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México :: 12/11/2023

México y el dios que no volvió

Anacleto Molinari
Se instaló ya la nueva forma de organización social: el narcomachismo. La muerte sangrienta, cotidiana, la guerra que comenzó en la cocina, con armas adquiridas en EEUU

El 2 de noviembre es el día de los Fieles Difuntos en el calendario religioso católico. Para los mexicanos representa una fecha clave en su agenda propia, cuando regresan sus muertos por un camino de pétalos de cempasúchil: semidioses o santos personales, que le "hacen el paro" a sus parientes, los arropan con una transtemporal presencia y a cambio de los manjares que encuentran en el altar, socorrerán a los vivos en otras épocas del año. Un simbolismo exuberante y floridos rituales como una galaxia cultural de milenaria memoria, que a todo le dan sentido y razón; fiestas populares que han sido incluso reconocidas por la UNESCO como patrimonio cultural inmaterial de la humanidad.

Sinceramente, esos pactos con los muertos y su reminiscencia prehispánica, han quedado atrás: este año se ahogó la cosecha de flores de intenso color naranja, empleadas para los altares, y muchos campesinos perdieron todo su trabajo tras los graves desórdenes climatológicos, si no es por la flor proveniente de China, los comerciantes no hubieran tenido nada que vender. Además, ya lo sabemos, la tradición se transformó en una película de Disney; el antiguo mito mexicano del camino al Mictlán, recorrido por las almas de los muertos con la guía de un perro Xoloescuincle, encontró autor y propiedad privada en la americana cinta animada por Pixar, Coco (2017).

Hoy en día ya no hay tradición sino fotos para Instagram y los más jóvenes asumen que "el día de muertos", es una fecha para disfrazarse con temas del Halloween, o bien, una ocasión para desfilar por una céntrica avenida de la Ciudad de México, vestidos al modo de otra película gringa, 007 Spectre (rodada en esta ciudad en 2015), para imitar un desfile de calaveras, donde lo importante es reciclar la utilería de James Bond y no las creencias de los abuelos; así, de utilería, son los nuevos referentes de la mexicanidad.

Y qué mejor síndrome para diagnosticar que hoy México está muerto, al menos herido de muerte y dejado a su suerte, como el día que desapareció Acapulco bajo los efectos de un meteoro apocalíptico, que en pocas horas del 25 de octubre pasado, destruyó el turístico puerto, emblemático del México que se nos fue. Pero, como en una novela propia del gran José Revueltas, México aun no se ha dado cuenta de que ya "chupó faros" y desesperado busca. Escarba la tierra con picos y palas, buscando a los miles y miles de desaparecidos, que esos sí, no están muertos en la cuenta de la guerra, aunque tampoco se sabe si viven ni dónde están.

Porque a diferencia de la extraordinaria novela El luto humano (Revueltas, 1943), en la que los protagonistas muertos velan a su niña muerta, en la Era de Coco no hay cuerpos para velar, ni rituales que celebrar. Lo que hay es la Nueva Gringolandia, la sumisión a los intereses económicos de los EEUU, el "valemadrismo", la estridencia de los políticos que anestesia el dolor; lo que hay es un pueblo que, como Acapulco, quedó a merced de la rapiña y el lucro.

Y sí, la identidad cultural de lo mexicano está en estrecha relación con la muerte. La canción del popular José Alfredo dice que "la vida no vale nada", quizá es cierto, porque lo que vale es la forma de morir y el camino que a partir de ahí se inicia, lo que vale es saber que se ocupará un lugar de culto en el altar familiar. Una tradición que permite aceptar lo irremediable con cierta alegría, ternura, con danza y fiesta para saberse trascendente. Sin embargo, esta concepción está colapsando rápidamente en las últimas décadas. Miles de familias, madres, hermanos, campesinos, han dejado de tener el control sobre los muertos y sus rituales, en virtud de que algunos de sus miembros han sido víctimas de la desaparición forzada, que en México es política de Estado.

Los 43 estudiantes de Ayotzinapa, representan el signo icónico de esta pesadilla, después de 9 años de la desaparición forzada de estos jóvenes normalistas, el 26 de septiembre de 2014, sigue siendo imposible llegar a saber quiénes son los responsables de tal ignominia. El pacto de impunidad que permitió que este acto de escarmiento ocurriera sigue vigente hasta el día de hoy.

La práctica sistemática de la desaparición forzada es quizá la consecuencia más grave de la narcotización de la economía en este país; más de cien mil desaparecidos en México en pocas décadas, cifra superior a la de cualquier otra tragedia golpista, ocurrida en nuestro continente. El pueblo argentino sabe de lo que hablo, las abuelas de Plaza de Mayo lo han advertido, la desaparición forzada es una metodología macabra para acabar con la gente que no se somete.

En México, los gobiernos empezaron esta clase de represión selectiva contra la disidencia política en la década de los sesentas del siglo pasado, pero hoy día parece ser también un ejercicio militarizado de control demográfico, así como también es la base del despojo de territorios y recursos a los pueblos indígenas mexicanos. Toneladas de huesos anónimos son vertidos al Golfo de México en Tamaulipas, un número indeterminado de cuerpos humanos son preparados para convertirse en alimento de animales exóticos, propiedad de capos y de famosos, toda una maquinaria para borrar a la gente; y las madres buscadoras no se detienen a pesar de que son acosadas, perseguidas, asesinadas por develar las complicidades de gobernantes y cárteles de la droga, en la delirante pérdida de sus hijos.

No descansan las madres buscadoras, porque "vivos se los llevaron y vivos los queremos". Porque no se puede asimilar la muerte bajo el esquema torturador de la desaparición, nunca se lleva a cabo el ritual y el duelo, porque sin velorio, los hijos no vendrán nunca al altar, ni podrán las mujeres complacer a los antiguos ni ser ellas mismas dueñas de su vida, si no saben la verdad sobre lo que les ocurrió a los suyos. La desaparición forzada representa un trauma global, una herida infectada que nunca cierra.

Para la cultura mexicana es una afrenta violenta y la sociedad apenas está encontrando las maneras de sobrellevarla; es un electro shock en la memoria que la deja inválida, decadente, que produce una generación a su vez violentadora y cruel. Se instaló ya la nueva forma de organización social: el narcomachismo. La muerte sangrienta, cotidiana, la guerra que comenzó en la cocina, con armas adquiridas en EEUU. Ocurren casi cien asesinatos al día en el país del dios que nunca volvió: el mítico Quetzalcoatl. Una hermosa y sabia deidad mesoamericana, que avergonzada por tomar demasiado pulque y no hacerse responsable de sus actos, prefirió escapar por el puerto de Coatzacoalcos, dejando un desequilibrio en la casa donde hoy reina Tezcatlipoca, dios de la guerra.

México, un país que fue algún día el ombligo de la luna y cuyos habitantes fueron matemáticos, arquitectos, artistas y astrónomos, hoy ya no espera el regreso de la serpiente emplumada. Hoy México desaparece, víctima de otra guerra invisible, diseñada y ejecutada para benéfico de unos cuantos. ¡Y sin embargo, se mueve! Se abre la tierra a golpe de brazos necios, cuerpos mutados, al fin redivivos, reinventándose en semillas germinadas. Como dice la canción de Vivir Quintana "Nos sembraron miedo, nos crecieron alas".

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