Viajar para ver, explotar y expulsar: la trastienda del turismo global


El turismo, lejos de ser la suma de caprichos individuales, se ha convertido en un dispositivo histórico que articula intereses económicos, imaginarios culturales y relaciones de poder a escala planetaria.
Desde la expansión de los ferrocarriles decimonónicos hasta las actuales rutas aéreas de bajo coste, el viaje se normalizó como derecho de consumo masivo y, al mismo tiempo, como estrategia de acumulación para grandes consorcios.
Hoy, el turismo moviliza cada año a 1.300 millones de personas --una cifra equiparable a toda la población de la India-- y genera alrededor del 10 % del PIB mundial (más de 11 billones de dólares en 2024), aunque sus beneficios se concentran en pocas manos. Analizar este fenómeno como estructura social resulta imprescindible para evitar culpar al turista individual.
Antecedentes
Esta historia se inicia con El Grand Tour del siglo XVIII, ritual aristocrático que pulía modales entre Roma, Nápoles o París, y que fue apropiado un siglo después por la burguesía industrial y empaquetado en billetes de tercera clase.
Con los raíles crepitando bajo el vapor y las guías Baedeker como brújula, los herederos del algodón y del acero comercializaron la pose ilustrada. En 1841, Thomas Cook fletó el primer viaje organizado Leicester-Loughborough y acuñó la "democratización" tutelada del ocio: el desplazamiento dejó de ser privilegio para convertirse en mercancía, inaugurando el turismo a gran escala.
En las colonias africanas, la aventura elitista se transformó en escenografía de dominio: en 1898, la Sabi Game Reserve --germen del actual Parque Nacional Kruger, hoy uno de los mayores y más visitados del continente-- expulsó a comunidades enteras para ofrecer al viajero blanco un "paraíso" sin campesinos negros ni ganado. Su primer guardabosques, el escocés James Stevenson-Hamilton, recibió de los tsonga el mote "Skukuza", que significa "el que barre", por "barrer" a la población autóctona del territorio.
Sobre esa tierra vaciada nació el mito publicitario de la "África salvaje", un Edén sin humanos que aún nutre folletos y documentales. Hoy los safaris de lujo replican la coreografía: planes de conservación en Ngorongoro amenazan con desplazar a cerca de 150.000 masái para asegurar fotografías sin pastores. Mientras la mano de obra local sigue mal pagada, las rentas vuelan a touroperadores del Norte y el imaginario colonial se recicla en catálogos de aventura.
El formato turístico que la burguesía europea ensayó en sus colonias y salones se extendió al propio continente cuando, tras las trincheras de 1914-18, la clase trabajadora conquistó el derecho al ocio remunerado: las dos semanas pagadas aprobadas por el Frente Popular francés en 1936 abrieron un nuevo campo de valorización capitalista.
Los mismos mecanismos de vaciado cultural y empaquetado fordista se aplicaron ahora a las costas metropolitanas: trenes chárter que canalizaban masas asalariadas hacia el Mediterráneo, resorts erigidos como cadenas de montaje y, desde los setenta, Jumbos que abarataron el Atlántico y conectaron el Sur global al circuito de la plus-renta turística.
Colectivos antigentrificación protestan en la avenida Insurgentes en la Ciudad de México, el 4 de julio de 2025.
De los 25 millones de llegadas internacionales en 1950 se saltó a 278 millones en 1980 y a 1.500 millones en 2019: un torrente de valor que engorda el PIB de las metrópolis mientras socializa precariedad y expulsa a las clases populares de los destinos.
El caudal de beneficios discurre hoy en día sobre todo hacia un puñado de intermediarios digitales: las "online travel agencies" (OTA) concentran ya cerca del 60 % de las reservas hoteleras, con Booking Holdings y Expedia Group ejerciendo un duopolio planetario.
Así, la cacareada "democratización" del viaje revela su reverso fordista: vacaciones producidas en masa para reproducir ganancias en masa, mientras las comunidades receptoras lidian con salarios estacionales y alquileres que se disparan al ritmo de las tarifas aéreas. Convertido en mercancía-experiencia, el viaje concentra rendimientos en la cúspide corporativa y externaliza costes ecológicos y sociales sobre la base trabajadora local.
Cuando el crucero atraca y derrama su oleada efímera de cámaras y tarjetas de crédito, la balanza laboral se inclina del lado más frágil: en la UE, unos 11,2 millones de personas trabajan en la hostelería y el ocio turístico, la rama con menor productividad y salarios más bajos, según la Comisión Europea. A escala global, el sector absorbe 270 millones de trabajadores --8 % de la fuerza laboral mundial-- y la OIT advierte de jornadas variables, informalidad y escasa protección social, como rasgos sistémicos.
El otro precio se paga en ladrillo: en Barcelona, donde los alquileres han subido un 68 % en la última década y los turistas superan los 32 millones al año, los barrios se vacían de residentes. No es un caso aislado: las protestas de junio de 2025 en Palma, Granada o Venecia blandieron pistolas de agua y pancartas de "Tu Airbnb era mi casa", recordando que las divisas del ocio se concentran en plataformas digitales y fondos inmobiliarios, mientras los vecinos quedan atrapados entre sueldos temporales y rentas inalcanzables que les obligan a abandonar sus propias ciudades.
Tokens turísticos
Los folletos, las plataformas de "experiencias" y hasta los algoritmos de Netflix venden pueblos enteros en porciones digeribles: flamenco exprés en Sevilla, ceremonia masái "auténtica" cronometrada en Ngorongoro o yoga matutino sobre el arrozal balinés. Detrás de la oferta late la mercantilización de la cultura: cuando las prácticas se transforman en espectáculo para el visitante, pierden espesor social y refuerzan el cliché que las hizo vendibles.
La UNESCO alerta que este proceso vacía los rituales de su sentido hasta convertirlos en "tokens turísticos". En Tanzania, investigadores masái denuncian que los "bomas" representados para las cámaras apenas guardan relación con la vida pastoral real, mientras en Bali los templos saturados motivan un debate oficial sobre poner freno a nuevas licencias hoteleras. Estudios recientes subrayan cómo esta comodificación global fija identidades "exóticas" y prolonga el viejo reparto colonial del saber: unos miran, otros actúan.
La pulsión de atravesar montañas y océanos --esa necesidad humana de conocer y reconocerse en el otro-- solo florece plenamente fuera de la lógica de la mercancía. En el capitalismo contemporáneo, el viaje se ha reducido al circuito donde se adelanta dinero, se empaqueta la experiencia y retorna plusvalor a los monopolios turísticos.
La mirada que un día buscó el encuentro se convierte en consumo estandarizado de imágenes, un fetichismo que transforma vínculos humanos en objetos y eleva los objetos a sujetos todopoderosos. Mientras tanto, la fuerza de trabajo estacional --camareras, guías, repartidores-- se exprime más allá del tiempo necesario para reproducir su vida, y las urbes receptoras devienen parques temáticos que expulsan a sus habitantes.
Subordinar la movilidad a las necesidades de quienes habitan los destinos exige convenios colectivos que aseguren salarios dignos todo el año; controles de renta que prioricen el uso social de la vivienda; y una planificación donde trabajadores y comunidades fijen límites de carga y reinviertan excedentes en servicios públicos. Solo amputando la renta extraordinaria de los oligopolios y socializando los beneficios podrá el viaje recuperar su sentido originario: aprendizaje mutuo, solidaridad entre pueblos y reconocimiento recíproco que nos haga mirarnos desde la misma altura.
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