La derecha colombiana no logró su objetivo


El reciente atentado contra el precandidato presidencial derechista Miguel Uribe aflora como un fenómeno excepcional porque combina la dimensión de magnicidio (por el carácter nacional de la víctima) con la de su concurrencia al debate electoral, todo esto asociado al cúmulo de fantasmas que asuelan el imaginario nacional desde hace más de medio siglo. Pero también porque se ha cernido sobre el país como uno más (aunque esta vez atacó a la propia derecha) de entre los atentados contra los desmovilizados por los acuerdos de paz y toda una serie de líderes sociales, sindicales y ambientales, que no cesan.
Se trata de la más reciente de las manipulaciones macabras de un establecimiento político profundamente permeado por el juego de intereses e identidades propio de la ultraderecha mundial, que en el caso colombiano ha venido apretando el nudo de la conversión mutua de los jefes mafiosos en políticos y de los políticos en mafiosos, como lo ha señalado el analista León Valencia.
En esa oscura entraña, la política colombiana ha combinado desde hace décadas (como se pudo ver ahora con éste atentado) manipulaciones mediáticas y acciones directas violentas. Estas hoy están cerrando un círculo macabro que va del asesinato de cuatro candidatos presidenciales de la izquierda y del centro hace treinta y cinco años a la liquidación de varios partidos políticos por el asesinato de más de cinco mil militantes y activistas de la Unión Patriótica y del Nuevo Liberalismo, entre otros, pasando por los llamados «falsos positivos» (más de seis mil quinientas ejecuciones de jóvenes inocentes a los las fuerzas armadas oficiales intentaron hacer pasar por guerrilleros) y los atentados y asesinatos contra diversos actores públicos.
Esta farsa cruel de violencia, corrupción y «desarrollo» estuvo vigente en las décadas del boom petrolero y exportador de comienzos del siglo, centrada en la disputa por los recursos estatales que sustentan la salud y la seguridad social, que por designios neoliberales se encuentran en manos de los grupos financieros, así como por la continuidad de los negocios del narcotráfico por parte de actores cada vez más globalizados, duramente perseguidos por el gobierno actual por considerarlos no sólo como un problema social y económico sino también como un apoyo para la narco-política de la derecha nacional. Pero ahora estas prácticas han tocado fondo.
«No podemos volver al pasado», se dice en los medios ante el reciente atentado, mientras insinúan que es culpa del gobierno de Gustavo Petro. Pero todo ese ciclo que se quiere prolongar se ha empezado a revelar como un fantasma cada vez más vacuo, que hace evidente un intento de reversión forzada de la guerra fría y del chantaje del miedo en busca de la opinión favorable de las clases medias hacia una derecha cada vez con menos ideas, más allá del despojo y la corrupción. El reciente Concierto de la Esperanza, organizado al día siguiente del atentado en la Plaza Bolívar de Bogotá, con la concurrencia de más de cuarenta mil jóvenes, resulta de hecho un mentís a esas pretensiones.
Así, a la coyuntura electoral (anticipada de modo forzoso por la derecha como forma de impedir o distorsionar la continuidad de la acción gubernamental) se ha sumado ahora ese juego macabro alrededor del apretado nudo de la derecha colombiana. Este sector, en trance de asumir a su manera la dura y ciega transición mundial de un capitalismo caracterizado por guerras especulativas (militares, mediáticas y financieras) y la persecución de los migrantes, le pone sus acentos nacionales a la tentativa de impedir los progresivos procesos de cambio social y político que están en marcha.
El atentado resulta ser, por ello, una cínica y pírrica carambola a cuatro bandas: la del universo fantasmal de la derecha criolla, cuando atenta contra el nieto de Turbay Ayala, el presidente que hace medio siglo inició aquel contubernio de mafia, violencia y política, inspirado en la doctrina de la Seguridad nacional del Cono Sur; el del incierto escenario electoral de la derecha, fragmentada y sin horizonte político claro; el de la deslegitimación y desestabilización de primer gobierno de centroizquierda de la historia colombiana; y el de la contienda electoral misma, con una centroizquierda en proceso de unidad.
Pero ahora la verdad que anida detrás de las farsas macabras ha cobrado una mayor transparencia y las manipulaciones duran cada vez menos. Así, el sentido real de los hechos aparece de forma sincrónica con los eventos trágicos, mostrando desde los ojos de la multitud el gran control social que ella ejerce, en esta sinuosa pero consistente transición en curso. En ese marco, el nuevo gobierno también ha venido estrechando el marco de maniobra de la política tradicional, que ante la consulta popular sobre las reformas laborales propuestas intentó agitar el fantasma de la inestabilidad jurídica cuando cada vez resulta más evidente que se trata de unas leyes dictadas y administradas por esos mismos políticos-mafiosos.
Por ello la reciente farsa ha tenido efectos desiguales en cada banda de esa patética mesa de billar, tambaleante ante los irreversibles cambios desatados por el estallido social de hace cuatro años y la elección del nuevo gobierno progresista. Para ese proceso fueron decisivos los jóvenes hijos e hijas de los más de ocho millones de víctimas del despojo de tierras y del desplazamiento forzado, llevados de la mano por sus madres a los centros urbanos, donde se han hecho contemporáneos plenos del país y del mundo y están disputando su futuro y el de todos.
En efecto, durante sus casi tres años de ejercicio, el Gobierno actual ha forzado a los grupos dominantes a discutir y disputar en torno a una nueva agenda política, cuya legitimidad ha dejado de fundarse en el equívoco juego entre el «desarrollo» y la hipotética y siempre aplazada redistribución de la riqueza, pasando a centrarse en la igualdad, la justicia social y territorial, la integralidad de los derechos humanos y la inclusión social, política y económica, sobre la base del reconocimiento cultural y la irrupción de los conflictos sociales y ambientales como centro de las políticas públicas.
De este modo, en ese tinglado inocuo y macabro de la política de derecha aparece de forma cada vez más nítida lo que se ha venido incubando en el país durante las últimas décadas, desde el cambio del período histórico que se abrió hace cincuenta años con el cierre del Frente Nacional, cuya inestabilidad política, el carácter contradictorio del reconocimiento de derechos en la Constitución del 91 y las contra-reformas subsiguientes que, de forma paradójica, fueron subsanando la brecha entre el país político formal y el país nacional real.
Por ello, aunque no puede descartarse una tormenta de fondo (siempre posible por la articulación de las derechas criollas con el gobierno actual de los EEUU) el atentado sólo generó unos nubarrones, que apenas han podido oscurecer unos procesos inatajables de cambio social profundo, cuyo rostro político aún no acaba de aclararse pero cuyo cuerpo cierto ya palpita en la comunicación pública popular y alternativa. Pero, como plantea el viejo adagio, tras los nubarrones y a pesar de los grises que los caracterizan, amanecerá y veremos.
Jacobinlat