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Mundo, Estado español, Bolivia :: 18/10/2016

Reflexiones tras la resaca imperial-militar del 12 de octubre

Luis Martín-Cabrera
Notas para destejer los abigarrados olvidos del pasado colonial español

El pasado 11 de octubre volvía de Uyuni —corazón del salar homónimo y de buena parte de las reservas mundiales de litio— a La Paz en un bus nocturno. A las 5:40 de la mañana uno de los conductores nos sacó de la duermevela de la madrugada para informarnos de que había un corte de carretera en El Alto y no podíamos entrar a La Paz. La ciudad del Alto se levanta a 4.000 metros de altura en el altiplano andino sobre La Paz y cuenta con un millón de habitantes, la mayoría de ellos aymaras. Es una de las ciudades más pobres del país, pero también una de las más dignas. En el 2003, durante la “Guerra del gas” los aymaras de El Alto, como Tupak Katari en el siglo XVII, cercaron la capital boliviana hasta asfixiarla y forzar la renuncia del presidente neoliberal González de Losada, “Goni” como era popularmente conocido.

Al cabo de dos horas el autobús echa andar protegido por un cordón policial que había venido a romper los piquetes. Las escenas que contemplamos se quedan grabadas en la retina: mujeres de coloridas polleras y sombrero aymara increpando a la policía y a los conductores del autobús, neumáticos ardiendo, adolescentes en bicicleta recorriendo la carretera de arriba abajo, un grupo de mujeres con sus bebés cargados a la espalda en su aguayo (una especie de tejido con motivos andinos que sirve para transportar bebés y mercancías); niños, mujeres y hombres colocando piedras y palos en la carretera para que el bus no pueda avanzar, dos mujeres vendiendo empanadas salteñas en la maletera de un coche… Desde los techos a medio construir de las casas de ladrillo rojo muchos contemplan --¿coordinan?— la resistencia a la policía y al bus de turistas. Han venido a protestar por la falta de infraestructuras en El Alto, a mostrar su oposición a la alcaldesa Chapetón, que no es del partido en el gobierno. Pasamos tres barricadas, pero al final, esta “indiada”, como las llaman los racistas criollos, se vuelca literalmente sobre la carretera y el autobús tiene que desistir. Terminamos bajando a La Paz caminando por una quebrada. Mejor caminar que romper un piquete.

Tenemos mucho que aprender de los pueblos indígenas de las Américas, entre otras cosas su capacidad de resistir --tanto en tiempos coloniales como en tiempos republicanos-- los múltiples intentos de extermino físico y cultural por más de 500 años. Los aymaras se refieren a esta resistencia y capacidad de trasfiguración social con el término “pachakuti”. A diferencia del tiempo lineal y progresivo de la modernidad capitalista occidental, el “pachakuti” expresa una visión cíclica del tiempo, la posibilidad de que las cosas no sean siempre como son, de que el mundo pueda ponerse “patas arriba” y los oprimidos dejen de serlo, pero no para convertirse en opresores, sino para instalar un concepto de armonía y complementariedad que expresan en una visión del mundo que llaman “suma qmaña” o “vivir bien”, a diferencia de nuestro “vivir mejor” o vivir siempre con más.

Reivindicar esta memoria de resistencia en “Abya Yala”, uno de los nombres indígenas para América Latina, ha provocado, comprensiblemente, las iras de la derecha española con Esperanza Aguirre a la cabeza, que indignada con la whipala que ha colocado Manuela Carmena en el ayuntamiento de Madrid, ha pedido a los vecinos que cuelguen banderas patrias “para que todos los españoles sepan que el 12 de octubre celebramos el hecho de pertenecer a un país que desde el punto de vista cultural e histórico es de los más importantes del mundo”. ¿Y en qué consiste nuestra supuesta superioridad histórica y cultural? ¿En haber impuesto una lengua, una religión y una visión del mundo a sangre y fuego? ¿En haber creado “la mita”, una máquina de despedazar cuerpos indígenas y agujerar cerros como el de Potosí? ¿En haber despreciado la abigarrada riqueza cultural y antropológica de los pueblos que habitaban América Latina? ¿En traficar con esclavos para alivianar las condiciones de explotación y opresión de los indios en las minas de oro y plata? La señora Aguirre debería escuchar la canción “América sí” de la chilena Evelyn Cornejo para entender que Bolivia financió con su oro y su plata el Renacimiento europeo, la base de nuestra supuesta importancia cultural e histórica.

Pero no nos engañemos, el problema no es sólo el genocidio de hace 500 años, el problema es que los pueblos indígenas siguen siendo los más pobres y los más marginados de todo América Latina, a pesar, como en el caso de Uyuni, de contar con grandes reservas de minerales como el litio que hacen posibles los ritmos de consumo de los países occidentales del norte y de las anémicas élites del sur. Las “revoluciones de la independencia” con la excepción de Haití, no sólo no liberaron a las grandes masas indígenas, afrolatinoamericanas y mestizas, sino que redoblaron, muchas veces la explotación y el genocidio. Piénsese por ejemplo en las infames campañas del desierto del general argentino Julio Roca para exterminar a la población indígena o en la violenta “pacificación de la Araucanía” del Estado Chileno en el siglo XIX. Comprensiblemente, muchos mapuches tienen mucho más resentimiento contra el Estado chileno que contra el Imperio español, porque al menos el rey les dio “títulos de merced” al sur del río Bio Bio, respetó sus tierras, quizá por conveniencia táctica, a diferencia de lo que hace hoy la gran industria maderera en manos de las grandes familias criollas blancas apoyadas por el Estado.

Pero la crueldad de los criollos --los españoles blancos en América-- no justifica expresiones que pronunciamos sin pensar cuando nos cuestionan sobre nuestro pasado colonial del tipo “no me acuses de imperialista, que mi familia se quedó en España, son tus parientes los que se fueron a América Latina”, ni tampoco sirve de justificación decir que el imperio anglosajón del Norte fue más genocida. Tenemos una responsabilidad –no culpa, responsabilidad— con respecto a lo que se hizo y se sigue haciendo en nuestro nombre.

¿Y qué nos impide reconocer ese pasado colonial? La ideología de la hispanidad. Sí, justamente lo que celebramos el 12 de octubre. La hispanidad –que, por cierto, no está desconectada del hispanismo como disciplina académica- surge justamente tras la independencia de las jóvenes repúblicas latinoamericanas: lo que se celebra en este día de “la raza”, es la superioridad de los blancos, españoles y criollos, sobre las masas mestizas, indígenas y negras. Tras la independencia formal –que tuvo más de revuelta fiscal contra los Borbones que de emancipación del imperio- hacía falta estrechar este lazo entre las antiguas colonias y “la madre patria”. Por eso las calles de los barrios más pudientes de las capitales latinoamericanas, como dice Silvia Arana, están llenas de nombres como “Hernando de Aguirre”, “Los conquistadores” o “Hernán Cortés”; por eso en muchas plazas sigue habiendo estatuas de Colón. Esta toponimia no es más que un modo subliminal de mantener el sistema de castas borbónico en funcionamiento, un patrón de poder vertical que sigue operando silenciosamente: españoles, criollos, mestizos, indios y negros.

La hispanidad es, en este sentido, un dispositivo anti-nemotécnico: sirve para olvidar la violencia y la dominación pasada y presente contra los indígenas, los mestizos y los esclavos, sellando un pacto entre elites blancas que se saben hermanas y con propósitos afines (de eso van, por ejemplo, las visitas de Felipe González y otros a Venezuela). Tras la pérdida de las colonias, la ideología de la hispanidad va adquirir un carácter fundacional en muchos de los pensadores de la llamada “generación del 98”, que con sus “me duele España” van a colar por la puerta de atrás un pensamiento racial/racista moderno . La supuesta “unidad espiritual” de las jóvenes repúblicas latinoamericanas con la “madre patria” no es un dispositivo inmaterial es un discurso racista con consecuencias materiales que se apoya sobre la lengua como territorio compartido y la religión como ligamento de un proyecto que se pretende “racista sin raza” e “imperial sin imperio” .

Pero la hispanidad como discurso cultural y político adquiere su impulso definitivo cuando se transforma en política de Estado con la llegada de Franco al poder, tras la Guerra Civil Española. Basta con ver Raza -la película de la que fue guionista Franco en los años cuarenta y que, por cierto, termina con un desfile del 12 de octubre- para entender lo crucial que fue la derrota de Filipinas y Cuba, sentida como una herida en el ego y la virilidad del ejército español y su deseo nunca postergado de recuperar ese poder imperial, cosa que Franco intentaría en el Norte de África antes de desatar esa misma violencia colonial exterminadora sobre sus enemigos políticos en la Guerra Civil. A lo Clausewitz podríamos decir que la Guerra Civil y la exaltación de la hispanidad fue la continuación del imperio por otros medios. Por eso, el olvido de la guerra civil y de la dictadura franquista están indisociablemente unidos al olvido de nuestro pasado colonial, uno presupone al otro. Este “olvido del olvido” lamentablemente se sigue manifestando hoy de innumerables maneras que van desde las políticas de la lengua que impulsan el Instituto Cervantes o la RAE, hasta el expolio de las grandes transnacionales españolas que operan en América Latina.

En este sentido no cabe más que aplaudir la negativa a celebrar el 12 de octubre de Cataluña, Euskadi y Galicia. Este rechazo al militarismo imperial español tardío, con su añeja virilidad genocida, tiene, sin embargo, un punto ciego. La desidentificación con España y la hispanidad en defensa de su propia identidad nacional opaca el hecho de que, sobre todo las burguesías vasca y catalana, no fueron inocentes con respecto al proyecto imperial español, se enriquecieron tanto con el tráfico de esclavos como con la ocupación de territorios coloniales en ultramar. Anecdóticamente podemos recordar que el gran poeta catalán Jaime Gil de Biedma vivió la mayor parte de su vida de las plusvalías que generaba la fábrica de tabaco que su familia operaba en Filipinas o pensar en los trabajos del historiador Josep Fradera que muestran como los empresarios catalanes se enriquecían hasta los albores del siglo XX operando ingenios azucareros que funcionaban con mano de obra esclava. Al contemplar la belleza arquitectónica de Cataluña, las catedrales de Salamanca o las flamantes villas de Donosti conviene recordar con Walter Benjamin que “todo documento de la civilización es, a la vez, un documento de barbarie”.

Por último, la colocación de una whipala en el balcón del ayuntamiento de Madrid es un gesto de indudable valentía política que, sin embargo, es insuficiente. No se trata de hacer una crítica injusta a Manuela Carmena y a sus ediles del cambio, que bastante difícil lo tienen, pero colocar una whipala en el ayuntamiento y partir a Colombia sin dar ninguna explicación, ha podido ser incluso contraproducente. Es caer en las garras del populismo de derechas de Esperanza Aguirre y del nacional catolicismo del ministro Fernández Díaz. Al Ayuntamiento de Madrid le ha faltado pedagogía, como con el tema de la memoria histórica y el callejero, parece que tuvieran miedo o falta de capacidad mediática para explicar las cosas.

Pedagogía no es igual a paternalismo, la pedagogía puede ser una experiencia colectiva de la emancipación como ha explicado y desarrollado brillantemente Paulo Freire en América Latina. El pueblo español no es un “significante vacío”, las personas que hemos tenido la suerte de viajar, vivir o incluso hacer familia en América Latina –y me consta que entre los ediles del Ayuntamiento de Madrid y en las filas de Podemos son muchas y muchos— tenemos la obligación de explicar que la whilapa simboliza la rebelión de los pueblos indígenas del altiplano (como los aymaras de El Alto de los que hablábamos al principio), su deseo irrenunciable de mantener su lengua, su cultura, sus estructuras políticas y sus modos de conocer. La whipala es también la bandera del Tawantinsuyu, el territorio de los Inkas, centralizado en el Cuzco y que extendía su poder desde el norte de Ecuador al Río Maule en Chile por el Sur, pasando por Bolivia y el noreste de Argentina. Indudablemente, el Tawantinsuyu no fue una ONG, alternó la coerción con la diplomacia para asegurar su dominación sobre un vasto territorio, pero también contribuyó, en su expansión, a la consolidación del ayllu como estructura fundamental de la vida en común de los pueblos andinos, una forma de democracia que ya quisieran haber imaginado los griegos o los ilustrados europeos del siglo XVIII. La whipala también simboliza la pervivencia del ayllu, desde el desierto de Atacama en Chile al Cuzco, desde los valles de Cochabamba en Bolivia a la puna jujeña o el Chaco en Argentina.

A los pueblos del Estado español no se les puede infantilizar, tenemos que conocer nuestra historia y decidir con quién nos queremos identificar: ¿Con Hernán Cortés, Franco, Esperanza Aguirre, Felipe González, con los ingenios azucareros, con los antiguos traficantes de esclavos, con la RAE, con el hispanismo añejo o con esa otra tradición proscrita de españoles y españolas que trataron de entender, respetar y solidarizarse con el destino de los pueblos de la América del Sur? Esta genealogía excéntrica y alternativa bien podría comenzar con Gonzalo Guerrero, ese español que el cronista Bernal Díaz del Castillo retrata en Yucatán con las orejas horadadas y el cuerpo pintado, con mujer e hijos, renegando de la fe y del imperio español y al que siguen muchas otras y otros como Ignacio Martín-Baró, el padre jesuita fundador de la psicología de la liberación, vilmente asesinado en El Salvador por solidarizarse con los oprimidos: como Manuel Vázquez Montalbán, que dedicó su primer libro a un niño asesinado de un balazo por los golpistas chilenos o como Belén de Sárraga, una mujer vasca, feminista y anarquista que recorrió Chile de ateneo en ateneo hablando de la emancipación de la mujer con Luis Emilio Recabarren, fundador del Partido Comunista Chileno.

Hay, en efecto, una tradición anticolonial dentro del Estado español y por supuesto también una muy fecunda y amplia tradición anticolonial latinoamericana que vale la pena conocer. La historia no se puede cambiar, pero sí se puede pensar críticamente, es nuestra tarea conocerla y ver de que lado queremos estar: Descolonizarnos o no, that’s the question. Mientras no nos lo preguntamos los fantasmas de la historia seguirán acosándonos y la compulsión a la repetición de la violencia no se desvanecerá del horizonte.

Luis Martín-Cabrera es profesor de Literatura y Estudios Culturales en la Universidad de California, San Diego.
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