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Argentina :: 09/05/2021

Riqueza concentrada, pobreza extendida

Guillermo Wierzba
El poder económico concentrado en la Argentina está empeñado en que la sociedad se discipline en función de sus intereses

Definitivamente han asumido la posición de no aceptar lo que consiste un fundamento de la vida democrática y la convivencia: la existencia de límites. Aceptarla significa reconocer los derechos de los otros sectores de la Nación. La ciudadanía está atravesando los estragos de la pandemia, con sufrimiento, miedo, cambios en las condiciones y régimen de vida. Evitar que la reciente dinámica de agudo crecimiento de los afectados por la peste, de los internados, de los que llegan a estados críticos y de los que mueren, se consolide o crezca es de orden imperativo, y demanda de restricciones que inevitablemente conducen a la necesidad de compensaciones por medio del gasto social dirigido a los sectores populares que queden afectados por su aplicación.

El país ha llegado a una situación grave de polarización social. No sólo por la pandemia sino por los cuatro años de gobierno orientado a desposeer a las mayorías humildes y trabajadoras para recomponer un patrón económico regido por una lógica de objetivo único: rentas y ganancias extraordinarias acaparadas por un puñado de poderosos. Un 42% de la población hoy es pobre. Resultaría una degradación moral que puede llegar hasta la disolución de los principios constitutivos de la condición humana si el gasto social del gobierno no alcanzara para aliviar el sufrimiento de la mitad de la población del país. No se trata sólo de que no empeore la vida de los pobres sino de que mejore. Para lograrlo en pandemia se requiere más independencia y grados de libertad del poder elegido por el pueblo y no su debilitamiento.

La reforma del impuesto a las ganancias

Pero ocurren situaciones que van en un sentido contrario. Frente a un proyecto del gobierno de modificar las tasas del impuesto a las ganancias a las empresas, las centrales del gran empresariado –o hegemonizadas por él– salieron a cuestionar la reforma. Cuando los CEOs de sus empresas gestionaban el gobierno que presidía Mauricio Macri, la alícuota de ese tributo se redujo del 35% al 25% y para alcanzar esa reducción se estableció un sendero decreciente que culminaba en 2021.

Ahora el gobierno del Presidente Alberto Fernández decidió impulsar un proyecto con una regla de progresividad, que dependiendo del monto de ganancias que las empresas obtengan, hacen variar el impuesto desde un piso del 25% hasta un máximo próximo al 35%, que sólo deberían pagar un 10% de las empresas: las grandes, las que capturan grandes ganancias por período fiscal. O sea que las pequeñas empresas no se verán afectadas.

Pero la UIA en su documento respecto del Proyecto de Ley introduce la idea de un aumento del 10% del impuesto sin especificaciones, como un tipo de “consigna negativa”. Para luego, cuando se refiere a las pymes, sostener que la medida no alcanza porque debería ser acompañada por otras y subraya que las firmas pequeñas sólo conservan la tasa previa, sin reducción alguna. El texto dice que la Argentina tiene una presión tributaria alta (29%), para lo que recurre a compararla con países reprimarizados con economías sujetas a los paradigmas neoliberales, que aplicaron a rajatabla las recetas del Consenso de Washington, como Colombia , Chile y Ecuador (20, 21 y 20% respectivamente). El documento de la UIA omite referir a otros países de la región como Brasil, que tiene cuatro puntos más de presión tributaria que Argentina, y a Uruguay, que tiene un punto más. Tampoco menciona la presión de países de otras latitudes y desarrollos diversos como Francia, Bélgica y Finlandia, que alcanzan el 45% del PBI, o Túnez, Letonia y Lituania, que también superan el guarismo argentino.

Dice el documento de la UIA que “tanto por los efectos de la pandemia como por el estancamiento de la economía en los últimos diez años, la Argentina necesita consolidar medidas activas que: incentiven las inversiones, promuevan la producción, fomenten la agregación de valor y generen empleo formal. La modificación de la alícuota de Ganancias para empresas va en sentido contrario de estos objetivos, generando nuevos obstáculos para lograr la recuperación económica”. La institución presidida por Miguel Acevedo, de Aceitera General Deheza, y cuyas vicepresidencias incluyen a Luis Betnazza de Techint y Cristiano Ratazzi de Fiat, levanta las ideas del “ofertismo” neoliberal: para ellos los impuestos disminuyen los incentivos a la Inversión. Sin embargo, cuando se los bajaron tampoco realizaron inversiones productivas.

Afirmaciones como las que sugieren que la pandemia reclama reducciones de tributos y exige incentivos económicos para las grandes empresas –como las que presiden los directivos de la UIA mencionados– constituyen dichos y hechos de gravedad, tanto si son observados desde una perspectiva ética o con la preocupación sobre las ideas que circulan entre las clases poderosas del país. Que la entidad que se reclama de los industriales exhiba a Chile como referencia comparativa de la recaudación tributaria desautoriza a su dirección como representativa de la misión que la UIA pretendería encarnar. El país transcordillerano tiene una economía reprimarizada, con una desigualdad estructural aguda, mientras la pandemia ha demostrado la incapacidad de su modelo para desarrollar un sistema de salud que supere la precarización. Peor aún es compararse con el Ecuador de Lenin Moreno, en que los muertos por la peste llegaron a acumularse en las calles.

La inversión privada que requiere el país está asociada al impulso de la demanda y no a la especulación con rentas y ganancias extraordinarias. Y en pandemia se deben recaudar más impuestos. Los enriquecidos deberían pensar que es un momento de interrupción de su acumulación de riqueza. En seguir produciendo aun sin ganar. La prioridad es atender la emergencia.

Con el nuevo esquema para el tributo a las ganancias propuesto por el gobierno nacional las empresas que ganen hasta 5 millones de pesos pagarán el 25%; de ahí hasta los 20 millones tributarán hasta una alícuota en escala que llega al 30%, compuesta por un monto fijo y una tasa, y las que superen esa suma tendrán una escala, construida del mismo modo, que llega hasta el 35%. Es una reforma con una tasa menos exigente que la general del 35% que había en 2015. Los dividendos distribuidos pagarán una tasa del 7%, inferior al 10% que regía en ese año.

Es decir que la reforma del impuesto a las ganancias tiene un ingrediente positivo porque introduce una lógica de progresividad, pero las tasas para las empresas son menos exigentes en relación a la que regía en el período de los gobiernos nacional-populares de la etapa 2003-2015.

Los números exhibidos más arriba demuestran lo mal informado que está el presidente de la AEA, Jaime Campos, cuando afirma que “el sector privado está sometido a una carga tributaria muy elevada y creciente, y lo que corresponde en pandemia sería plantear una estrategia definida de baja de tributos”. Los mismos conceptos que en la UIA, en boca de quien preside la entidad continuadora de la CEA, en la que Martínez de Hoz preparaba su plan desindustrializador y antipopular que aplicaría como ministro durante el terrorismo de Estado. Pareciera que la estrategia de “captura institucional” de la UIA por parte de la AEA estaría en pleno despliegue.

La cuestión del límite

Es el mismo clima alarmante en que muchos de los grandes empresarios judicializan su obligación de realizar el aporte solidario a las grandes fortunas, presos de una conducta y una concepción de vida antihumanista.

Pero no es sólo esto: hoy se evidencia que el poder económico no está dispuesto a conciliar ni disciplinarse con otra política que la de las reformas liberalizadoras y desintervencionistas de la economía. Son ejemplos la insólita resistencia a la intervención de Vicentín, grupo sobre el cual ha quedado evidenciada cada vez más su conducta fraudulenta, y también el griterío contra cualquier intento de subir la tasa de retenciones, elevación que con los precios internacionales de hoy se hace indispensable para poder evitar la suba permanente de los bienes-salario que soportan los sectores populares.

El tema de los precios condensa la dinámica del poder del gran empresariado. En medio del drama del coronavirus, aumentan incesante y desmedidamente, empobreciendo a la población. Resisten las regulaciones con maniobras que afectan el abastecimiento, con estrategias de diferenciación de productos que sólo persiguen el objetivo de eludir dichas regulaciones del Estado, y también juegan a la excusa de argüir la responsabilidad “del otro”. Asimismo las empresas proveedoras de servicios públicos monopólicos claman por aumentos de tarifas luego de gozar durante el gobierno de Cambiemos de permanentes privilegios y superganancias.

Esta conducta del gran empresariado es la contracara del 42% de pobreza. La pobreza no se explica sin esa acumulación de riqueza. La distribución del ingreso es un imperativo de la hora. La pandemia y la pobreza exigen que el presupuesto tenga un sesgo decididamente marcado en esa dirección. Su tamaño debería ser mayor, el gasto más grande y la presión tributaria más intensa. El déficit fiscal nunca debería operar como una razón para reducir el gasto social. Habría hoy que revisar las cuentas para garantizar que el gasto en épocas de drama social como el actual sea, en términos reales, superior a los años de normalidad.

El gobierno democrático tiene el derecho a ejercer el poder del Estado. Ese poder se nutre de la construcción de consensos, de la disposición del aparato estatal que le permita crear las condiciones para la construcción de esos consensos, y también de la potestad para obligar a cumplir con lo dispuesto por las autoridades de fuente popular. Los impuestos se deben pagar, los aportes de emergencia también, así como imperioso es el cumplimiento efectivo de las regulaciones de precios. El poder corporativo del empresariado no debe ni puede ser utilizado para limitar la democracia, mucho menos en la instancia que vivimos.

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