La iglesia católica siempre fue una institución del sistema


La iglesia católica es una institución de notable longevidad. Este año se cumple el 1700 aniversario del Concilio de Nicea, una cumbre de representantes de todas las comunidades cristianas convocada por el emperador Constantino para confirmar su afiliación cristiana y el nuevo lugar de la religión en el Imperio romano.
Desde entonces, la iglesia, en sus diversas confesiones, ha formado parte de la estructura de las sociedades de toda Europa y más allá. Ha sobrevivido no solo a cambios de régimen, sino también a cambios de modos de producción. Esta aparente continuidad esencial de la iglesia puede hacerla parecer un fenómeno ajeno a la comprensión materialista histórica de estas sociedades.
En Transiciones de la antigüedad al feudalismo, Perry Anderson la describió como un «objeto histórico extraño por excelencia, cuya peculiar temporalidad nunca ha coincidido con la de una simple secuencia de una economía o un sistema político a otro, sino que se ha superpuesto y sobrevivido a varios con un ritmo propio». La implicancia aquí era que el ritmo individual de la iglesia explicaba por qué «nunca había sido teorizada dentro del materialismo histórico». Sin embargo, tal teorización es posible.
Éxito y continuidad
Para los historiadores del siglo XIX, la pregunta de cómo el cristianismo pasó de ser un culto oscuro a convertirse en la religión oficial en toda Europa se respondía simplemente señalando lo que ellos consideraban su superioridad innata, ya fuera en su organización, su doctrina o ambas cosas. El historiador suizo Jacob Burckhardt, por ejemplo, argumentó que Constantino había elegido el cristianismo porque, a diferencia de otros cultos, veía en él el potencial para crear una iglesia que le ayudara a gobernar su imperio.
Aunque los historiadores pueden diferir en la identificación de las características que hicieron superior al cristianismo, la hipótesis subyacente siempre fue similar. De hecho, incluso Friedrich Engels utilizó una versión de este argumento cuando describió cómo el cristianismo ganó «lo que puede llamarse una lucha darwinista por la existencia ideológica», ya que su capacidad para atraer a las masas oprimidas le permitió «desarrollar su carácter de religión mundial por selección natural en la lucha de las sectas entre sí y contra el mundo pagano».
La idea de que el cristianismo estaba simplemente destinado a convertirse en dominante se ve ahora algo empañada por el hecho de que, como señala el historiador Peter Heather, los europeos modernos «han optado en gran número por no adherirse al cristianismo en la práctica, independientemente de lo que puedan indicar en los censos». En cualquier caso, aquella nunca fue realmente una idea que ofreciera una explicación materialista de la supervivencia secular de la iglesia.
Para explicar esa supervivencia es necesario comprender el papel que ha desempeñado la iglesia en el poder de la clase dominante a lo largo de vastos períodos de tiempo, desde el Estado antiguo hasta el feudalismo y luego a través de la transición al capitalismo. En ese sentido, es importante señalar en primer lugar que lo que Anderson llama la «continuidad esencial» de la iglesia a lo largo de su historia puede ser exagerada.
La iglesia que pasó a formar parte de la administración imperial a finales del Imperio romano era muy diferente de la iglesia medieval, que a su vez se transformó significativamente tras la Reforma. Parte de la historia de la supervivencia del cristianismo en general y de la iglesia institucional en particular reside en su capacidad de adaptación. Durante muchos siglos después de Constantino, la iglesia debió coexistir con la supervivencia de prácticas paganas, incluso en los lugares más insospechados. Los cánones aprobados en un concilio bizantino entre los años 691 y 692, por ejemplo, muestran que la población del Imperio bizantino, formalmente cristiano desde hacía casi cuatrocientos años, seguía cantando en la vendimia canciones en honor al pagano Dioniso.
Conocemos estas prácticas principalmente a través de los códigos legales que las prohibían. Sin embargo, el cristianismo de la Alta Edad Media siguió adoptando ampliamente festivales paganos preexistentes en el calendario cristiano y cristianizó otras prácticas paganas, como el uso de amuletos para protegerse de las enfermedades. La doctrina también cambió para satisfacer las necesidades de los nuevos creyentes. Cuando el cristianismo de la Alta Edad Media tuvo que ganarse a las élites militares aristocráticas, por ejemplo, promovió los versículos bíblicos más belicosos e introdujo prácticas como liturgias de acción de gracias por la victoria en la batalla.
Con el transcurrir de la Alta Edad Media, la iglesia se sintió progresivamente capaz de ser menos tolerante con las prácticas paganas que sobrevivían. Sin embargo, su capacidad de adaptación fue siempre una constante. Los sucesivos retos planteados por la concepción popular de la religión y del papel que debía desempeñar la iglesia --desde el movimiento reformista del siglo XI hasta la Reforma-- empujaron a la iglesia a una renovación continua. Aunque no siempre fue un camino fácil, el proceso dialéctico de cambio constante impidió que la iglesia se fosilizara y, muy probablemente, la ayudó a sobrevivir.
Cristianismo y clases sociales
Cualquier evaluación de las razones del éxito de la iglesia cristiana, que sobrevivió al fin del Imperio romano y se extendió por el Occidente medieval, debe tener en cuenta la clase o clases a las que la iglesia conseguía atraer. Es evidente que la difusión del cristianismo fue impulsada por las élites.
Esto no quiere decir que no hubiera cristianos sinceros entre el campesinado o los pobres urbanos, porque es también evidente que los había. La clave está en que la historia de la conversión al cristianismo del Imperio romano y, posteriormente, de los reinos romano-germánicos, es la historia de las decisiones de las élites de adoptar la religión y fomentar o imponer la conversión generalizada. No fue un proceso que se produjera de forma orgánica, ni encontró su impulso en el entusiasmo popular.
Desde una etapa muy temprana de la historia del cristianismo, esta religión atrajo a adeptos de las clases altas. Los historiadores ya no comparten la visión del cristianismo que presentó Engels, que lo presentaba como una religión de «los trabajadores y los oprimidos» del Imperio romano, al menos no una vez superado el siglo I. Es cierto que en el siglo III algunos escritores seguían acusando a las iglesias cristianas de intentar reclutar a «individuos necios y bajos, personas desprovistas de percepción, esclavos, mujeres y niños», pero se trataba de propaganda anticristiana. En el siglo II, las filas de los conversos al cristianismo ya contaban con algunos senadores romanos y administradores imperiales.
Este éxito en la captación de adeptos de la clase alta no fue cosa de un día para el otro. Aunque el cristianismo seguía siendo una religión minoritaria en el siglo III, entre sus seguidores se encontraban importantes aristócratas, como la familia de Constantino. El propio Constantino no se vio empujado a adoptar el cristianismo por un auge de la creencia popular, sino que decidió elevar lo que se había convertido en una afiliación religiosa creíble para la élite. Es muy posible que fuera su propia religión desde mucho antes de lo que cuenta la historia oficial de su conversión.
Una vez que Constantino anunció su conversión al cristianismo, esta se convirtió en la religión que debían adoptar los aspirantes a funcionarios imperiales si querían progresar. El estatus del cristianismo como religión imperial impulsó la cristianización de la burocracia imperial romana hasta tal punto que, cuando cayó el Imperio en Occidente, ambos eran prácticamente sinónimos. Ahora bien, ¿por qué el cristianismo no siguió el camino descendente de la administración imperial? ¿Cómo logró ser lo suficientemente atractivo para las élites posimperiales como para que lo adoptaran?
Conversiones reales
Los historiadores suelen interpretar las decisiones de los gobernantes individuales de convertirse al cristianismo en términos de las consideraciones políticas que las motivaron. La conversión podía establecer conexiones con potencias más grandes: la adopción del cristianismo por el rey Etelberto de Kent a principios del siglo VII, por ejemplo, lo vinculó al mundo franco al otro lado del Canal de la Mancha.
También podía reforzar alianzas ya existentes. La conversión del ejército vándalo que conquistó la provincia romana de África a mediados del siglo V proporcionó una religión unificadora a una fuerza que, tal como observa Peter Heather, estaba compuesta por «agricultores vándalos de habla germánica mezclados con grupos de nómadas alanos de habla iraní, algunos godos, algunos romanos y muchos otros». Sin esta religión común, los soldados no habrían tenido ni cultura ni lengua en común.
Desde este punto de vista, podríamos considerar que la posición que adoptó la iglesia como resultado de decisiones como estas era una cuestión puramente superestructural. La iglesia tenía un claro papel ideológico a la hora de justificar las pretensiones de supremacía de determinados gobernantes y posicionarlos como designados por Dios.
En la Alta Edad Media, este es particularmente el caso de los gobernantes carolingios. Carlomagno y sus sucesores, como apunta Chris Wickham, aspiraban «nada menos que a la creación de un marco moral colectivo para la salvación de todo el pueblo franco», con su gobierno en el centro. Con diversos grados de éxito, los monarcas europeos continuaron utilizando la idea del gobernante como una figura favorecida y designada por Dios --y por lo tanto situada por encima de otros aristócratas importantes-- a lo largo de todo el período medieval. Y dicha noción se trasladó al período moderno temprano como el derecho divino de los reyes.
Esta visión de las razones de la conversión considera a la iglesia como parte de la cultura de la sociedad medieval más que como un organismo que desempeñaba un papel propio en las relaciones feudales de explotación. En palabras de Perry Anderson, «su eficacia autónoma no se encontraba en el ámbito de las relaciones económicas o las estructuras sociales, donde a veces se ha buscado erróneamente, sino en la esfera cultural por encima de ellas, con todas sus limitaciones e inmensidad».
Por supuesto, esta perspectiva seguiría otorgando a la iglesia una importancia considerable. La existencia de la iglesia permitió la supervivencia del saber clásico y la alfabetización desde la época romana hasta la Edad Media, conservando parte de la cultura y las estructuras administrativas del Imperio Romano. De hecho, en gran parte de Francia, los obispos fueron fundamentales para la propia continuidad de la vida urbana después del fin del dominio romano. En términos generales, las ciudades que tenían obispos sobrevivieron, mientras que las que no los tenían tendían a desaparecer, incluso si anteriormente habían sido importantes centros imperiales.
Sin embargo, esta interpretación presenta a la iglesia como algo solo tangencialmente relacionado con la producción feudal, por ejemplo, en el sentido de que las instituciones eclesiásticas eran en sí mismas terratenientes feudales, o porque la administración secular hacía uso de los servicios de alfabetización que prestaba la iglesia. Ellen Meiksins Wood describe así a la iglesia como parte de los «patrones de orden social en Europa distintos de las relaciones característicamente "feudales" entre terratenientes, campesinos y reyes».
Para algunos, siguiendo el argumento de Edward Gibbon, la iglesia fue, de hecho, un obstáculo positivo para la economía feudal, ya que actuó como un lastre para la sociedad al apartar a tantas personas de la actividad productiva para que se convirtieran en monjes y monjas. El apoyo ideológico cristiano a la autoridad real tuvo un precio, o al menos eso parece.
Para otros, las circunstancias históricas permitieron a la iglesia desempeñar un papel más importante en algunos lugares en el desarrollo de la explotación feudal, pero no en otros. Chris Wickham resalta el papel de la iglesia en el proyecto carolingio y lo considera una fuerza que contribuyó al desarrollo de la explotación en Inglaterra. Sin embargo, según Wickham, esto no llegó a alcanzar un papel central en el sistema feudal en su conjunto, ya que en otros lugares, como Dinamarca, «la iglesia era un complemento, aunque importante, de los acontecimientos sociales y políticos que se estaban produciendo de todos modos».
iglesia y explotación
Sin embargo, es posible considerar que la iglesia constituía una parte esencial del sistema feudal y no un mero complemento de su funcionamiento. En cierto modo, esta parte sigue siendo ideológica, ya que la iglesia no solo proporcionaba la justificación del poder real, sino también del trabajo. Como sostiene Wood en relación con el uso carolingio de la iglesia: «El dogma y el ritual cristianos se hicieron para abarcar todos los aspectos de la vida con formas litúrgicas cada vez más complejas, poniendo un énfasis creciente en el pecado y en el papel correccional y disciplinario de la religión».
Pero esta función ideológica no representa todo el alcance de la utilidad de la iglesia bajo el feudalismo. También desempeñó un papel intensamente práctico, al permitir a los señores feudales controlar el trabajo de los campesinos y desarrollar su capacidad para explotarlos, ya fueran siervos o formalmente libres.
En toda Europa occidental, a partir del siglo X, las instituciones eclesiásticas lideraron la sistematización de la gestión de sus tierras trasladando a sus campesinos de asentamientos dispersos a aldeas más grandes, donde podían ser más fácilmente vigilados y controlados. La Gran Abadía de Cluny ya lo hacía en sus extensas tierras a finales del siglo X. Esto sirvió tanto de ejemplo como de bendición para que los señores seculares de la zona hicieran lo mismo.
El sistema de diezmos, por el que todo el mundo tenía que pagar una décima parte de sus ingresos a la iglesia, había contribuido a crear esta estructura fija en primer lugar, al asociar cada asentamiento a una iglesia a la que había que pagar los diezmos. La construcción de iglesias de piedra para estas aldeas las ancló en el lugar, limitando la capacidad de movimiento incluso de los campesinos libres. El sistema parroquial, desarrollado a finales del siglo XII, completó este proceso al poner el campo bajo el control absoluto de la iglesia.
La iglesia no solo estableció dónde trabajaban los campesinos, sino que también controló cada vez más el tiempo de trabajo, estableciendo el calendario de días laborables y festivos que regulaba el comportamiento laboral de los campesinos. Esto era así, en cierta medida, incluso en la Alta Edad Media. Gregorio de Tours, que escribió a finales del siglo VI, relata varios milagros que muestran cómo la iglesia organizaba el trabajo en beneficio de los señores seculares. Estos relatos recuerdan a su público que el poder de los santos podía castigar a cualquiera que desobedeciera las exigencias del tiempo de la iglesia. Una historia cuenta que un hombre insistió en trabajar en su viña en la festividad de San Avito: fue castigado inmediatamente, «su cuello se torció y su cara (...) se volvió hacia atrás».
Episodios como este muestran los peligros de trabajar cuando la iglesia lo prohíbe. La misma moraleja se aplicaría igualmente a quienes no trabajaban cuando debían hacerlo. Este control sobre el tiempo de trabajo se extendió durante la Edad Media hasta abarcar prácticamente todos los aspectos de la vida campesina, como revela el magistral diagrama de James Brundage sobre el proceso de toma de decisiones sexuales según los penitenciales.
Christine Caldwell Ames observa que la iglesia afirmaba su autoridad durante este periodo «a través de una variedad de medios interrelacionados que incluían a la Inquisición, una nueva autoridad ineludible sobre todas las almas y los cuerpos». La función de todo este control era aumentar el excedente de mano de obra extraído del campesinado mediante una gestión intensiva tanto del proceso de producción como de la reproducción de la mano de obra.
En esto, el feudalismo era fundamentalmente diferente del Estado antiguo, que por lo general no se involucraba tanto en la cuestión de cómo se producía el excedente, siempre y cuando se pagaran los impuestos. La iglesia proporcionó legitimidad a esta intensa explotación feudal.
Según sus doctrinas, los señores --ya fueran eclesiásticos o seculares-- no se limitaban a extraer por la fuerza los productos del trabajo de los campesinos (aunque, por supuesto, la amenaza de la fuerza siempre estaba presente). Recogían lo que Dios había ordenado a los campesinos que entregaran. Si bien cualquier señor podía apoderarse de las ovejas de los campesinos como un bandido, solo los señores de un reino cristiano podían beneficiarse de un campesinado bien organizado y gestionado para maximizar su explotación.
Por supuesto, hubo importantes variaciones regionales y temporales en la intensidad de la feudalización en la Europa medieval. Las zonas en las que el feudalismo aún no se había implantado plenamente, como algunas partes del sur de Francia antes de la cruzada albigense de principios del siglo XIII, son en muchos sentidos las excepciones que confirman la regla.
El mundo del Languedoc del siglo XII, donde las aldeas podían trasladarse o fortificarse a voluntad y donde muchos señores seculares se comportaban como bandidos, pone de relieve, por contraste, la intensa feudalización de zonas como Inglaterra y el norte de Francia. La iglesia no se limitó a sobrevivir a la transición de la Antigüedad tardía al feudalismo, sino que participó en la creación misma del sistema feudal.
El cristianismo como rebelión
Este relato del papel esencial de la iglesia en el feudalismo podría dar la impresión de que el cristianismo en la Edad Media solo se basaba en la explotación, un sistema de creencias unidireccional que se imponía a los campesinos en su propio perjuicio. Sin embargo, el uso del cristianismo para el control social tenía otra cara. Como resultado de la posición de la iglesia en el establecimiento y mantenimiento del control feudal, la disidencia religiosa --la herejía--, salvo la más académica, siempre tuvo un potencial inherente de protesta social.
Algunos movimientos heréticos parecen revueltas sociales evidentes. Esto es cierto en la iglesia primitiva, con ejemplos como los circumceliones, un grupo del siglo IV en el norte de África que fue denunciado como herético. Los circumceliones eran en su mayoría trabajadores agrícolas estacionales y luchaban contra la esclavitud y la explotación, tendiendo emboscadas a los viajeros ricos y obligándolos a correr detrás de sus propios vehículos «como esclavos».
Durante la Edad Media tenemos ejemplos como el hereje Éon de l'Étoile y sus seguidores, que actuaron en Bretaña en la década de 1140 y asaltaban monasterios e iglesias para luego darse un festín con el botín en los bosques. Éon creía que había recibido instrucciones de Dios y que las palabras de la liturgia iban dirigidas a él personalmente, pero el odio hacia la riqueza y el poder explotador de la iglesia también está implícito en sus acciones y en las de sus seguidores.
De manera similar, los seguidores de Fra Dolcino en el Piamonte a principios del siglo XIV atacaron ciudades e incluso rescataron a un líder militar local. Sin embargo, afirmaron claramente que se inspiraban en creencias religiosas: en la necesidad de la pobreza apostólica contra la corrupción de la iglesia y, cada vez más, en la proximidad del apocalipsis y su papel especial en él. Sostenían que estaban «sujetos solo a Dios y a ningún hombre, al igual que los apóstoles estaban sujetos a Cristo y a nadie más».
Sus creencias eran un claro desafío a la autoridad eclesiástica y, por extensión, a la secular. Bajo el liderazgo de Fra Dolcino, rechazaron explícitamente la sociedad dominante e intentaron construir una sociedad propia, con toda la confrontación con los poderes existentes que tal curso de acción implicaba.
Las revueltas urbanas también podían combinar llamamientos a la reforma religiosa con expresiones de protesta social secular. Arnold de Brescia, por ejemplo, lideró una insurrección popular en 1155 en Roma contra la corrupción clerical que mezclaba «idealismo religioso y radicalismo político», como observan Michel Mollat y Philippe Wolff.
En 1196, Londres fue escenario de una importante revuelta liderada por William Longbeard. Al igual que Arnoldo de Brescia, Longbeard era un hombre santo (lo que simbolizaba su larga barba), pero actuaba aquí en un papel no autorizado y no como representante de la autoridad eclesiástica. El suyo era un mensaje apocalíptico pero también revolucionario, que no se limitaba a reivindicar los derechos de los pobres sino que los asociaba con los salvados y a los poderosos, con los condenados.
El potencial de la expresión religiosa como canal de protesta social fue significativo incluso cuando los movimientos en cuestión no terminaban en una revuelta abierta. En cierto modo, los individuos que abandonaban sus vidas y sus posesiones para llevar una vida nómada y ascética no hacían más que seguir el ejemplo de los apóstoles de los Evangelios. Sin embargo, el entusiasmo popular por la pobreza apostólica y por quienes la practicaban podía suponer un desafío para la iglesia y las autoridades seculares a lo largo de toda la Edad Media. Incluso cuando la propia iglesia aprovechaba ese entusiasmo religioso popular, como en el movimiento de la Paz de Dios a finales del siglo X y principios del XI, siempre existía la posibilidad de que los movimientos de reforma religiosa se convirtieran en vehículos de protesta popular.
Estos rebeldes religiosos no encubrían sus objetivos seculares con lenguaje religioso, ni sufrían de una falsa conciencia al asumir el marco religioso de su explotación. Así como el cristianismo se había convertido en parte intrínseca de la explotación feudal, las ideas de reforma religiosa fueron parte genuina de la resistencia a esa explotación a lo largo de todo el período medieval. El desafío que esto planteaba a la iglesia era real, pero la capacidad de adaptación que requería también era esencial. La dialéctica de desafío y respuesta que establece la religión como protesta social forma parte de la historia de la supervivencia de la iglesia.
La iglesia después de la Edad Media
Dada su riqueza y su posición como parte del establishment, era probable que la iglesia sobreviviera de alguna forma a la transición del feudalismo al capitalismo. Sin embargo, cabe señalar que los primeros gobernantes modernos mantuvieron y ampliaron el interés medieval por el control ideológico, tanto en los Estados protestantes (donde el Estado secular se hizo con el poder sobre la iglesia) como en los católicos.
La intensa gestión de las almas de los ciudadanos como medio para controlar la producción continuó, ya fuera a través de la Inquisición o de otras formas de aplicación de la ley, tanto seculares como eclesiásticas. Esto demuestra la continua relevancia del cristianismo para la explotación, incluso en una época en la que muchos Estados rechazaban la autoridad de la iglesia católica y del papa.
El papel desempeñado por los esfuerzos de conversión cristiana en la historia del colonialismo europeo demuestra cómo, incluso en la época moderna, las clases dominantes europeas veían el cristianismo como una fuerza con un útil efecto disciplinario sobre la mano de obra. Los intentos sistemáticos y recurrentes por imponer la asistencia a la iglesia a la clase trabajadora también dan testimonio de estas actitudes. En Inglaterra, por ejemplo, la asistencia a la iglesia era teóricamente obligatoria hasta el siglo XIX, con requisitos más estrictos pesando sobre la clase trabajadora o los residentes de asilos u hospicios.
La historia moderna de la iglesia católica, en particular, ha demostrado su dificultad para adaptarse al liberalismo. Sin embargo, la centralidad de la iglesia en los sistemas de explotación desde el siglo IV ha hecho que siga constituyendo una parte institucional de los Estados católicos, tanto en Europa como (colonialismo mediante) en todo el mundo.
El hecho de que esto siga siendo así hoy en día no es tanto un comentario sobre la naturaleza de la religión en sí misma, ni sobre las características específicas del cristianismo, sino un recordatorio de lo mucho que el capitalismo heredó del modo de producción anterior. La iglesia era una parte intrínseca del feudalismo y precisamente por eso sigue entre nosotros hoy en día.
Jacobinlat