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Medio Oriente :: 24/04/2014

Una semana de intriga y muerte

Dagoberto Gutiérrez
Jesús se enfrenta totalmente a la ley religiosa y a Roma, que era el poder real detrás y adentro del orden. Su asesinato era una consecuencia de todo esto

La Semana Santa cristiana es el escenario dramático de una intensa lucha, precisamente política, entre dos posiciones diferentes del pensamiento judío y el imperio romano, dueño del mundo y de la época.

Roma acababa de salir de su momento de mayor esplendor con el reinado de César Octavio Augusto. Palestina era una de sus posesiones de menor valor. En cierto modo, era una colonia cómoda porque el imperio tenía asegurado el control usando a reyes locales hebreos que eran controlados por Roma. Tal era el caso de Herodes. Mientras, la fervorosa fe de ese pueblo y su sentido mesiánico de la vida eran controlados por el Sanedrín, una especie de consejo religioso o comité político constituido por los jefes religiosos judíos, que también trabajaban para Roma.

Este consejo se componía de los fariseos, que eran los abogados conocedores de la ley judía, una especie de clase media que establecía la norma, según la cual, para estar cerca de Dios se requería el conocimiento y la observancia de la ley como único requisito. Algo así como considerar que el Dios judío era un abogado estudioso de la ley para el que no importaba la conducta de las personas con relación a las otras personas, o con relación a las cosas. Luego estaban los saduceos, que eran los grandes propietarios y terratenientes, y aunque no eran intelectuales, tenían el poder económico. El jefe del Sanedrín, en el momento que analizaremos, era uno de ellos, llamado Caifás, que gobernaba en alianza con su suegro, llamado Anás.

El pueblo hebreo resentía y resistía el dominio imperial romano y una parte de esa resistencia se expresaba en guerras de guerrillas. Estos eran los zelotes. Entre tanto, la población esperaba y clamaba por un mesías liberador que los sacara del infierno romano.

Este mundo hervía de mesianismo y de malestar, y Roma controlaba el pequeño territorio con mano de hierro, considerando a este fervor religioso como un peligro capaz de estallar en rebeliones en cualquier momento. Poncio Pilatos, el gobernador romano, era un hombre débil que debía su cargo al General Sejano, jefe del ejército romano y mano derecha del nuevo emperador Tiberio, que había sucedido recientemente a Octavio. El poder real era Pilatos y el territorio era ocupado militarmente por las legiones romanas que aseguraban represivamente que nada se moviera.

El Sanedrín era una especie de gobierno local que junto al Rey Herodes aseguraban el poder del imperio romano sobre el pueblo palestino. A cambio de ese trabajo, los romanos les daban privilegios económicos, políticos e ideológicos, y les permitían jugar al poder, pero en realidad, Roma controlaba totalmente los hilos del poder.

Poncio Pilato residía en la costa, en la ciudad de Cesarea, pero cada año se trasladaba a Jerusalén en ocasión de las fiestas de Las Tiendas, que era una conmemoración y celebración de la salida del pueblo hebreo de Egipto y su liberación de la esclavitud. Todos los años, miles de personas de distintas direcciones y pueblos acudían a Jerusalén, precisamente al templo, para expiar sus pecados.

Esta vez, un hombre especial decidió ir a Jerusalén. Este era Jesús, perseguido, amenazado y con sus días contados. El problema de este hombre era que representaba, sin buscarlo, la confianza del pueblo oprimido en su libertad. Era el movilizador de las esperanzas y el que, a diferencia del Sanedrín, no se sometía a Roma, y entendía, y así lo divulgaba, que el Dios de los judíos era de liberación, de justicia y de paz, y que además, la clave no estaba en el conocimiento de la ley sino en la práctica de la justicia, empezando con la justicia entre los mismos seres humanos. Este hombre enseñaba que Dios no estaba cerca de los que conocían la ley sino de los que estaban cerca de su prójimo, y en la parábola del buen samaritano incluso se atrevió a plantear que un samaritano, que era despreciado por el pueblo judío, podía estar más cerca de Dios al estar más cerca del ser humano.

Los fariseos lo perseguían, buscando demostrar que estaba contra Roma para que fuera capturado, pero también intentaban hacerlo aparecer como aliado de Roma para que el pueblo lo condenara. Se trataba de una lucha política-ideológica en donde el orden romano, asegurado por las legiones de Roma, el Sanedrín y los reyes hebreos, era amenazado por el desorden que venía de un hombre desconocido con un mensaje poderoso, sencillo y claro, que amenazaba y chocaba con la filosofía dominante, pero que tomaba en cuenta el pensamiento mosaico incorporando, eso sí, nuevos elementos correspondientes a los nuevos momentos convulsos que se vivían en Palestina.

Ese líder honesto, genial, clarísimo y radical era una amenaza para el orden imperial y para sus sirvientes locales. Por eso, cuando se dieron cuenta que había llegado a las fiestas de Las Pascuas supieron que había llegado el momento de matarlo, y la lucha por eliminarlo se desarrolla de inmediato.

El episodio del huerto de Getsemaní es importante porque precisamente el nombre “Getsemaní” quiere decir lugar de los ungüentos, una de las mercancías que se vendían en la ciudad, en esta época de feria, de temporada y de fiesta. Getsemaní fue el lugar escogido por el Sanedrín para capturarlo frente a la población que participaba de las fiestas religiosas. Ocurre que solo Roma tenía jurisdicción y solo las legiones podían capturar, y la guardia del templo que detuvo a Jesús dependía del Sanedrín y carecía de jurisdicción. Por eso, los jefes religiosos, ansiosos de asesinar a Jesús, tuvieron que entregarlo al jefe romano.

Para Pilatos, la situación era complicada porque su trabajo consistía en garantizar la estabilidad en la colonia, en evitar levantamientos, y su éxito como funcionario dependía de lograr este cometido. Al mismo tiempo que esto ocurría en Palestina, su protector, el General Sejano, tenía problemas en Roma, porque Tiberio, un emperador débil sospechaba y temía de todo mundo, entre ellos, del jefe de su ejército. Tanto miedo tenía Tiberio que había fijado su residencia en Capri, una pequeña isla que le servía de fortaleza.

Así las cosas, lo menos que Pilatos necesitaba era que se produjera un levantamiento, y por eso, cuando se dio cuenta que el prisionero sangrante, torturado, humillado, era, sin embargo, un hombre sencillo y honrado, dueño de una inmensa fe, y que era superior a los jefes del Sanedrín judío, dispuso proponerle un pacto político, según el cual Jesús sería el rey de los judíos, porque ya era líder de una parte de ellos, Roma lo apoyaría, y él, Jesús, gobernaría en beneficio de Roma. A esta tentadora oferta, Jesús respondió con una brillante respuesta política: “Mi reino no es de este mundo”. Quedando así sellada toda posibilidad de negociación con el imperio.

El problema político para Pilatos era complicado porque los jefes del Sanedrín eran los aliados del imperio romano y controlaban ideológicamente a la población en beneficio de Roma. Al tiempo que Roma no podía ceder su jurisdicción y su poder a nadie, ni al Sanedrín, ésta tenía que garantizar la legalidad de los procedimientos, y siendo el prisionero inocente, a juicio de Pilatos, y sabiendo éste que el Sanedrín temía a este hombre porque se enfrentaba a la ley y al orden, y tenía un mensaje justiciero y libertador, por todo esto, Pilatos decide someter el tema a la decisión de la gente para quitarle el control de los acontecimientos a los sumos sacerdotes judíos, y aparecer ante la masa popular como respetuoso de la voluntad del pueblo judío. Es en este momento cuando Pilatos se lava las manos para eludir toda responsabilidad y para establecer que los responsables de lo que ocurriera fueran los mismos judíos. La maniobra buscaba evitar toda revuelta, de modo que el resultado, sea cual fuere, no rompiera la tradición y la normalidad imperial, en casos similares. No olvidemos que los enemigos de Roma eran tradicionalmente crucificados. Así hicieron con Espartaco y su gente, mucho antes de Jesús.

La muchedumbre, y sobre todo, la gente del Sanedrín distribuida entre la muchedumbre, exigieron la muerte de Jesús en la cruz. Esta fue la decisión que el imperio adoptó. Esa noche, muy probablemente, Pilatos durmió tranquilo. Tiempos después se conoció en Roma el reporte de que en Palestina se había crucificado a un judío revoltoso, y pasó como un acontecimiento intrascendente.

La muerte, la derrota y la angustia predominaron en los amigos y seguidores de Jesucristo. El Sanedrín pareció victorioso, Roma también. La ley y el orden igualmente vencedores, pero los acontecimientos posteriores demostrarían que no era así, que la historia apenas empezaba.

Jesucristo fue una especie de chasco histórico para la cultura basada en las leyes de Moisés. Fue un profeta que no trabajó para los poderosos y se rodeó de los últimos de la sociedad, de los pescadores de Cafarnaúm y del lago de Galilea. Más bien, seguía la línea de pensamiento de Juan El Bautista que parecía provenir de los esenios, pero dueño de un fuerte poder intelectual, y siendo un gran conocedor de la naturaleza humana y del lenguaje, estableció novedosas corrientes de comunicación con el pueblo. Desde un principio, se dio cuenta que se enfrentaba a los poderes reales de su época, y su mensaje era siempre cubierto por un follaje que refrescaba sus palabras, pero también podía ocultar el verdadero sentido de las mismas. De ahí el uso de las parábolas y de frases cortas pero lapidarias, como aquella de que “el que esté libre de pecado que tire la primera piedra”, que contiene la teoría cristiana del perdón. El centro de su mensaje era el ser humano y su Dios era universal, rompiendo los estrechos marcos de las deidades judías y enfrentándose al hipócrita y cínico juego de los sumos sacerdotes hebreos, y también a Roma.

Cuando Jesús planteó que todos los seres humanos eran hijos de Dios, rompió lanzas con el Sanedrín y los fariseos, que establecían que era la ley la que te permitía estar cerca de Dios. Por eso Jesús se enfrenta totalmente a la ley y a Roma, que era el poder real detrás y adentro del orden. Su asesinato era una consecuencia de todo esto.

Hay que establecer las necesarias relaciones de estos acontecimientos con la gesta de Monseñor Oscar Arnulfo Romero.

La Semana Santa que la Iglesia Católica celebra no facilita ni promueve esta reflexión. Sin duda tendrán razones poderosas para ello. Es más, la iglesia celebra la derrota y la muerte de Jesús y no celebra su resurrección, que es la victoria. Esto explica que el Santo Entierro sea el acontecimiento que convoca a mayor número de personas, pero el Sábado de Gloria, que es la victoria de la vida sobre la muerte, y la victoria sobre sus asesinos, pasa apenas por un acontecimiento ligero en las iglesias, cuando en realidad es lo que debería celebrarse y es el aliento que el pueblo necesita para continuar resistiendo al explotador para enfrentarse a las garras del capitalismo.

Esto, que es la clave de la semana, se desvanece en la liturgia.

El cristianismo vendría después, cuando los grupos de derrotados y aniquilados lograron vencer el miedo y la persecución, y empezaron a reunirse de nuevo. Contaron con las luces de un hombre extraordinario, Pablo de Tarso, que siendo enemigo de Jesús, se transforma en su más fiel y lúcido seguidor, con la sabiduría y la energía de las mujeres cercanas a María y a Jesús, de los judíos convencidos, ahora sí, del peso y la valía del mensaje del crucificado y del mismo Cristo crucificado. Vendría después, el trabajo misionero y las Cartas de Pablo hasta que este cristianismo popular fuera adoptado y adaptado por el imperio romano como su religión oficial.

Esta maniobra política se consuma en el año 325 después de la muerte de Jesús y a manos del emperador Constantino, un genial político y hábil manipulador. Este cristianismo, basado en la solidaridad, en la hermandad, en un Dios liberador y en la justicia del más débil, es sustituido por la cristiandad romana. Así es como la Iglesia se convierte en Iglesia Católica. Porque si esta cristiandad era la religión del imperio romano tenía que ser obligatoriamente la misma religión para todo el universo, porque esa era la religión imperial y nadie podía tener otra.

La palabra católico quiere decir “lo universal” y esta iglesia fue organizada de acuerdo a la misma organización del Estado romano, con parroquias, que eran los distritos romanos. Esta fue la cristiandad que siglos después caería sobre nuestras tierras en el maridaje entre la cruz y la espada y bañando en sangre a nuestro mundo, en nombre de un Dios aliado y sometido a los poderes europeos de la época.

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