudadanía en Israel proporciona alguna pista. Otro hecho incómodo es que Israel no cuenta con una, sino con dos leyes de ciudadanía: la famosa Ley de Retorno de 1950 otorga a cualquier judío del mundo el derecho de ir a Israel y recibir al instante la ciudadanía; la mucho menos conocida Ley de Ciudadanía, aprobada dos años después, confiere la ciudadanía en circunstancias muy restringidas a los no-judíos.

El propósito principal de la Ley de Ciudadanía de 1952 fue conceder la ciudadanía, con retraso y de mala gana, a la pequeña proporción de palestinos que consiguieron permanecer dentro de Israel en 1948 y a sus descendientes. Hoy en día son una minoría importante y cada vez mayor.

Pero como Israel no tiene una política de inmigración más allá de la Ley del Retorno, que se aplica sólo a los judíos de todo el mundo, la Ley de 1952 es asimismo la única vía por la cual un no-judío puede naturalizarse. En la práctica, se aplica únicamente a las escasas personas que anualmente contraen matrimonio con ciudadanos israelíes y que están dispuestas a entrar en un proceso de naturalización largo y por lo general antagónico. Una Ley adicional impide la naturalización a la mayoría de los palestinos fuera de Israel, así como a los ciudadanos árabes, incluso aunque hayan contraído matrimonio con un israelí.

El propósito de toda esta argucia legal es mantener la existencia de Israel como “Estado judío” —es decir, el Estado de la gente judía. En otras palabras, está diseñada para perpetuar un sistema que tiene dos objetivos esenciales: asegurar una mayoría judía dominante en Israel, y aplicar la segregación en la ciudadanía y en los derechos legales sobre la base de la pertenencia étnica.

Tal segregación es posible porque Israel, además de reconocer sólo las nacionalidades étnicas, solo confiere derechos nacionales a un grupo nacional, el de los judíos. De esta distinción legal arranca gran parte de la discriminación estructural de Israel: los palestinos que tratan de reclamar la igualdad incluso ante los tribunales, se enfrentan a un sistema jurídico en el que sus derechos cívicos como ciudadanos están siempre superados por los exclusivos y superiores derechos nacionales que goza la población judía.

Si el gobierno o los tribunales decidieran la existencia de una nacionalidad israelí, se acabaría este problema. El reconocimiento de una nacionalidad israelí, como saben muy bien los responsables del gobierno y los tribunales, supondría la igualdad entre los ciudadanos —o un “Estado de todos los ciudadanos israelíes”—, una democracia, como la minoría palestina de Israel ha venido reclamando en las urnas durante casi dos décadas.

La realidad es que un Estado judío requiere la segregación estructural: en la asignación de tierras, el 93% de las cuales han sido nacionalizadas para la población judía, y en recursos como el agua; en la residencia, que hace que los judíos y los ciudadanos palestinos vivan casi enteramente separados; en la educación, para la que los judíos y los ciudadanos palestinos tienen escuelas separadas y desiguales; en el empleo, donde vastos sectores de la economía se definen como relacionados con la seguridad, incluidos los sectores acuíferos, de la construcción y de las telecomunicaciones, y por lo tanto abierto sólo a judíos.

Pero, además, y de manera igualmente problemática, un Estado judío también privilegia a los judíos que no son ciudadanos, a los que viven en Brooklyn o en Londres [no tanto en Buenos Aires], por encima de los palestinos que tienen de hecho la ciudadanía. Lo hace a través de la bifurcación de [los conceptos de] ciudadanía y nacionalidad.

Porque desde el punto de vista de Israel en su definición de un nacional judío están incluidos los judíos de todo el mundo —incluso aquellos que nunca han puesto un pie en Israel—, que pueden adquirir una propiedad al Estado en la mayor parte del 93% del territorio que fue nacionalizado, la mayoría tomada por la fuerza a los refugiados palestinos. A los ciudadanos palestinos, por su parte, se les restringe mayoritariamente a vivir en el 3% de las tierras que han mantenido hasta ahora fuera del alcance del Estado.

En resumen, Israel se concibe a sí mismo no como representante principalmente de los ciudadanos israelíes, ni siquiera como representante de los ciudadanos judíos israelíes sino como representante de los judíos de todo el mundo —de los que tienen la ciudadanía, así como de aquellos que aún tienen que aprovecharse de la misma e inmigrar bajo la Ley del Retorno.

¿Qué tiene esto que ver con el proceso de paz? Dado que la presión internacional ha pedido a Israel en los últimos años que reconozca un Estado palestino, Israel ha planteado una nueva condición para que las negociaciones tengan éxito: la dirección palestina debe reconocer a Israel como Estado judío.

La mayoría de los observadores han asumido que esto tiene que ver con la necesidad desesperada de Israel de evitar que millones de refugiados palestinos reclamen el Derecho al Retorno. Parcialmente tienen "razón", pero por razones equivocadas.

El futuro de los refugiados ha formado parte durante mucho tiempo del dossier del estatuto final que ha de decidirse en conversaciones. Hasta la mayoría de los palestinos duda de que la Autoridad Nacional Palestina vaya a insistir en poco más que en el retorno simbólico de unos cuantos refugiados, sobre todo ancianos, a Israel. Así que plantear de nuevo esta cuestión, en términos de que se reconozca el carácter judío de Israel, resulta en gran medida redundante.

La lógica de Israel es un poco diferente. Israel necesita que el liderazgo palestino acepte su carácter judío como una forma de subvertir futuras reclamaciones de igualdad por parte de la minoría palestina de Israel. Si la minoría palestina lograra obtener la igualdad de ciudadanía —poniendo fin al extraño concepto de nacionalidad de Israel— entonces podría plantear reivindicaciones que revocaran la perversa realidad que conlleva la definición de Israel como Estado judío.

La más importante sería la reivindicación de poner fin a los privilegios especiales de inmigración que gozan los judíos. La minoría palestina insistiría en una ley de inmigración igualitaria que diera a sus familiares en el exilio los mismos derechos de convertirse en ciudadanos israelíes que los judíos de todo el mundo disfrutan actualmente. Y eso significaría un Derecho de Retorno por otros medios.

Así que al rechazar este mes una nacionalidad israelí, el Tribunal Supremo de Israel también ha jugado otro papel: empujar las esperanzas de un acuerdo de paz un poco más lejos aún.

Uruknet. Traducido para Rebelión por Loles Oliván Hijós

 

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