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Europa :: 16/01/2019

La revolución alemana de noviembre de 1918: ¿la hora de la revolución mundial?

José Luis Martín Ramos
El amotinamiento de los marinos de Kiel y la insurrección popular que implosionó el Imperio

La orden del 28 de octubre de 1918, del alto mando de la marina alemana, para que la escuadra fondeada en Kiel abandonara el puerto y se dirigiera hacia el Mar del Norte, inició acto seguido un proceso de desobediencia de la marinería, que impidió su cumplimiento y acabó derivando en una cadena sucesiva de sublevaciones populares en toda Alemania, con absoluto predominio de los trabajadores y participación destacada de los dos partidos socialistas entonces existentes, el “mayoritario”, que mantenía la denominación de SPD, liderado sin discusión por Ebert , y el “independiente”, USPD, nucleado en torno al rechazo del apoyo a la política de guerra pero sin un claro liderazgo.

El motivo principal fue el choque entre el hartazgo de una guerra -que se daba por perdida después del fracaso de las ofensivas de primavera y verano y la ruptura del frente alemán el 8 de agosto- y las últimas maniobras de altos mandos militares, apoyados en el emperador Guillermo II, que no buscaban ya la victoria sino, resignándose a su renuncia, descargar sus responsabilidades en los dirigentes políticos y salvar su supuesto honor. Esas maniobras, fueran políticas como las de Ludendorf o expresamente militares como las del mando naval, hicieron temer una prolongación del conflicto que ya no fue aceptado de ninguna manera por quienes eran sus primeras víctimas. Ludendorf, adjunto del jefe del Estado Mayor Hindenburg pero de hecho quien ejercía el poder real, exigió a finales de septiembre atender a las condiciones de Wilson, pedir un inmediato armisticio e iniciar la reforma parlamentaria del Imperio para conseguir la paz definitiva; desplazaba así las responsabilidades hacia el poder civil, que hasta entonces había ninguneado.

Una parte de ese giro radical, para evitar la que las tropas aliadas entraran en territorio alemán y se consumara la derrota, se cumplió con la formación el 5 de octubre de un nuevo gobierno imperial encabezado por el príncipe Max de Bade, en el que por primera vez se integró el SPD que hasta entonces se había circunscrito a defender la política de guerra desde el parlamento. Pero no la segunda, Wilson se negó a negociar el armisticio hasta que no se produjera un cambio real en la cúpula del Imperio, apuntando al Kaiser y al poder militar, dejando sin espacio de maniobra al gobierno Max de Bade, si no se producía la abdicación de Guillermo II para empezar. La crisis de la política de guerra fue una evidencia pública, pero las reacciones de Lundedorf, rectificando y planteando seguir la guerra ante las exigencias de la Entente, la orden dada a la armada y, al día siguiente de ésta, el abandono de Guillermo II de Berlín para instalarse en Spa, sede del Estado Mayor, sin comunicarlo al gobierno, disparó por todas partes el mismo temor que había motivado el amotinamiento de los marinos de Kiel y la insurrección popular que implosionó el Imperio. 

El 3 de noviembre estalló la insurrección en Munich que cuatro días más tarde derrocó a Luis III de Baviera, el 6 de noviembre el levantamiento se extendió a Hamburgo y Bremen, el 7 a Hannover, el 8 a Colonia, Brunswick, Düsseldorf, Leipzig y Frankfurt y el 9 de noviembre llegó a Berlín; Guillermo II, que rechazó la abdicación que le venía proponiendo el gobierno Max de Bade desde el 1 de noviembre, no tuvo más remedio que abandonar y marchar de Alemania ante la constatación de que ni Hindenburg estaba dispuesto a defender su continuidad. El levantamiento popular se había convertido en revolución, y constituido por todas partes consejos de diversa composición, integrados muy mayoritariamente por miembros del SPD y del USPD y en las fuerzas armadas por soldados y marinos que tendían a alinearse con esas dos fuerzas obreras principales. Aunque Max de Bade dimitió y pasó la responsabilidad de la cancillería a Ebert, líder del SPD, con la esperanza de que éste pudiera contener la insurrección y dar una salida de continuidad, formando un nuevo gobierno del Reich con los mismos integrantes políticos que el último de Guillermo II, Ebert solo pudo ser un canciller nominal entre el 9 y el 10 de noviembre. El cambio político e institucional desde arriba, para conseguir el armisticio y la continuidad del Reich, fue desbordado desde abajo y Scheideman, del SPD, y Liebknecht, del USPD proclamaron cada uno por su parte y respectivamente la República a secas, desde el Reichstag, y la República Socialista, desde el Palacio Real. Ebert abandonó la operación continuista que le trasladara Max de Bade y accedió a constituir en Berlín un Consejo de Delegados del Pueblo compuesto por 3 representantes del SPD , él mismo, Scheidemann y Landsberg, y tres del USPD, Haase, Dithmann y Barth. La protesta de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, líderes del grupo espartaquista integrado hasta entonces en el seno del USPD, no tuvo ningún eco.

La fórmula del gobierno revolucionario compartido entre los dos partidos socialistas se extendió por toda Alemania, incluyendo en Baden y Meklenburg-Schwerin también a los denominados por aquellos “partidos burgueses”. La revolución iniciada por el levantamiento popular en Kiel, sin que respondiera a ninguna consigna partidaria explícita sino al rechazo de la guerra y de sus responsables, se había impuesto ¿cuál sería, empero, su connotación definitiva? ¿una revolución política republicana, como la anunciada por Scheidemann o una revolución social cuya forma política habría de decidirse desde abajo, como habían defendido Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht y, a pesar de no haberlo conseguido en un primer momento, era también deseada por gran parte de los insurrectos y del USPD? La disyuntiva, semejante a la planteada en el Imperio zarista en 1917, de cuya revolución se importaba el término consejo (soviet) habría de resolverse entre diciembre y enero, en condiciones muy diferentes de las de 1917; pesando sobre ella no la guerra sino su fin, sin que se produjera un hundimiento generalizado del aparato estatal – cuyo desarrollo era incomparable con el zarista -, atendiendo a una correlación de fuerzas que no era desfavorables a la socialdemocracia reformista, sino al contrario, y con el fantasma de la prolongación de la guerra –acabada la mundial- en términos de guerra civil e intervención militar de la Entente como se había producido en el extinto Imperio zarista.

No se trataba únicamente de un interrogante nacional. Desde que la amenaza de una “gran guerra” fue cada vez más verosímil, en el movimiento obrero europeo, en la socialdemocracia en particular, surgió la idea – o la esperanza, si se prefiere- de que la única respuesta para evitarla, o para acabar con ella si aquello era imposible – lo que era lo más probable – es que fuera al mismo nivel una “gran revolución” ; así lo defendieron Rosa Luxemburgo, Lenin y Martov en el Congreso de Stuttgart de la Segunda Internacional, en 1907, en una moción en la que proponían que si la guerra estallaba había que “intervenir para hacerla cesar rápidamente y utilizar con todas sus fuerzas la crisis económica y política creada por la guerra para agitar a las capas populares más amplias y precipitar la caída de la dominación capitalista”[1].

El holandés Anton Pannekoek dio a esa respuesta el término preciso de “revolución mundial” y con esas dos palabras amenazó el viejo Bebel –fundador del SPD- al Reichstag en 1912. Tras estallar la guerra, Lenin sostuvo de nuevo, con subjetiva objetividad, que la catástrofe que se estaba produciendo no podría no desencadenar esa revolución mundial. Y cuando la rusa estalló en febrero de 1917 uno de sus argumentos para proponer que su salida fuera una revolución social y no solo política fue que aquello no era sino el inicio del proceso mundial; por eso mismo, al tiempo que orientaba a la facción bolchevique de la socialdemocracia rusa en ese sentido, propuso ir hacia la constitución de una nueva Internacional, que – en coherencia con sus concepciones organizativas y sobre la relación entre masa y vanguardia – se constituyera en el “estado mayor” (el lenguaje militar había acabado contaminándolo todo) de la revolución. Una nueva internacional, ni continuadora ni reconstructora de la Segunda, que nacería del propio hecho revolucionario para, actuando como “partido mundial”, darle esa orientación correspondiente. La nueva internacional habría de contar con los sectores de la socialdemocracia que se habían enfrentando resueltamente al revisionismo y a las políticas reformistas(los liderados por Rosa Luxemburgo en Alemania, Pannekoek en Países Bajos, Bordiga en Italia…), así como con otros segmentos del movimiento obrero, de orientación revolucionaria, presentes en el nuevo sindicalismo industrial (la CGT francesa, la Industrial Workers of the World de Estados Unidos, la Unión Sindical Italiana…), pero, sobre todo, necesitaba y había de partir, de acuerdo con el criterio de Lenin, del hecho revolucionario; no podía ser fruto de ningún movimiento de oposición, como el aglutinado en la Conferencia de Zimmerwald contra la guerra, ni de ningún esfuerzo estrictamente orgánico.

Era la revolución mundial como hecho presente el que haría posible y al propio tiempo imprescindible a la nueva Internacional. La revolución rusa, su desenlace en octubre, abría la puerta a la revolución y al partido mundial; sin embargo, Lenin y la dirección bolchevique no dieron de manera inmediata ningún paso para para impulsar a este último. La revolución rusa se había anticipado, pero no sólo había de atender en sus primeros meses a su supervivencia – lo que no estaba en absoluto claro en 1918 – sino que por sí misma, sola, no podía significar todavía la “revolución proletaria mundial”. En su defensa de la paz de Brest-Litovsk ante el Comité Central del Partido Comunista Ruso (bolchevique) en marzo de 1918, Lenin rechazó la idea de una guerra revolucionaria que partiera de desde Rusia hacia el Oeste para promover el levantamiento en los países centrales del capitalismo y sostuvo que había que mantener la supervivencia del estado soviético – para lo que era imprescindible el tratado de paz – a la espera de que tal levantamiento se produjera por sí mismo y la revolución mundial dejara de ser “un magnífico cuento, un hermoso cuento”. Cuando estalló la revolución de noviembre en Alemania el “hermoso cuento” pareció empezar a hacerse realidad, exactamente un año después de que su anuncio se hubiera hecho en el Imperio Ruso; confirmado por el hecho de la fundación del Partido Comunista Alemán, KPD, el 30 de diciembre de 1918, por la fusión de la Liga Espartaco de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht y el grupo marxista revolucionario de Bremen seguidor de las tesis de Lenin desde el comienzo de la guerra. Fue entonces, y no antes, cuando el PCR (b) decidió convocar mediante un comunicado, publicado en Pravda el 24 de enero de 1919, la celebración de un Primer Congreso de la Internacional Comunista[2].

La historia iba a ser muy diferente a esa previsión. Para empezar el desarrollo de la revolución alemana no siguió la pauta de la rusa y tuvo un desenlace muy diferente, aunque en sus primeras horas no lo pudiera parecer. Todos los territorios del Imperio quedaron rápidamente bajo el gobierno de ejecutivos similares al que se autoconstituyó en Berlín: integrado por partes iguales por el SPD y el USPD en Prusia, Sajonia y Baviera; con participación de ambas formaciones y mayoría de los “independientes” en Hamburgo, Bremen y Brunswick; y con mayoría de los “mayoritarios” en Würtemberg y Hesse; e incluso integrado por partidos “burgueses” en Baden y Mecklemburgo-Schwerin. La revolución había triunfado, y el nuevo poder – una primera diferencia con lo que había sucedido en el Imperio Zarista – se consolidó muy rápidamente, en días.

De entrada, el sustituto de Lundendorf, Groëner, se puso a disposición de Ebert y del Consejo el mismo día 10; al siguiente, se firmó el armisticio, consiguiéndose el objetivo que había sido razón de la insurrección iniciada en Kiel. Resuelta la cuestión de la guerra, el Consejo recibió otras dos noticias que consolidaban su posición. El 15 de noviembre se firmó el pacto Stinnes-Legien entre la patronal y los sindicatos, por el que se reconocía a éstos como interlocutor colectivo, la aceptación de los comités de fábrica, la jornada de ocho horas, la prohibición de los sindicatos amarillos de empresa, un vago principio de reconocimiento de la participación social de los trabajadores en las empresas y otras mejoras materiales a cambio del reconocimiento por parte de los sindicatos del sistema empresarial – “de las relaciones de propiedad existentes”[3], implícito en la constitución del organismo conjunto de la ZAG (Comunidad Central de Trabajo de los Empresarios y Trabajadores Industriales y Profesionales de Alemania) ; un acuerdo que venía a apoyar, por el hecho mismo de su firma y por lo que prometía de mejora de las condiciones materiales de las clases trabajadoras, la opción reformista de la socialdemocracia y a reforzar el liderazgo de Ebert, resuelto defensor de esa opción y de que la revolución de noviembre no desbordara el marco de una revolución política democrática. Días más tarde, el 25, el Consejo de Delegados del Pueblo fue reconocido formalmente como nuevo gobierno de Alemania por la reunión en Berlín de todos los consejos territoriales que se habían venido constituyendo.

La movilización social, las ocupaciones de los cuarteles, la presencia en las calles y los centros de trabajo de las organizaciones obreras seguía en pie; sin embargo, el estado no había hundido, sólo el régimen imperial que ya nadie quiso defender, y el nuevo poder, en el que Ebert y el SPD tenían la principal iniciativa, confirmaba su autoridad a un ritmo muy acelerado, nada que ver con la fragilidad e inestabilidad de los gobiernos provisionales en Rusia. Quedaba por decidir cuál era el contenido de la revolución y la vía para concretarlo; algo que, en la práctica, estaba en manos de los protagonistas del levantamiento y la formación de la nueva red de poder, en última instancia de sus organizaciones, el SPD y el USPD. En la confrontación de sus propuestas el SPD tuvo siempre una posición de ventaja: la suya era única, coherente, defendida de manera homogénea por el partido y apoyada por los sindicatos, y todo ello se traducía en un liderazgo claro, el de Ebert. La propuesta del SPD era circunscribir la revolución a la instauración de una república democrática, en la que el liderazgo socialdemócrata pudiera desarrollar el programa reformista que habría, según sus concepciones, de llevar a Alemania hacia el socialismo, de manera evolutiva; si eso ya se correspondía con el ideario reformista, la deriva de la revolución rusa hasta la ruptura de octubre de 1917, la toma del poder por los bolcheviques y la posterior guerra civil, reafirmaba al SPD en el objetivo y la vía de la república democrática, para cuya instauración el primer paso habría de ser la celebración de elecciones para una Asamblea Constituyente. Ebert no era sólo un líder, expresaba la posición unánime en su partido, de una buena parte de las clases trabajadoras, empezando por las encuadradas en los sindicatos que habían firmado el pacto del 15 de noviembre con la patronal, y tuvo también la aceptación de parte de las clases medias que no podían confiar en ninguna otra formación y ningún otro líder para encauzar el hundimiento del imperio hacia una salida que no fuera la revolución social. Para Ebert tenía que haber una línea de continuidad en el estado alemán, en su cambio de imperio a república, en el que era imprescindible el mantenimiento del aparato de estado y el funcionamiento de la administración pública, de manera que todas las reformas sociales se habrían de producir a partir del acuerdo final de la Asamblea Constituyente y no antes.

Por el contrario el USPD era un partido de conveniencia, surgido de la coincidencia de revisionistas, reformistas y revolucionarios de la socialdemocracia opuestos al apoyo del SPD a la política de guerra; en él figuraban desde Bernstein y Kautsky hasta Rosa Luxemburgo, pasando por una amplia gama de pacifistas revolucionarios como Kurt Eisner, líder de la revolución en Baviera, o Hugo Haase, presidente del partido. No tenían una posición ni común ni clara sobre el desenlace de la revolución y sus instrumentos. El sector más moderado, aquel en el que militaban Bernstein y Kautsky, defendían el camino de la Asamblea Constituyente, aunque a diferencia del SPD preconizaban que el Consejo de los Delegados del Pueblo desplegara ya una política de reformas sociales que consolidara la hegemonía de la socialdemocracia e iniciara la evolución hacia el socialismo; las elecciones a la Asamblea Constituyente no habían de ser convocadas hasta que aquel camino se hubiese emprendido. Frente a él la mayoría del USPD, con Haase, Eisner, Ledebour, proponían la instauración inmediata de una república socialista sobre la base de los consejos a través de la toma en ellos de esa decisión por mayoría; en esa posición general se encontraban también los espartaquistas de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, aunque con un matiz diferencial: no había que esperar pasivamente a aquella toma de decisiones mayoritaria y había que desbordar al Consejo de los Delegados del Pueblo mediante una constante movilización en la calle, una gimnasia revolucionaria que sellaría, más que cualquier decisión institucional, el destino de la revolución.

Lastrado por su división interna el USPD no pudo imponer una agenda propia y Ebert, consciente del momento de la revolución, en el que la calle estaba todavía por encima de las decisiones institucionales, tampoco pretendió sin más imponer la del SPD. La disyuntiva habría de resolverse en el Primer Congreso de Consejos de obreros y soldados de toda Alemania (405 obreros y 84 soldados), que se desarrolló en Berlín entre el 16 y el 20 de diciembre. La correlación de fuerzas presente entre los asistentes reflejó una más que amplia mayoría del SPD, partido al que pertenecían 292 delegados, frente a 84 del USPD y solo 10 de la Liga Espartaco, en proceso ya de ruptura con el USPD. En consecuencia, el Congreso de los Consejos votó por 400 votos contra 50 la convocatoria de elecciones a Asamblea Constituyente para el inmediato mes de enero; no solo había ganado el SPD sino que buena parte de los delegados afiliados al USPD habían votado a favor de la propuesta de Ebert y eso se producía no en un parlamento de democracia representativa, sino en una asamblea del movimiento de los consejos. Quedó claro a quién apoyaba la mayoría de la clase trabajadoras alemana; por más que Rosa Luxemburgo quiso consolarse diciendo que el congreso había representado a los soldados[4], equivocando el análisis y situando en el aislamiento al KPD. No fue la única que se equivocó, también lo hizo el USPD cuando decidió retirarse del Consejo de los Delegados del Pueblo y de los consejos gobernantes en Prusia y Sajonia como protesta por el violento desalojo el 24 de diciembre de un grupo de marinos que habían ocupado la Cancillería y secuestrado al socialdemócrata mayoritario Otto Wels, que había sido nombrado comandante militar de Berlín por el Consejo de obreros y soldados de la ciudad. Esa retirada dejó al USPD sin capacidad de maniobra institucional, días después de que el Congreso de los consejos reforzase desde abajo la autoridad de Ebert.

Las elecciones a la Asamblea Constituyente se celebraron el 19 de enero de 1919, con derecho a voto de hombres y mujeres a partir de los 20 años y una participación del 83%, dejando en evidencia el fracaso de las llamadas a la abstención, hechas en el campo del movimiento revolucionario por el KPD. Ni siquiera los graves sucesos que se produjeron de nuevo en Berlín, entre el 4 y el 15 de enero, en protesta por la destitución por el nuevo gobierno de Prusia del Prefecto de Policía, Eichhorn perteneciente al USPD, torcieron la agenda de Ebert. Un “comité revolucionario” encabezado por el Ledebour, del USPD, llamó a la huelga general armada. Al movimiento insurreccional propiciado por los “independientes” se sumó inicialmente el KPD; aunque al comprobar que no había ninguna posibilidad de extenderlo por toda Alemania la dirección comunista se retiró del comité y pasó a proponer consignas defensivas (el desarme de los cuerpos contrarrevolucionarios que habían empezado a constituirse, la elección de nuevos delegados en los consejos de obreros y soldados), pagando, a pesar de todo, el alto coste del asesinato de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht por alguno de esos cuerpos armados cuya disolución se reclamaba. En esta ocasión Rosa Luxemburgo había comprendido sin autocomplacencias la situación real en su artículo “El orden reina en Berlin”, publicado el 14 de enero en la prensa del KPD, reconociendo de hecho el “éxito y progresiva acotación de la revolución democrática” (Ferran Gallego, 2001).

La revolución socialista no podía hacerse contra la revolución democrática. Aunque la revolución democrática quedase manchada a su vez por la dura represión emprendida por Noske, al que el Consejo de los Delegados del Pueblo le dio plenos poderes y en cuyo uso recurrió a la forma de una tropa con mandos del antiguo ejército imperial y cubrió, en la práctica, la acción de los incipientes cuerpos francos contrarrevolucionario[5]; las tropas fusilaron a detenidos aplicándoles la ley de fugas (Noske lo justificó) y los cuerpos francos fueron responsables del asesinato vengativo de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, el 15 de enero cuando hacía tres días que el movimiento insurreccional en Berlín había quedado neutralizado. Se puso ya entonces en evidencia que recurrir al aparato del estado imperial tenía costes elevados, no tanto por lo que llegó a suceder en los años treinta (el ascenso del nazismo al poder tiene un complejo de causas diferentes que van desde las cargas que la “paz cartaginesa” de Versalles arrojó sobre la nueva república hasta la suicida respuesta deflacionista a la crisis de 1929, que permitieron amalgamar el nacionalismo con el descontento social de las clases medias en torno al rechazo de la república) sino porque estimuló la reacción contrarrevolucionaria que se manifestó en la multiplicación de los cuerpos francos generando un clima de confrontación civil – no creo acertado hablar de guerra civil -, asesinatos políticos como los de Kurt Eisner y Hugo Haase en febrero y noviembre de 1919 y finalmente el putsch de Kapp y Ludendorff, entre el 13 y el 17 de marzo de 1920, que estuvo en un tris de derribar a la recién constituida república y llevó a Noske a dimitir del gobierno, ante la evidencia de las concesiones que había realizado a los enemigos de la revolución democrática en su obsesión de sofocar la continuación de las movilizaciones revolucionarias.

La insurrección de enero, impropiamente calificada como “espartaquista”, y su sangrienta represión no impidieron ni la celebración de las elecciones a la Asamblea Constituyente ni el éxito obtenido en ellas por Ebert y el SPD que obtuvo once millones y medio de votos, el 38%, y 165 diputados del total de 423. Un resultado suficiente para seguir liderando el proceso de la revolución democrática, pero insuficiente para gobernarlo en solitario, aunque ello redundaba en la previsión preferida por la dirección socialdemócrata, la de la alianza con el Partido Demócrata y con el Partido del Centro, católico. La situación en las calles distaba de estar controlada, hasta el punto de que Ebert impuso que la Asamblea Constituyente se instalara en Weimar, a salvo de las presiones sociales que se mantenían en Berlín; en ésta siguió instalado el gobierno, integrado a partir del 18 de febrero por el SPD y sus dos aliados, así como Ebert elegido Presidente del Reich, republicano, el 11 de febrero. Prosiguieron las movilizaciones revolucionarias que seguían reclamando una república de consejos (en Bremen y el Ruhr en enero, en marzo en Berlín, también en Brunswick, Leipzig, Magdeburgo, en abril en Munich) y su represión sangrienta por las tropas de Noske y los cuerpos francos, con un saldo de algunos millares de víctimas, muchos más que el levantamiento general de noviembre de 1918.

No se alteró el desenlace marcado entre el acuerdo del Primer Congreso de Consejos de toda Alemania y las elecciones a la Asamblea Constituyente, pero la permanencia de aquel estado de movilización y la pérdida de apoyo del SPD en favor del USP (en las elecciones de junio de 1920 el SPD obtuvo solo algo más de seis millones perdiendo casi la mitad de sus votos, en tanto que el USPD saltó de los 2,3 millones obtenidos en 1919 a 5, amenazando invertir la correlación entre ambos) siguió alentando la esperanza de que Alemania, ni tan pronto ni tan rápidamente como se había esperado en 1918, fuera el nuevo eslabón – éste central – roto de la cadena capitalista, un paso definitivo hacia la revolución mundial, la justificación histórica de la Internacional Comunista cuya constitución había sido convocada en diciembre de 1918 y llevada a cabo a partir de marzo de 1919. Esa será otra historia; la de la República “de Weimar” no se alteró en lo fundamental después de superar la grave crisis de marzo de 1920, a pesar de los fracasados intentos insurreccionales comunistas de marzo de 1921 y de octubre de 1923 que esperaba capitalizar el año terrible de la ocupación del Ruhr por las tropas francesas y el brutal clímax final de la superinflación. No sólo no se alteró, entró a partir de 1924 en un breve “edad de oro” abruptamente interrumpida por la crisis general de 1929.

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Notas:

[1] Citado por Amaro del Rosal, Los Congresos Obreros Internacionales, vol 2. Grijalbo, México, 1958.

[2] Aldo Agosti, La Terza Internazionale. Storia documentaria, volumen 1, primera parte, Editori Riuniti, Roma, 1974. También Los cuatro primeros congresos de la Internacional Comunista. Primera parte.
Cuadernos de Pasado y Presente. Córdoba (Argentina) 1973, que incluye el estudio de Ernesto Raggioneri “Lenin y la Internacional Comunista”.

[3] Ferran Gallego, De Munich a Auschwitz. Una historia del nazismo, 1919-1945, Plaza Janés, 2001. El primer capítulo es una síntesis de la revolución, con amplias referencias bibliográficas.

[4] De acuerdo con el testimonio de Paul Frölich, Rosa Luxemburgo. Vida y obra (1939), versión en castellano de Editorial Fundamentos, Madrid, 1976.

[5] Gustav Noske, La revolución alemana. Seix Barral, Barcelona, 1921, traducción castellana de Manuel Reventós.

José Luis Martín Ramos es catedrático emérito de Historia Contemporánea.
Universidad Autónoma de Barcelona. Especialista en historia del movimiento obrero y de la guerra civil española. Su último libro: Guerra y revolución en Cataluña. 1936-1939, Crítica, Barcelona, 2018.
https://derehistoriographica.wordpress.com

 

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