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Argentina :: 07/06/2005

"La justicia argentina es escandalosamente parcial"

lavaca.org
Conversación con Roberto Gargarella, el autor del libro "El derecho a la protesta: el primer derecho"

Roberto Gargarella es abogado y sociólogo. Ha estudiado leyes en las universidades de Buenos Aires y Chicago y realizado un post grado en Oxford. Ahora, es profesor de Derecho Constitucional en la UBA y la Universidad Di Tella y también en altas casas de estudio de Nueva York, Barcelona y Oslo, donde se encuentra en estos días. La enumeración no es inocente: intenta acreditar el perfil académico del autor de un libro cuyo título es -lamentablemente- una rareza jurídica. "El derecho a la protesta: el primer derecho" acaba de ser publicado por la Facultad de Derecho de la UBA y representa un aporte doctrinario que ataca con los botines de punta a la criminalización de la protesta social.

Gargarella restablece, a lo lago de 265 páginas, un orden jurídico que la justicia argentina pareciera haber traspapelado. Analiza fallos, cita autores, reflexiona sobre argumentaciones y propone algunas ideas para remediar eso que llama "miseria jurídica" y que representa una pata más de la exclusión. Defiende el derecho a la resistencia, al piquete, a criticar al poder público y sienta en el banquillo de los acusados a un Estado que es responsable del estado de las cosas. Dice Gargarella: "Si el Estado con una mano infiere agravios a ciertos grupos y con la otra les tapa la boca o al menos no les asegura una posibilidad sensata de quejarse, entonces tenemos frente a nosotros un problema público de gravedad. Y toda mirada que se concentre, exclusivamente, en las anécdotas de la capucha, la goma quemada, los torsos desnudos, no merece ningún respeto jurídico".

A través de un mail, lavaca le propuso las siguientes preguntas, que atraviesan los temas de su libro y también la actualidad: Chabán y María Julia, los presos de la Legislatura y el mentado "garantismo", entre otros.

Usted habla en su libro de "desesperación jurídica" al referirse a quienes protagonizan las protestas sociales. Enumera las responsabilidades del Estado en la construcción de una situación que los deja sin alternativas: "Esta desesperación se debe, de modo habitual, a la falta de satisfacción de sus necesidades básica (vivienda, alimentación, trabajo) combinada con la ausencia de remedios institucionales genuinos frente a tamañas y masivas violaciones de derechos". Y plantea la interrelación entre "derechos de algunos y falta de derechos de muchos, creadas por el Estado". ¿Que rol cumplen en la construcción de esta "desesperación jurídica" los jueces que han procesado a más de 20 mil ciudadanos por participar de protestas sociales?

Bueno, como siempre, son muchos los matices que uno debiera introducir. Pero, de todos modos, me animaría a decir que, en general, la justicia de nuestro país -tal vez de modo algo más extremo que la justicia en otros países, pero tampoco de modo mucho más extremo- sigue siendo una justicia estructuralmente sesgada, y ello es lo último que uno quiere de la organización judicial. Para decirlo, provisionalmente, de modo brutal, diría que en sus esferas superiores, nuestra justicia se encuentra claramente sesgada en materia de clase social (media/alta), género (masculino), raza (blanca), religión (católica), e ideología (conservadora). Esto es lo que detectan todos los pocos estudios sociológicos que se han hecho sobre nuestro sistema judicial. Y lo grave es que, esperablemente, esos sesgos aparecen traducidos luego en los contenidos de muchos fallos. Sin ninguna duda, la gran mayoría de los fallos que criminalizan la protesta -basta leerlos- muestran un sesgo clasista muy pronunciado, que en todo caso sólo resulta matizado por la piedad cristiana, más que por una ética de los derechos.

Uno de los ejes de varios de los artículos de su libro se centra en la idea de respetar el derecho a criticar al poder público. Cita, entre otras cosas, al juez William Brennan, de la Corte Suprema norteamericana, que relaciona estas formas de protesta con el desigual acceso a los medios de comunicación. Dice Brennan: "los métodos convencionales de petición puede ser, como suelen serlo, inaccesibles para grupos muy amplios de ciudadanos. Aquellos que no controlan la televisión o la radio, aquellos que no tienen capacidad económica para expresar sus ideas a través de los periodicos o hacer circular elaborados panfletos, pueden llegar a tener un acceso muy limitado a los funcionarios públicos". ¿Se puede inferir entonces que existe una relación directa entre la política de exclusión de los años 80/90, la concentración en la propiedad de los medios y los piquetes como forma de ejercer el derecho a la libertad de expresión?

No sé ni puedo probar que los tres hechos se encuentren vinculados en términos causales, aunque intuitivamente creo que sí lo están. Desde ya, la concentración económica y la concentración de los medios de comunicación son un mismo fenómeno. Mientras tanto, los cortes de ruta, al menos en algunos casos importantes, son una pura manifestación de la dificultad que tienen algunos grupos para hablar y ser escuchados. Notablemente, ese resulta ser el comentario, también, de muchos de sus principales protagonistas: "de otro modo no nos prestan atención" -sostienen. Y es por esto que la cita de Brennan tiene interés: si éste es realmente el caso, si el Estado con una mano infiere agravios a ciertos grupos y con la otra les tapa la boca o al menos no les asegura una posibilidad sensata de quejarse, entonces tenemos frente a nosotros un problema público de gravedad. Y toda mirada que se concentre, exclusivamente, en las anécdotas de la capucha, la goma quemada, los torsos desnudos, no merece ningún respeto jurídico. La prioridad es escuchar y salir en ayuda de estos grupos, como sugería lúcidamente Brennan, desde una posición no dogmática, humana y de mera buena fe, como la que corresponde adoptar en estos casos.

Usted propone crear "derechos especiales" para los más desfavorecidos como forma de equilibrar la exclusión social provocada por un Estado injusto. Es, paradojalmente, la única manera de tratar a todos por igual: reconocer las diferencias. Las llamadas minorías -raciales, feministas- han librado una batalla que ha dejado precedentes positivos en este sentido. ¿Es la hora de plantear a los derechos sociales de las mayorías excluídas como una de las prioridades de la nueva agenda de derechos civiles y humanos?

Una de las virtudes de los derechos ha sido siempre su carácter universal. Sin embargo, en los últimos años, muchos han propuesto con razón la necesidad de pensar en derechos especiales, dado que -en buena medida como resultado de sesgos como los mencionados más arriba- las normas jurídicas se han mostrado indebida y sistemáticamente hostiles hacia ciertos grupos, lo que ha redundado también en un status público degradado: las mujeres sufren de violencias que el derecho no sabe mirar, las personas de color no acceden a las posiciones de poder en las esferas económicas y políticas, los pobres acceden a la educación más pobre, los discapacitados parecen también discapacitados jurídicos. De allí que, como es el derecho el que los ha desplazado a una situación de ciudadanos de segunda clase, es el derecho quien debe salir primero en ayuda de estos sectores, para librarlos de la situación en que los ha colocado. Para ello, y por ejemplo, puede verse obligado a crear derechos, esta vez sí, especiales, destinados a ponerle fin a las situaciones de miseria jurídica que él mismo ha creado. El derecho debe asegurar que nadie sea perjudicado o beneficiado por razones ajenas a su responsabilidad, en lugar de consagrar y garantizar una situación de este tipo, como hoy lo hace.

En momentos donde la actualidad argentina plantea un debate sobre la llamada doctrina garantista de los derechos, su libro plantea una pregunta crucial: para qué sirven los derechos. Su posición es que sirven "ante todo para dar protección a la autonomía individual", para que "cada individio desarrolle libremente su plan de vida". Y asegura: "el sistema democrático merece ser defendido porque es (y en tanto sea) el mejor medio a nuestro alcance para permitir que la vida de cada uno dependa fundamentalmente de cada uno". Incluso que "el Estado encuentra en el respeto más firme de tales derechos el fundamento mismo de su propia legitimidad ". ¿Es una concepción basada en la experiencia que surge de ciudadanos que han debido defenderse de un Estado como el argentino?

En sus aspectos más básicos no, y eso es en todo caso lo que resulta interesante. En principio, en la Argentina, como en una mayoría de países democráticos, podemos reconocer un doble compromiso constitucional: un compromiso con la democracia y un compromiso con los derechos. Idealmente, la sociedad -entiendo yo- debiera organizarse institucionalmente de modo tal de permitir que las cuestiones de interés público sean pública o colectivamente resueltas (y a ello apuntan las cláusulas democráticas de la Constitución), y las cuestiones personales, relacionadas con la vida privada, queden exclusivamente a cargo de cada uno (y para ello sirven, en su mayoría, los derechos). Luego, uno debe precisar este esquema en relación con las prácticas propias de cada país. Para tomar el caso de la Argentina, y de modo muy resumido, creo que la vida política -marcada por una ruptura representativa y la ausencia de herramientas apropiadas para el control- reclama todavía una lucha por su democratización, del mismo modo en que la actual ofensiva anti-garantista exige que estemos en guardia permanente para defender y expandir la esfera de nuestros derechos personales.

Cuando analiza las consecuencias institucionales del 19 y 20 de diciembre, usted plantea: "Nos encontramos con un sistema institucional que finalmente limita nuestra posibilidad de expresarnos políticamente (dejándonos solo unas toscas piedras en las manos) , desalienta el diálogo público y elimina nuestro poder de decisión. Dicho poder de decisión, por lo demás, es dejado en custodia de una clase política alejada de nuestro alcance y bajo la supervisión última de un Poder Judicial sobre el cual no podemos operar constitucionalmente (ni para nombrarlos, ni para exigirles cambios en sus decisiones, ni para removerlos) . El sistema institucional así viene a expropiar nuestras capacidades de decisión sobre las cuestiones públicas que más nos interesan." En este sentido, en casi todos los fallos que han criminalizado la protesta, los jueces han remarcado -como un elemento disciplinador- el precepto constitucional que determina que "el pueblo no delibera ni gobierno sino a través de sus representantes". Aparecería así, claramente, dos funciones del Derecho que la crisis ha marcado a fuego: la que intenta restablecer por la fuerza las representaciones cuestionadas y las que, como la suya, interpretan que el sistema de representación es el que debe -forzosamente- replantearse. ¿qué chances tiene este debate en una Argentina en donde los derechos constitucionales se degradan a códigos de tránsito?

Nuevamente, y más allá de los matices que haya que introducir, creo que tu distinción es acertada. Hay sobre todo dos miradas muy distintas sobre cómo interpretar y aplicar el derecho. Lamentablemente, el control de las decisiones se encuentra -de modo fundamental, pero por suerte no exclusivo- en manos de quienes proponen las lecturas más conservadoras del derecho. La única fortuna, si es que alguna, es que los cultores de esta postura se encuentran en su mayoría muy pobremente formados (mis alumnos leen algunos de estos fallos, tanto como los comentarios dogmáticos que los expertos del derecho hacen sobre ellos, y se sienten inclinados a la risa, que en todo caso contienen por la gravedad de lo que en esas decisiones está en juego). De allí que sea muy importante que quienes no participamos de esa mirada opresiva y a la vez elitista sobre el derecho nos eduquemos y les ayudemos a ver que dicha mirada no sólo es moralmente reprochable, sino además jurídicamente difícil de sostener.

Desde hace ya 10 meses, hay 15 hombres y mujeres en la cárcel acusados por manifestar contra el Código Contravencional frente a la Legislatura porteña. Entre otros delitos, se los acusa de privación ilegítima de la libertad, con toda la connotación que tiene esta figura en un país que le ha costado tanto que la justicia sancione a los responsables del terrorismo de Estado. Abogados de organismos que han, durante 25 años, bregado por que se acuse a los represores por la privación ilegítima de la libertad de los desaparecidos y detenidos en campos de concentración clandestinos, deben ahora defender a vendedores ambulantes y prostitutas que participaron de una manifestación de protesta, de la misma figura. ¿Puede este Poder Judicial ponerse a la altura de lo que debería representar la aplicación del Derecho en un país en donde lo legal y lo justo ha quedado tan desfigurado?

Me interesa tu pregunta tanto como la analogía que marcás. Es indignante, es ofensivo, que prostitutas y vendedoras ambulantes carguen hoy con penas que pudieron nacer y justificarse para combatir crímenes atroces a los ojos de la conciencia universal. Aunque no hay que extrañarse, ésta ha sido una estrategia habitual del derecho: concebir a las normas invocando las buenas razones, y ejecutarlas de espaldas, con desprecio a ellas. Nadie dice -al menos no es lo que me interesa decir a mí- que los desarrapados de la sociedad no merecen ser reprochados por los crímenes o violencias que cometan. Pero esta ausencia de proporciones, esta incapacidad para distinguir matices, clama al cielo, y nos obliga a preguntarnos acerca de las razones para obedecer, respetar y ofrecerle lo mejor de nosotros al derecho.

Más allá de los aspectos técnicos o doctrinales, la coincidencia temporal en la liberación de personajes como María Julia Alsogaray u Omar Chabán alimentan la percepción popular de una justicia dependiente de las internas electorales, de las presiones políticas y de priviligar los derechos de quienes más tienen. Por otro lado, la llamada "familia judicial" ha reaccionado a los comentario oficiales reclamando el derecho a la independencia de los jueces. Parece difícil escapar de este falso dilema: la justicia se percibe como una ámbito de consagración de la impunidad y, al verse en el espejo de la opinión pública, se siente agredida por las presiones. ¿Se le ocurre cómo restablecer el diálogo?

Otra vez, nadie nos tiene que obligar a dar respuestas en bloque, esquemáticamente y sin tonos grises, aunque la simplificación que domina nuestra vida pública a veces parece forzarnos a ello. Tenemos que resistir estas tendencias para decir, por ejemplo y por un lado, que muchos de nuestros jueces tienen razón cuando advierten que la justicia debe ser independiente, y que el poder político no debe entrometerse indebidamente con ella (lo que no quiere decir que el poder político no pueda o no deba dialogar públicamente, a veces de modo duro, con los funcionarios judiciales). Por otro lado, podemos reivindicar, como merece ser reivindicado, el garantismo jurídico que nos exige respetar aún -y sobre todo- a nuestros enemigos. Y si les corresponde la libertad, antes que una dudosamente constitucional prisión preventiva, debemos asegurar que la obtengan. Pero nuevamente, nada de ello obsta a que digamos, al mismo tiempo, que la justicia se muestra, en una mayoría de casos, escandalosamente parcial, y que es ello, y sólo ello, lo que explica que nuestras cárceles sean el espacio de inhumanidad que son hoy, y que su composición (tanto en sus presos como en sus presidiarios) sea tan impúdicamente homogéneas en términos de raza y clase social.

 

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