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Colombia :: 01/03/2024

La derecha intenta un golpe blando contra Petro

Carlos Cruz M.
Las élites colombianas están decididas a no dejar que Gustavo Petro cumpla todo su mandato. Mientras la justicia lo ataca, los cárteles de la droga siguen sin ser investigados

Era de esperar que las élites colombianas, que habían disfrutado del monopolio del Estado durante doscientos años consecutivos hasta hace veinte meses, intentaran obstruir la administración del presidente de izquierdas Gustavo Petro. Este esfuerzo por socavar el proceso de cambio ordenado por la mayoría de los colombianos ha implicado desde campañas de desinformación hasta el bloqueo de políticas en el Congreso, pero también ha habido estrategias más directas y sofisticadas para derrocar el proyecto progresista.

Después de que el aparato legal de Brasil se esgrimiera con éxito contra Luiz Inácio Lula da Silva y Dilma Rousseff, y el de Argentina contra Cristina Fernández de Kirchner, las élites colombianas están intentando hacer lo mismo con Petro, y su administración advirtió de un complot el año pasado. Si la estrategia de la derecha tiene éxito, significaría no solo la derrota del primer gobierno de izquierdas de Colombia, sino también una gran victoria para las clases capitalistas latinoamericanas y estadounidenses.

La venganza de Barbosa

Haciendo caso omiso del apartidismo político que se espera de su cargo, el último fiscal general de Colombia, Francisco Barbosa, ha declarado abiertamente su desprecio por el gobierno de Petro desde que el presidente juró su cargo hace diecinueve meses. En un flagrante abuso de poder, Barbosa y la fiscalía general intensificaron recientemente sus esfuerzos por socavar la administración en maniobras que solo pueden interpretarse como actos de lawfare. Esto forma parte del objetivo explícito de la derecha de acortar el mandato de Petro en el cargo más alto de Colombia.

Con el pretexto de luchar contra la corrupción, el fiscal general y el inspector general han empezado a atacar con más fuerza al equipo de Petro y a sus aliados. En primer lugar, allanaron las oficinas del sindicato de profesores del país, la Federación Colombiana de Trabajadores de la Educación (FECODE), alegando acusaciones inverosímiles de irregularidades en las donaciones a la campaña presidencial de Petro, y suspendieron al ministro de Asuntos Exteriores, Álvaro Leyva, bajo acusaciones de corrupción igualmente infundadas. Estas siguen a una investigación sobre el hijo de Petro, Nicolás, que supuestamente recibió dinero ilegalmente durante la campaña presidencial, aunque no hay pruebas de la implicación del presidente.

Tal vez lo más perjudicial sea que la Corte Suprema de Justicia ha paralizado recientemente la aprobación de tres candidatos propuestos por el gobierno de Petro para suceder a Barbosa, cuyo mandato finalizó el domingo, momento en el que fue sustituido por su igualmente problemático adjunto interino. Esta última medida tiene por objeto obstaculizar el nombramiento de un funcionario más cualificado y honrado que se incline por utilizar su poder para perseguir el crimen organizado y los casos de corrupción más sustantivos, en lugar de dedicarse a maniobras políticas o a perseguir a los manifestantes estudiantiles.

Tras el histórico levantamiento nacional de la primavera de 2021, por ejemplo, durante el gobierno del presidente de extrema derecha Iván Duque, las más altas instancias judiciales del país dedicaron gran parte de sus importantes recursos (que incluyen financiación estadounidense) a perseguir a los jóvenes manifestantes de clase trabajadora, y cientos de ellos fueron acusados infundadamente de terrorismo y condenados a largas penas en juicios dudosos criticados hasta por las Naciones Unidas.

En otras palabras, las más altas instancias judiciales de Colombia están hoy, como lo han estado durante décadas, celosamente requisadas por la clase dirigente del país --con el apoyo estratégico y material de EEUU-- como arma política. Aunque los principales medios de comunicación han tendido a reducir el actual conflicto del presidente con la Corte Suprema y el fiscal general a rivalidades personales entre funcionarios públicos, el conflicto puede caracterizarse con mayor precisión como la movilización por parte de las poderosas minorías del país del poder judicial para quebrar el movimiento de masas que pugna por transformaciones profundas.

Lawfare latinoamericano

El gobierno de Petro no es ni mucho menos el único gobierno de centroizquierda sometido a acoso judicial. Los dudosos procesos judiciales contra líderes progresistas se han convertido en una de las principales armas de las élites latinoamericanas contra la izquierda desde la década de 1980. Su uso coincide con el periodo de la estrategia de EEUU de presionar a los gobiernos de la región para que «modernicen» sus poderes y políticas judiciales.

Un estudio sobre el uso de lo que se ha denominado lawfare, publicado por el Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica (CELAG), rastrea cómo estas modificaciones de los aparatos jurídicos en América Latina se llevaron a cabo con el asesoramiento y la estrecha participación de ONG respaldadas por EEUU y organizaciones «para el desarrollo» como la Agencia de EEUU para el Desarrollo Internacional (USAID). Con el pretexto de atajar la corrupción política --presentada como explicación para los males y el atraso de la región--, las élites han sometido a una implacable persecución legal a los funcionarios gubernamentales inclinados a utilizar el poder del Estado para servir al público por encima del interés privado. Colombia, en particular, ha recibido esta «ayuda» para reformar su sistema judicial a instancias de organizaciones estadounidenses.

Ejemplos relativamente recientes de estos procesos judiciales, además de los mencionados en Brasil y Argentina, se han dirigido contra Rafael Correa y Jorge Glas en Ecuador y Bernardo Arévalo en Guatemala, entre otros. El actual intento de sabotear al presidente Petro en Colombia, en lo que él ha denominado un «golpe blando», es un caso clásico de este método de probada eficacia.

En Colombia, históricamente uno de los aliados más estrechos de EEUU en la región, las élites no son reacias a utilizar tácticas de terror, torturas, desapariciones y asesinatos para silenciar a los opositores y disidentes políticos. Sin embargo, su actual utilización de métodos más sutiles contra Petro y su administración es prudente. Pretenden evitar la agitación casi segura que desencadenaría un enfoque más típicamente violento contra el presidente. Los métodos más sanguinarios suelen reservarse (con excepciones, sobre todo teniendo en cuenta la larga historia colombiana de asesinatos de líderes políticos de izquierdas) para las masas sin nombre ni rostro de ciudadanos de a pie que, mediante la etiqueta de «anticorrupción», pueden perder la posibilidad de un futuro colectivo mejor.

El gobierno de Petro, al atreverse a aplicar las reformas radicales prometidas por su coalición durante su campaña electoral, ha inspirado la ira de un pequeño pero muy influyente sector de la sociedad colombiana que lucha con vehemencia contra cualquier amenaza a su dominio del poder. Esta vez, las élites pretenden utilizar el sistema judicial para destituir al gobierno elegido democráticamente y restaurar su monopolio sobre el poder estatal, realineándolo una vez más con la forma particularmente violenta de neoliberalismo capitalista por la que se conoce a Colombia.

La larga lucha contra Petro

Como principal representante de la izquierda popular del país, el presidente Petro ha sido durante mucho tiempo objeto de agresiones legales. Estos esfuerzos comenzaron hace al menos una década, cuando la Procuraduría General de la Nación lideró un experimento similar para destituirlo como alcalde de Bogotá, en un intento de inhabilitarlo totalmente para la política durante quince años dirigido por otro notorio extremista de derechas, Alejandro Ordóñez. La trama de aquel periodo se centró en una acusación de irregularidades en los contratos de recogida de basura en la ciudad, posteriormente desestimada por los tribunales.

Ordóñez supervisó la suspensión de algunos de los senadores más progresistas del país mediante una serie de procesos judiciales infundados, que finalmente fueron todos desestimados. Aunque sus casos contra Petro y varios senadores no prosperaron, fueron perjudiciales. Entonces, como ahora, las acusaciones por sí solas ayudaron sin duda a formar e influir en la opinión pública sobre los políticos de izquierda, y los medios de comunicación del país, propiedad de las grandes empresas, hicieron su parte con entusiasmo.

Como subraya el analista colombiano Javier Calderón Castillo, colaborador del estudio del CELAG sobre lawfare, estas agresiones no se distribuyen al azar, sino que se programan para lograr el máximo impacto político. El intento de Ordoñez de destituir a Petro de su alcaldía e inhabilitarlo para ocupar cargos políticos estaba calculado para frustrar su posible candidatura a la presidencia.

El presente esfuerzo, además de contribuir a generar una desconfianza general en el gobierno, está preparando el terreno para una ofensiva más fuerte que las élites y la oposición esperan que desemboque en la pronta salida de Petro del poder. En una reciente reunión pública, Fernanda Cabal --senadora proveniente de una familia de barones del azúcar-- instó a realizar mayores actos de desestabilización contra el gobierno y declaró que la tarea de la oposición era no dejar que el líder progresista terminara su mandato.

Los verdaderos criminales

Aunque el fiscal general saliente Barbosa es solo un actor en una lucha de poder más amplia entre clases, es fiel representante de la postura general de la clase dominante colombiana. Su afán por obstaculizar los esfuerzos del gobierno por transformar el país no se debe solo a su lealtad política a la extrema derecha; también tiene sus raíces en la autopreservación. Algunos informes, entre ellos uno publicado por una coalición de abogados defensores de los derechos humanos, sugieren que está impidiendo que se investiguen los cárteles del crimen organizado, conocidos por sus profundos vínculos con la extrema derecha del país, a la que Barbosa debe su cargo.

Los principales medios de comunicación de Colombia, en lugar de informar seriamente sobre la inacción de Barbosa en numerosas investigaciones que vinculan a los cárteles del narcotráfico con los cargos electos, se centran en historias sensacionalistas como las lujosas vacaciones del fiscal pagadas con dinero público y su promoción de funcionarios dispuestos a hacerle de perro de presa, entre otras. Escandalosas, sin duda, pero no tan relevantes como las acusaciones más graves que pesan sobre él.

El caso más famoso desechado por Barbosa es el del fallecido José Guillermo «Ñeñe» Hernández, un empresario con conocidos vínculos con los cárteles de la droga del que se dice que contribuyó a la campaña presidencial del expresidente Iván Duque. También hay pruebas de que el fiscal general utilizó su cargo para proteger al expresidente Álvaro Uribe --conocido por su mezcla de neoliberalismo y violencia paramilitar-- de ser juzgado por más de doscientos crímenes, entre ellos varias masacres, como las de El Aro, La Granja y San Roque.

Absurdamente, teniendo en cuenta las graves y contundentes acusaciones dirigidas contra él y sus aliados políticos, Barbosa ha comparado a Petro con Pablo Escobar, el capo del narcotráfico responsable de algunos de los crímenes más atroces del país durante las décadas de 1980 y 1990.

A medida que los amplios programas «anticorrupción» se aplican pérfidamente siguiendo el manual de Washington, funcionarios como Barbosa --ellos mismos impregnados de corrupción y criminalidad-- capitalizan ese esquema para socavar los proyectos políticos redistributivos. Si tiene éxito, el golpe blando que persiguen hoy en Colombia las élites tradicionales podría tener repercusiones adversas para las generaciones venideras. Ahora mismo, una política popular y de masas parece la mejor defensa contra el lawfare en Colombia y más allá, pero la historia reciente ha demostrado que no siempre es suficiente.

Jacobinlat

 

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