Por un marxismo enraizado


Nuestro marxismo no es el marxismo cuadriculado por los «sistemas lecturales». No es el marxismo al que una verdad dogmática le borró la huella histórica. No es el marxismo triturado por los cánones de objetividad, por la «justa línea» del comentario y por las prerrogativas de los «cuerpos permanentes»: las academias, algunos partidos políticos de izquierda, los Estados. No es, no quiere ser, un marxismo unidimensional y esquemático, subordinado a modelos de regularidad, sin expresividad y sin problemática -- o con problemáticas abstractas o desfasadas, asociables al mundo de hace cincuenta años, cien años, o más--. Aunque asume la necesidad de una ciencia social crítica, no es un marxismo revestido de oropeles científicos.
Nuestro marxismo no es un marxismo escolástico. El escolasticismo marxista tuvo sus compendios sistemáticos de verdades (summas), sus auctoritates, sus padres, sus concilios y hasta alguna santa Biblia. Tuvo sus cuestiones ociosas y un fervor especulativo que lo alejó de la vida. Tuvo su lectio y su disputatio y desarrolló una actividad literaria que asumió la forma de los comentarios. Cabe recordar que, con sus auctoritates, la escolástica, a diferencia de la filosofía griega clásica, no promovió ni el trabajo filosófico creativo, ni la investigación autónoma, ni la independencia crítica. Pero el marxismo, cuya función pedagógica es central, es inconcebible sin ese trabajo, esa investigación y esa independencia. Es una función que exige lecturas nuevas y libres, y repudia las reglamentaciones.
En el campo del marxismo no debería existir una autoridad sagrada o una obra meritoria con más peso que las razones dialécticas.
El marxismo escolástico, delineado como colección de controversias, estudios y normas, no puede conservar su valor crítico-político, pierde toda autoridad teórica, pero sobre todo carece de autoridad práctica.
Nuestro marxismo no es una religión de doctos sino una filosofía de la praxis, una sabiduría profana hecha de incrustaciones seculares. Por eso proclama otros prestigios. Reivindica un programa de lectura situado y desconfía del poder «autónomo» y «unilateral» de las doctrinas y las ideas. Más allá de la riqueza y el valor de sus estructuras conceptuales, sabemos que
el marxismo no ha nombrado todo y aspira a sus propias conquistas argumentales de carácter colectivo. Sin las rusticidades de los manuales y lejos del teoricismo indigente de la divulgación formulista. Sin las rutinas de las y los doxógrafos, que no hacen tanto daño, pero tampoco aportan. Sin la soberbia de la ciencia teorética que postula interpretaciones «superiores» e «inferiores», mientras pierde el tiempo buscando las vías de acceso a una supuesta verdad pura. Sin autoridades erigidas en garantes del signo y que, además, presumen infalibilidad. Sin los pedantes, herméticos e inocuos «fondos profesionales» que se parecen tanto a las jergas de las y los burócratas y que, con sus roles prefijados, atentan contra la intersubjetividad, la reciprocidad dialógica y las felices mixturas.
Las conquistas argumentales colectivas contribuyen a desentrañar notas singulares, a descubrir las conexiones ocultas, a sopesarlas y a actuar en/sobre ellas. Sin ellas resultaría imposible construir al marxismo como conjunto de saberes -- o verdadero «fondo de reserva»-- aptos para leer las formaciones subterráneas de la emancipación humana, como ciencia social unitaria, como ciencia correlacionada con la dinámica histórica de las formaciones sociales.
El marxismo como modelo solipsista y monológico, cerrado a las adiciones interpretativas y metodológicas, no sirve de mucho. No ayuda a captar las mutaciones del capitalismo. No contribuye a la producción de nuevas rupturas epistemológicas. No aporta a las ideologías globales de las clases subalternas y oprimidas. Tampoco sirve el marxismo sobrecargado de códigos externos y ajenos a las realidades en las que pretende incidir.
Nuestro marxismo es hiper-histórico y no meta-histórico. Por eso reclama encarnadura plebeya y periférica. Es un marxismo gestado en condiciones de colonización, dependencia y superexplotación del trabajo de sujetos racializados y feminizados. Piensa a los movimientos sociales, a las organizaciones populares, a los reductos culturales y societales no homologados y estandarizados por el capital, a las estructuras comunitarias y a las instituciones protocomunistas de las y los de abajo que habitan las formaciones económico-sociales del Sur global como los entornos idóneos para la elaboración del lenguaje político marxista y para su revivificación -- no su revival-- como lengua humana, resistente, contracultural y transformadora; como lengua que busca representar la intensificación del movimiento histórico; y como lengua impura: encrucijada de diversas tensiones sociales.
También cabe reconocer como entornos de cierta idoneidad a algunos pocos refugios nacionales-estatales que han logrado resistir en medio del mundo capitalista, globalizado y hostil. Se trata de espacios donde, por diversos motivos, los procesos instituyentes no se cerraron del todo y encontraron algunas grietas.
Como está enraizado en la realidad y no en la eternidad, como aspira a una autocrítica lúcida y honesta de su filosofía racionalista de la historia, nuestro marxismo reconoce cierta trascendentalidad interna, por lo tanto, reafirma las condiciones de transformación que ya están dadas, trabaja para identificarlas y potenciarlas, y busca crear nuevos locus de enunciación crítica.
Solo interpelando a lo cotidiano y atrapando lo que se pronuncia en los campos, en las fábricas y en los barrios de Nuestra América, solo interiorizándose en los códigos y la vida del quinto estado, el marxismo podrá recrearse como idioma vivo capaz de fusionar distintos dialectos: lenguaje de la acción y la imaginación emancipadora; de ruptura con la entropía burguesa, resistente a las operaciones semióticas del capital; profanador de los discursos públicos hegemónicos -- burocráticos, cortesanos--; lenguaje, en fin, capaz de expresar aquello que el habla de las clases dominantes no puede y ensanchar así el espectro semiológico de la comunicación humana.
Concebido como filosofía de la praxis, el marxismo es un pensar-hacer desde adentro que no busca esclarecer un objeto desde afuera, sino conservar toda la riqueza de la realidad sin reducirla a esquemas intelectuales preconcebidos. Es una filosofía que no está escindida de la vida. Como aspira a una crítica situada y concreta del capitalismo se centra en una dialéctica sincrónica, no evolutiva, del capital.
Entonces, debemos hablar a partir de Karl Marx. No nos alcanza con hablar de Marx. Aspiramos a una experiencia, a una vivencia. Debemos hablar a Marx en nuestro propio idioma. Seguramente, desde cierto virtuosismo conceptual, desde prejuicios muy arraigados, querrán convertirnos en objeto folklórico. Siempre tuvimos nombres en esos catálogos: exóticas, arcaicas, insólitas, aberrantes, pueriles, idólatras, irracionales. Más cerca en el tiempo nos llamaron «deshechos humanistas». Pero esos juicios no deberían inhibirnos. Siempre será mejor asumir los riesgos que conllevan las traducciones que cometer el pecado de lesa hipocresía.
La traducción más predispuesta a la recreación que a la literalidad es crucial a la hora de analizar los textos más emblemáticos de nuestro marxismo. La traducción que recrea da lugar a lo nuevo y está en condiciones de aprovechar al máximo la intensidad que habita en el signo teórico. La traducción que recrea, al absorber lo desconocido en lo dado y al insertar lo dado en lo desconocido, produce un exceso, algo que antes no existía. La traducción que recrea introduce simientes. De algún modo, la obra original conserva su productividad a través de la traducción creativa, lúdica y honesta. Ese tipo de traducción, que no disuelve el vino en agua, es lo que prolonga, cuando no instituye o desarrolla, la creatividad de la obra original. Por eso
la traducción que recrea está en las antípodas de la corrección. Marx no necesita correcciones. Quienes asumieron esa función, en diferentes momentos de la historia, descuartizaron a Marx. Continuar a Marx exige de la traducción que recrea.
Es más, sin el vértigo de esas traducciones que recrean, el marxismo, irremediablemente, se separa del pensamiento real de las clases subalternas y oprimidas, se deteriora como filosofía de la praxis. Resultan, pues, elementos determinantes la formación y el estilo del agente traductor, las condiciones históricas del medio receptor. Sin el vértigo de las traducciones que recrean, el marxismo solo se lee a sí mismo, se encasqueta en una fonética rígida, excava impasible en sus propias vetas. Ese vértigo instituye la apertura teórica y nos permite arrancar al marxismo del positivismo, constituirlo como herencia viva, recargarlo con mil acentos, dotarlo de mil texturas.
Al mismo tiempo, a partir de estas operaciones de desciframiento, el marxismo evitará convertirse en un lenguaje aprisionado y ganará densidad filosófica. Interiorizarse, aquí, no significa «anoticiarse», sino desarrollar una relación de interioridad, un «ser-estar ahí», un paradigma desde el cual lanzar hipótesis y acciones profundas.
El nuestro tampoco es el marxismo desfigurado por el mito burgués de la omnipotencia de la razón. No es el marxismo falseado por alguna de sus variantes dogmáticas nunca deslastradas de las peores herencias decimonónicas, en especial de las incrustaciones del positivismo y del naturalismo ilustrado e iluminista, evolucionista y unilineal, eurocéntrico, colonialista y patriarcal; con su confianza en la dinámica de las fuerzas productivas y su desconfianza en el control popular del proceso de producción y sus resultados; con su determinismo tecnológico, su culto a la producción industrial entendida como un bien absoluto y su reverencia al ideal del progreso. Ese marxismo desfigurado por el mito burgués recurre a reducciones y mixtificaciones para explicar el mundo, pero no lo explica: lo hace trivial y se olvida de los fenómenos humanos, nos priva de los mundos no figurativos y oníricos. Nuestro marxismo rechaza toda idea emparentada con la predestinación o la teleología, y pretende recuperar el mundo como escenario integral, rico en significaciones.
Nuestro marxismo no concibe a la materia como una «aliada omnipotente» de la clase trabajadora, trata de evitar toda idolatría de la materia. Al mismo tiempo, considera los aspectos no físicos de la materia, los diferentes fenómenos de orden moral. Piensa la materia más allá de los sistemas mecánicos de fuerzas. El marxismo no debería ser reducido a un mero realismo materialista.
A diferencia del marxismo taxidermista, el nuestro repudia el formalismo anquilosado y, en verdad, todo tipo de formalismo. Rechaza las oscuras fórmulas talmúdicas. Detesta las imágenes geométricas del esquematismo, las progresiones históricas «necesarias», los sistemas de signos sin variantes, las estructuras destinales que solo contribuyen a la rigidización de la vida y la lucha de clases.
Contra la indignidad del reductivismo y el unilinealismo, contra el apriorismo, contra el paneconomismo simplista, contra el determinismo tecnológico, contra el hiperrealismo político nuestro marxismo blande la razón dialéctica, la razón utópica, la razón apasionada, la razón trágica.
Se opone a cualquier fatalismo que conduzca a la pasividad. Sabe bien que no hay saber humano sin exigencia política. Sabe bien que, como teoría social, el marxismo no puede estar al margen de la lucha de clases y de los altibajos de la historia, que es una continuidad discontinua, multilineal, disyuntiva y contingente: la regular irregularidad de la humanidad deshumanizada que pugna por humanizarse.
Nuestro marxismo no se atribuye la posesión del código de los códigos. Se auto-reconoce como teoría de las estructuras -- históricas, finitas, diversas, heterogéneas, coexistentes, en constante movimiento y transformación, es decir, las estructuras como proceso--, pero también de la subjetividad y la cultura que las envuelve. Una teoría de las relaciones de producción y de las formas de la conciencia social. Una teoría de la acción y la recíproca reacción de esos factores. Una teoría crítica del sistema mundial capitalista, de sus relaciones, de sus factores entrópicos y cíclicos, de sus crisis inherentes. Una teoría del bloque histórico y de la realidad social como totalidad orgánica. Una teoría social de la lucha de clases, de las luchas anticoloniales o de liberación nacional, y de las convocatorias nacionales por la autodeterminación. Nuestro marxismo reivindica el horizonte de la revolución mundial y su dialéctica inherente.
Nuestro marxismo es una teoría de la intervención transformadora, organizada y subjetiva del orden capitalista, por lo que incluye elementos básicos de una teoría de la transición y orientaciones generales -- no recetas-- para el desarrollo de acciones reales -- praxis-- capaces de darle impulso a las transiciones socialistas.
Nuestro marxismo se identifica con la desesperación y la rabia de las y los de abajo -- es empático y compasivo--, con su búsqueda de relaciones horizontales, igualitarias, humanas, de subjetividades sensibles y soportes dignos para vivir. Nuestro marxismo no le da la espalda a los voluntarismos colectivos.
Por lo tanto, nuestro marxismo también pretende contribuir a una teoría del acontecimiento no implícito en las estructuras y en sus redes silenciosas. Como prioriza el vínculo con lo real, nuestro marxismo no desecha ni invisibiliza ninguna fuente de conocimiento: científicas, míticas, intuitivas, oníricas, emocionales, somáticas, místicas. Está siempre dispuesto a la incorporación de nuevas formulaciones, a las historias que facilitan su arraigo, a los fermentos favorables, a los préstamos mutuos, a la intertextualidad, a la alteridad, a las mixturas, a las contaminaciones.
Nuestro marxismo está preparado para la cimarronada. Siempre prefiere desarrollarse en las «zonas de contacto» donde confluyen heterogéneas culturas de la resistencia y diversas tradiciones políticas emancipatorias, pero también instancias, ideas o instituciones consideradas inconciliables. Zonas combinatorias, zonas de riesgo donde existen condiciones aptas para recuperar y trascender los núcleos racionales de las culturas y tradiciones mencionadas.
Nuestro marxismo es reacio a las gnoseologías anacrónicas, se va construyendo como sistema abierto a las adiciones interpretativas, como plan inconcluso e inquietante, como ontología, epistemología e historicismo críticos, como sociología nómada y aventura político-cultural, como teoría viva. En fin: como rapsodia dialéctica, crítica y experimentada, capaz de interpretar la subalternización clasista, colonial, racista, sexista, heteropatriarcal y epistemológica para combatirla.
Nuestro marxismo promueve los viajes barrocos, los «escándalos dialécticos», las dilataciones semánticas, las hibridaciones, la heterogénesis. Asume, pues, el riesgo de ser tildado de ecléctico por el marxismo taxidermista que ve el fantasma del eclecticismo en cada una de las líneas que no se ajustan al canon de la ortodoxia, aunque esas dilataciones y barroquismos no sean antagónicos o enemigos declarados de Marx.
El «realismo mágico», por ejemplo, es una construcción eurocéntrica. Para nosotras y nosotros es realismo a secas. Nuestro marxismo quiere dar cuenta de la inflexión de todos los tiempos en el presente, quiere asimilar la modernidad sin perder la ancestralidad. Para conservar la riqueza y la potencia emancipadora de las culturas y de todo aquello que ha permanecido mal asimilado al sistema burgués y es susceptible de motorizar una toma de conciencia de los pueblos, para realizar un poder-ser comunitario sin mistificaciones, sin nostalgia por alguna supuesta «autenticidad» perdida; lejos, muy lejos, de cualquier romanticismo reaccionario y antitecnológico. Tal es su modo vital y político de insertarse y de actuar en lo nacional-popular. ¿Existe acaso otro modo?
Nuestro marxismo busca estar en armonía con el corazón originario del socialismo de Nuestra América. Un corazón que palpita, pletórico de solidaridad, de posesión colectiva, de equilibrio entre los seres humanos y la naturaleza, de instituciones protocomunistas, de amplísimo conocimiento experimental, de saberes organizativos y de muy variadas tradiciones populares. Ese corazón no es una reliquia del pasado y constituye nuestra principal ventaja sobre Occidente. Sus latidos abrigan la posibilidad de convertir a las fuerzas productivas modernas en patrimonio común y de pensar un antropocentrismo en relación simbiótica y armónica con la naturaleza.
El socialismo, en Nuestra América, a pesar de todos los datos adversos, no es un fantasma suspendido en el vacío.
Ese corazón antiguo del socialismo de Nuestra América es el que nos permite resignificar en una clave crítica y eficaz la idea de la «conservación dialéctica». Tenemos que conservar y elevar a un nivel más alto elementos que no remiten precisamente a las conquistas del capitalismo. En la escritura de Marx, y en la de José Carlos Mariátegui, existen tendencias que van en esa línea. Tendencias que no son esclavas de la «necesidad», que plantean una ruptura con las filosofías modernizantes y metafísicas, que instituyen otra historicidad.
Nuestro marxismo se nutre de todos los aportes de la teoría crítica, especialmente la gestada en Nuestra América. Aportes que, a pesar de su diversidad, se unifican en algunos gestos por demás significativos: una perspectiva humanista que implica el conocimiento y la crítica de lo existente -- la puesta en evidencia y la denuncia de los procesos de reificación-- y el proyecto de transformación radical del mundo. Conviene tener presente que la filosofía de la praxis es, en efecto, una forma de humanismo crítico.
A la hora de considerar el «valor» del marxismo, poco sirven los esfuerzos por realizar mediciones del quantum de verdad que contiene. Tratándose de una filosofía de la praxis, lo determinante es su capacidad de servir como punto de referencia para la comprensión y transformación de la realidad, es decir, su capacidad de servir a un interés humano, en fin, a la vida. Pero ese quantum de verdad, sea cual sea, no debería confundirse, por cierto, con un conjunto de adquisiciones eternas.
Nuestro marxismo, sin ceder un ápice en su rigor científico, está dispuesto a dejarse arrastrar por impulsos mito-poéticos. Nuestro tiempo demanda soluciones poéticas -- poesía de la palabra y la acción-- porque estamos obligadas y obligados a nombrar lo innombrable y a hacer lo imposible para evitar la catástrofe sistémica -- ecológica y antropológica-- a la que nos condena la civilización del capital. Va de suyo que las soluciones poéticas también son soluciones éticas. Por eso nuestro marxismo tiende a distanciarse del progresismo banal y sus lecturas armonicistas, consensualistas, neo-etapistas e, invariablemente, apologéticas de lo existente. Por eso busca diferenciarse de la izquierda absorbida por dicho progresismo con sus premisas institucionalistas y sus teorías posmarxistas de la transacción.
Nuestro marxismo, generoso logos ordenador, ve un desafío en cada laguna o contradicción del marxismo. Ve una invitación a colmar esos vacíos y a resolver esos conflictos de modo marxista, porque los hechos, por sí mismos, no han colmado esas lagunas ni han resuelto esas contradicciones. Por otra parte, la ausencia de vacíos o conflictos de ningún modo constituye un criterio de verdad.
Nuestro marxismo procura estar siempre en exceso respecto de los principios supuestos, porque eso le permitirá superar el orden de cosas establecido y «actuar en situación».
Nuestro marxismo quiere regenerarse en la invención permanente y en el espíritu de rebelión para incendiar el océano.
* Profesor en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y en la Universidad de Lanús (UNLa). Educador popular.
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