Extractivismo: El litio y las contradicciones del "capitalismo verde"


El litio es el tercer elemento de la tabla periódica. Es el metal más ligero y menos denso, aunque nunca se encuentra en estado puro en la naturaleza, ya que es demasiado reactivo para existir sin estar unido a un compuesto. Los iones y minerales de litio aparecen en una impresionante variedad de entornos: rocas duras, salmueras líquidas, arcillas blandas e incluso, en concentraciones muy bajas, en los océanos. Tiene un número igualmente impresionante de usos, desde utensilios de cocina aptos para el horno hasta la farmacología psicotrópica, pasando por el papel que ahora desempeña en el gran escenario de la historia: como ingrediente esencial de las baterías recargables.
La transición a las energías renovables depende de la electrificación, y la electrificación depende de las baterías recargables. Si queremos tener alguna posibilidad de evitar los escenarios climáticos más catastróficos, no tenemos más remedio que reducir drásticamente las emisiones de carbono, especialmente en el sector del transporte, el mayor contribuyente a la huella de carbono de EEUU y la segunda mayor fuente de emisiones de carbono a nivel mundial. Y las baterías que hacen posible que los coches funcionen con energía eólica y solar en lugar de combustibles fósiles dependen, a su vez, de compuestos de litio refinados y de alta pureza.
Las baterías de litio también son esenciales para el sector energético. A medida que nuestros sistemas energéticos incorporan más electricidad procedente de fuentes intermitentes como el sol y el viento, el almacenamiento es crucial, ya que, de lo contrario, la energía solo estaría disponible cuando brilla el sol o sopla el viento. Por lo tanto, las baterías grandes, a «escala industrial», son vitales para equilibrar la red.
La Agencia Internacional de la Energía (AIE), una organización intergubernamental, prevé que la demanda mundial de litio se disparará a medida que se acelere la transición ecológica. Según las estimaciones de la AIE, la demanda en 2050 será diez veces superior a la de 2023, lo que supone la mayor previsión de crecimiento de todos los «minerales críticos» estudiados por la agencia. El litio no es el único material de transición energética para el que se prevé un aumento de la demanda. La fabricación de paneles solares, turbinas eólicas y vehículos eléctricos, por nombrar solo tres tecnologías esenciales de nuestra era renovable, requiere una auténtica tabla periódica de insumos extraídos de la corteza terrestre: litio, grafito, cobre, hierro, elementos de tierras raras, níquel, cobalto, bauxita, silicio, manganeso y muchos más. El sector del cobre, que ya abastece a un enorme mercado mundial, tendrá que crecer un 150 % para 2050. En 2050 necesitaremos el doble de aluminio, refinado a partir de la bauxita extraída, que el que producimos hoy en día.
El aumento vertiginoso de la demanda significa más minas. 'Benchmark Mineral Intelligence' estima que para satisfacer la demanda mundial de litio en 2035 se necesitarán entre 59 y 74 minas de litio nuevas y en pleno funcionamiento (el número exacto depende de la capacidad de reciclaje), en comparación con 2022, cuando había alrededor de 40 minas de este tipo. Teniendo en cuenta la variedad de minerales necesarios para la producción de baterías, la empresa de análisis prevé que será necesario construir y poner en producción entre 336 y 384 minas completamente nuevas para 2035 a fin de satisfacer la demanda mundial de litio, grafito, cobalto y níquel. Esto se sumaría a las cincuenta y cuatro plantas que producen grafito sintético (que, por cierto, se fabrica a partir del carbón).
Y esto es solo para las baterías. El Banco Mundial ofrece previsiones igualmente asombrosas para otras cadenas de suministro de energía renovable: la producción de paneles solares podría requerir más de 200 millones de toneladas de demanda mineral acumulada para 2050, principalmente aluminio (y, en segundo lugar, cobre). Las turbinas eólicas consumirían hasta 350 millones de toneladas más de hierro --su principal materia prima-- además de 125 millones de toneladas combinadas de zinc, cobre, aluminio, cromo, manganeso y elementos de tierras raras. Todas y cada una de las cadenas de suministro de tecnologías e infraestructuras ecológicas implican la minería, y todos los tipos de minería desde los albores del capitalismo han traído consigo ciclos de auge y caída, conflictos sociales y daños medioambientales.
La extracción es la base material de un mundo sin emisiones de carbono. Por lo tanto, el «capitalismo verde» puede parecer una contradicción. ¿Cómo puede el capitalismo ser verde si incluso las tecnologías e infraestructuras necesarias para aprovechar la energía renovable requieren la excavación de varios cientos de nuevas minas a gran escala en el plazo de una década?
El capitalismo verde no significa que el capitalismo se esté volviendo ecológicamente sostenible. En cambio, se refiere a la aparición de nuevos sectores económicos y cadenas de suministro etiquetados como «verdes» debido a su potencial --probado o no-- para ayudar a abordar la crisis climática, ya sea mediante la descarbonización o la adaptación. Asimismo, se refiere a una visión del mundo. Los promotores del capitalismo verde, desde los ejecutivos de vehículos eléctricos hasta los expertos en política convencional, ven a las empresas que maximizan sus beneficios y a los gobiernos favorables a los negocios como los principales protagonistas del drama de la transición energética. Insisten en que la innovación impulsada por el mercado puede salvar el planeta sin cambios importantes en el funcionamiento de nuestra economía.
Sin embargo, las fronteras extractivas no son solo manchas desafortunadas en una energía por lo demás «limpia». Tampoco son defectos trágicos pero inevitables en un sistema económico por lo demás virtuoso. Son el epítome de la realidad del capitalismo global: un modo de producción que destruye el mundo natural del que depende. Al dar testimonio de los orígenes terrenales y las implicaciones de todo lo que nos rodea, nos advierten contra las tentaciones de las soluciones técnicas, las fantasías de escapar de la naturaleza o la idea de que podríamos lograr una sociedad puramente postextractiva. Vinculan el brutal pasado del colonialismo con las crudas injusticias del futuro verde, y con las batallas geopolíticas que enfrentan a las grandes potencias con las potencias emergentes, mientras los gobiernos de todo el mundo tratan de encontrar su lugar en las cadenas de suministro del siglo XXI.
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¿Habrá suficiente litio para alimentar los decenas de millones de nuevos vehículos eléctricos cuya producción está prevista para finales de esta década? En teoría, la respuesta es sí. El litio no es escaso. Se han descubierto yacimientos en los siete continentes, incluida la Antártida, y es el trigésimo tercer elemento más común en la corteza terrestre y las aguas. Casi todo el litio del mundo procede actualmente de un puñado de países (Australia, Chile, China y Argentina), pero la lista se está ampliando, con el aumento de la extracción de litio en Zimbabue, Brasil, Canadá y otros lugares.
A pesar de estos avances, la AIE prevé que, según los proyectos mineros existentes y anunciados, la demanda de litio superará la oferta del mercado después de 2030. La empresa de análisis de datos Wood Mackenzie prevé que este punto de inflexión se producirá unos años más tarde, en 2033; 'Benchmark Mineral Intelligence' prevé que llegará antes, en 2028. El cobre también «se quedará muy corto» para satisfacer las necesidades mundiales en 2040. Esto forma parte de lo que significa llamar a estas materias primas «minerales críticos»: los expertos las consideran esenciales para los sistemas energéticos, la seguridad nacional o la economía en general, pero los suministros son insuficientes o vulnerables.
Introducir nuevos suministros minerales en el mercado mundial rara vez es un proceso rápido o sencillo. Dependiendo del país, pueden pasar entre diez y treinta años desde el descubrimiento de un nuevo yacimiento hasta que se convierte en una mina productiva. Estos largos plazos reflejan la gran variedad de cosas que, desde el punto de vista empresarial, pueden salir mal: dificultades para obtener permisos, problemas de financiación, protestas de la comunidad, huelgas laborales, por no hablar del clima cada vez más impredecible y la escasez de agua, que pueden perturbar las operaciones. Esto no significa en absoluto que los minerales sean siempre escasos. La imprevisibilidad subyacente significa que la oferta puede superar fácilmente a la demanda.
Pero la economía de los minerales críticos no es una simple cuestión de oferta y demanda. Hoy en día, la dinámica del mercado se desarrolla en un mundo cada vez más definido por la fusión de la seguridad nacional y la política económica, lo que se conoce como «geoeconomía». Los Estados compiten entre sí en una contienda global para lograr el dominio nacional sobre las cadenas de suministro de vehículos eléctricos, paneles solares y semiconductores. Con este fin, los gobiernos persuaden a las empresas multinacionales para que inviertan dentro de sus fronteras, o las expulsan si están demasiado aliadas con un Estado adversario. En medio de estas contiendas de poder económico y político, las comunidades marginadas y los trabajadores precarios también exigen tener voz en el futuro de la minería. La única certeza es la volatilidad.
Lo que está en juego en la economía minera no podría ser más importante. Imaginemos un mundo sumido en una escasez recurrente de los metales necesarios para fabricar paneles solares o vehículos eléctricos. Especialmente en el clima geopolítico actual, la competencia entre Estados por unas reservas cada vez más escasas podría recrudecerse. Los gobiernos podrían recurrir cada vez más al proteccionismo comercial, incluida la prohibición total de las exportaciones, o, lo que es peor, al uso de la fuerza para garantizar el acceso a las materias primas. Si los países ricos acaparan los recursos, ¿cómo podrá la mayoría de los habitantes del planeta acceder a las tecnologías de energía renovable? Una oferta insuficiente de litio, cobre o grafito significaría una transición energética más lenta y desigual, con consecuencias globales para nuestra capacidad de mitigar la crisis climática.
Ahora, por el contrario, imaginemos un futuro alternativo de abundancia mineral, en el que los vehículos eléctricos se han vuelto más asequibles para la clase trabajadora y la clase media de todo el mundo. Al eliminarse el problema de la escasez, los países de ingresos bajos y medios también tienen acceso a los minerales tan críticos para las energías renovables. Con menos tensiones en torno a las cadenas de suministro, las naciones están dispuestas y son capaces de cooperar en los objetivos de emisiones y garantizar el acceso a la financiación climática. En este mundo de abundancia, el amplio despliegue de tecnologías verdes genera economías de escala que reducen aún más los costes, lo que refuerza no solo la viabilidad económica, sino también la popularidad política de la transición energética, al tiempo que se difunden sus beneficios de forma más amplia.
Estos futuros radicalmente diferentes se reflejan en dos escuelas de pensamiento sobre los minerales que sustentan la transición energética. Un grupo de expertos sostiene que hay suficientes minerales; el otro predice déficits crónicos entre la oferta disponible y la creciente demanda. Por supuesto, se trata de simplificaciones. Por ejemplo, los optimistas reconocen la posibilidad de que se produzcan déficits temporales. Pero, como autodenominados «ecomodernistas», confían en la combinación de las fuerzas del mercado y el progreso tecnológico para impulsar nuevas explotaciones mineras y sustituciones innovadoras. Señalan, por ejemplo, la creciente popularidad de las químicas catódicas más baratas, como el fosfato de hierro y litio, o los sustitutos del litio, como las baterías de sodio, que cada vez están más cerca de la viabilidad comercial.
La visión apocalíptica, por su parte, ofrece algunas salidas del apocalipsis. Si bien los pesimistas tienden a presentar el suministro como una restricción estricta, algunos de ellos consideran que la demanda es más maleable y abrazan una filosofía conocida como «decrecimiento». Desde esta perspectiva, la mejor solución a la escasez de minerales es reducir el consumo, en particular restringiendo los estilos de vida de la élite que producen las mayores huellas de carbono: prohibición de los jets privados, límites al consumo de energía y un enorme cambio de los coches individuales al transporte público. El decrecimiento, según esta línea de pensamiento, aliviaría la presión no solo sobre los suministros del mercado, sino también sobre los ecosistemas, las cuencas hidrográficas y las comunidades que soportan el peso del daño extractivo.
Tanto los optimistas como los pesimistas pasan por alto los fundamentos de la economía política de la extracción, porque «¿hay suficiente?» es una pregunta errónea en primer lugar. La extracción nunca se limita a lo que hay bajo tierra. En cualquier caso, nuestra comprensión de «lo que hay bajo tierra» cambia con el tiempo. Las mejoras en los conocimientos geológicos, las innovaciones en las técnicas mineras y los cambios en los mercados mundiales crean nuevas fronteras extractivas.
A mediados de la década de 1950, el geólogo estadounidense M. King Hubbert predijo que la producción de petróleo de EEUU alcanzaría su «pico» en 1970, uno de los muchos momentos de preocupación recurrente por el agotamiento de las reservas de petróleo, tanto en EEUU como a nivel mundial. Décadas más tarde, la revolución del esquisto, más conocida como 'fracking' (altamente contaminante), abrió territorios completamente nuevos para el petróleo y el gas. En la actualidad, EEUU es el principal productor mundial de petróleo y gas, y la extracción de ambos supera el pico previsto en 1970. Cada vez es más probable --y, desde el punto de vista climático, muy deseable-- que la demanda de combustibles fósiles disminuya antes que las reservas.
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Los debates sobre el capitalismo verde se centran cada vez más en las cadenas de suministro. Pero, ¿qué es exactamente una cadena de suministro? El término evoca un proceso lineal que comienza cuando se extraen o cosechan las materias primas y termina cuando el consumidor compra un producto acabado (o, más exactamente, lo desecha o recicla). Pero aunque la minería precede cronológicamente a la fabricación, es el voraz apetito de la fabricación por las materias primas lo que impulsa la extracción de recursos en primer lugar. Para dejar claro este punto, algunos estudiosos denominan «fronteras de las materias primas» a las zonas donde se lleva a cabo la minería y la agricultura a gran escala.
El caucho es un buen ejemplo de este proceso. Durante siglos, los pueblos indígenas de la Amazonia brasileña recolectaron caucho silvestre. Lo hacían a pequeña escala, de forma intermitente y sin reconocimiento de derechos de propiedad. No fue hasta mediados del siglo XIX cuando el crecimiento de la producción de neumáticos británica, estadounidense y europea (inicialmente para bicicletas y, más tarde, de forma más masiva para automóviles) impulsó el auge del caucho brasileño. A principios del siglo XX, las exportaciones de caucho de Brasil ocupaban el segundo lugar, solo por detrás del café. La incesante demanda de esas industrias transformó el proceso de extracción del caucho. Las empresas esclavizaron y coaccionaron a los trabajadores brasileños para que extrajeran el caucho de los árboles en enormes plantaciones. La producción de neumáticos en el «final» de la cadena de suministro impulsó la extracción y la explotación en el «principio».
Durante los últimos quinientos años, las fronteras de las materias primas del mundo se han redefinido muchas veces. Desde finales del siglo XV hasta mediados del siglo XX, las potencias coloniales e imperiales solían obtener las materias primas directamente de los territorios que conquistaban. Brasil, por ejemplo, perdió su condición de principal productor de caucho cuando el Imperio Británico comenzó a obtener caucho domesticado de sus colonias en Sri Lanka y Malasia.
Con el despegue del capitalismo industrial, las grandes empresas surgieron como actores principales en la búsqueda mundial de recursos. Durante la era del fordismo (aproximadamente entre 1913 y 1973), los titanes de la industria intentaron establecer sus propios miniimperios. Con el objetivo de la integración vertical, las grandes empresas internalizaron varias etapas de la producción, incluidas las materias primas y la energía. La planta de Ford en River Rouge, terminada en 1927, no solo integraba la fabricación de los componentes del automóvil, sino que también producía el acero necesario in situ utilizando mineral de hierro y carbón de las propias minas de Ford. Un año después de poner en funcionamiento River Rouge, Ford intentó integrar también el caucho en sus operaciones, estableciendo una plantación en el norte de Brasil. Ese esfuerzo, a diferencia de las minas de carbón, finalmente fracasó.
La crisis económica de la década de 1970 puso fin al fordismo, lo que provocó la reorganización de las cadenas de suministro mundiales. Las innovaciones en las finanzas, el transporte marítimo de contenedores y la logística permitieron a las empresas desintegrarse, deslocalizar y externalizar sus operaciones no solo entre diferentes empresas, sino en todo el mundo. El resultado fue la compleja red de cadenas de suministro, dispersa espacialmente y «troceada», que conocemos hoy en día. Estas estrategias corporativas se alinearon con las políticas gubernamentales que fomentaban el movimiento transfronterizo de capital, materias primas y productos acabados con un mínimo de regulaciones, y se vieron facilitadas por ellas. Esta lógica de eficiencia económica se extendió a las fronteras extractivas: la minería se llevaría a cabo donde fuera más fácil y barato, en países de bajos ingresos con abundantes yacimientos y gobiernos flexibles.
Hoy en día, parece que la historia está corriendo en sentido contrario. Ni los responsables políticos ni las empresas transformadoras confían en los lemas de la globalización, el «libre comercio» y los «mercados abiertos», para garantizar un acceso fiable a las cadenas de suministro de baterías de litio. En cambio, potencias mundiales como China, EEUU y la Unión Europea están fomentando activamente la minería de litio dentro de sus fronteras. Cuando viajé a Bruselas a finales de 2019, supe que los responsables políticos europeos aspiraban a la «autosuficiencia» en minerales críticos, un objetivo audaz, quizás inalcanzable, para un continente que actualmente depende casi por completo de los metales importados del extranjero.
Al otro lado del Atlántico, ideas similares se estaban imponiendo en Washington. Era el primer mandato de Trump, que había basado su campaña en el nacionalismo económico: la nostalgia por una época pasada de la industria manufacturera estadounidense combinada con la xenofobia hacia China, los inmigrantes o cualquiera que pudiera servir de chivo expiatorio por el vaciamiento de la industria nacional. Biden también abrazó la producción nacional de tecnologías verdes, desde la mina hasta la fábrica, y los altos funcionarios criticaron abiertamente el paradigma anterior del libre comercio y la globalización.
Este impulso no ha hecho más que cobrar fuerza. El mismo día en que tomó posesión para su segundo mandato como presidente, Trump firmó una orden ejecutiva con el objetivo de «restaurar» el «dominio mineral» de EEUU. Tanto en la UE como en EEUU, los responsables políticos han hecho especial hincapié en la importancia estratégica de la relocalización de los minerales críticos, con los vehículos eléctricos, sus baterías y su insustituible aporte de litio como protagonistas.
Se podría pensar que, si los países ricos que se han beneficiado durante mucho tiempo de las lejanas fronteras de los recursos empiezan a traer la extracción a casa, las marcadas desigualdades económicas y ecológicas del orden mundial podrían empezar a nivelarse: en teoría, la relocalización podría ser un paso hacia una distribución más equitativa de los daños y beneficios de la extracción. Pero la extracción no solo se distribuye de forma desigual entre las regiones del mundo, o entre los países pobres y ricos. También se experimenta de forma diferente dentro de ellos. La expansión de la minería de litio en el suroeste de EEUU, con su legado entrelazado de despojo indígena, minería tóxica y pruebas nucleares, no repara el daño en el Sur Global ni promueve la causa de la justicia global.
Por importante que sea gobernar mejor la extracción y distribuir sus costes y beneficios de forma más equitativa, no hay forma de eludir la necesidad de reducir la minería en general. Independientemente de si debemos llamar a ese cambio «decrecimiento», debe quedar claro que la carrera por nuevas fronteras está impulsada por la incesante demanda de materias primas para alimentar las fábricas del capitalismo global que abastecen los estilos de vida de los consumidores, especialmente los más acomodados.
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La crisis climática, la minería del litio, la transición energética y, con suerte, algo parecido a la seguridad climática: no se trata de pasos secuenciales en una trayectoria lineal, sino de procesos que se cruzan y se desarrollan a una velocidad cada vez mayor, chocando entre sí en el tiempo y el espacio. Actualmente nos encontramos en lo que la analista de sistemas energéticos Emily Grubert denomina la «transición intermedia». Se están implantando las energías renovables, pero los combustibles fósiles siguen siendo dominantes. Algunos rincones de la economía global se están descarbonizando, mientras que la mayoría siguen emitiendo gases y calentando la atmósfera. Esto implica igualmente la multiplicación de las fronteras extractivas. El capitalismo fósil está dolorosamente muerto; las minas para abastecer al capitalismo verde aún se están construyendo.
No existe un truco sencillo para escapar de nuestro enredo terrenal con la generosidad de la naturaleza, ni para desmantelar las relaciones de poder que se han sedimentado en su propia fuerza de la naturaleza. Las implicaciones son bastante importantes. Los impactos de la minería de litio --en los sistemas hídricos, la biodiversidad y los derechos territoriales de los indígenas-- se verán intensificados por la misma crisis climática que se pretende mitigar. La inseguridad política y económica exacerbada por las temperaturas extremas desestabilizará las cadenas de suministro, incluidas las de las baterías de litio. Y todos estos procesos remodelarán los conflictos por los recursos minerales, aumentando lo que está en juego.
En septiembre de 2021, visité Rhyolite Ridge, el emplazamiento de una mina a cielo abierto que una empresa australiana tiene previsto construir en el suroeste de Nevada. Desde la distancia, parecía una colina de color blanco calcáreo, con sus suaves curvas recortadas contra un cielo azul cobalto. Al acercarme, la forma y el color se fragmentaron en una maraña de polígonos irregulares en diferentes tonos de gris.
Las rocas abigarradas tenían compañía. Un racimo de hojas verdes en forma de lágrima, cada una cubierta de pequeños pelos pálidos, se acurrucaba entre los bordes irregulares. Tres tallos resistentes, coronados por una esfera de delicados pétalos color crema, brotaban de su centro. Al igual que otras especies de su género, esta flor silvestre del desierto, el trigo sarraceno de Tiehm (Eriogonum tiehmii), ha evolucionado para prosperar en condiciones adversas, como el calor intenso y la aridez. Esta planta extremadamente rara solo vive en suelos ricos en litio y boro, por lo que solo crece en Rhyolite Ridge, uno de los dos yacimientos combinados de este tipo que existen en el mundo. El destino de esta flor y el futuro de la transición energética están ligados. La resolución de este conflicto dependerá de decisiones normativas contradictorias, permisos estatales y federales, y cientos de millones de dólares en inversiones externas y préstamos del Gobierno de EEUU.
El día antes de visitar Rhyolite Ridge, conduje hacia el oeste por la US-95 desde Las Vegas, donde había pasado la semana en una convención corporativa sobre litio, hasta la ciudad fantasma de Goldfield. Como su nombre indica, Goldfield fue en su día un próspero centro de extracción de oro. En 1906 tenía 20 000 habitantes. Solo cuatro años después, tres cuartas partes de la ciudad habían desaparecido. Mientras tanto, el gobierno estatal se había confabulado con los propietarios de las minas para reprimir brutalmente la organización sindical militante, llegando incluso a convencer al presidente Theodore Roosevelt de que enviara cientos de tropas federales.
En los años siguientes, las empresas mineras abandonaron la ciudad. Los historiadores atribuyen la fuga de capitales al coste de la extracción de oro en Goldfield, donde la salmuera subterránea podía llenar los pozos mineros y había que bombearla. El violento conflicto de clases también pudo haber influido. En cualquier caso, una serie de incendios catastróficos selló finalmente el destino de la ciudad.
Al ver lo que quedaba de Goldfield, me pregunté si el legado de los ciclos de auge y caída y la violencia patrocinada por el Estado se repetiría en las fronteras extractivas de la transición energética. La historia puede pesar mucho sobre el presente y el futuro. Puede evocar pesadillas. Pero también puede tomar la forma de sueños incumplidos: sueños de justicia, de autodeterminación, de cooperación global, de vivir bien en nuestro único planeta.
Durante mi viaje en coche a la ciudad, un anuncio de la radio me advirtió de la peligrosa calidad del aire: gases tóxicos, contaminantes y partículas en suspensión cruzaban la frontera desde California. El humo procedía de la cola del incendio de Caldor, que quemó más de 200 000 acres de bosque en Sierra Nevada. El calentamiento global provocó más de diez mil incendios en el oeste de EEUU solo en ese año. Se calcula que los incendios liberaron 37 000 millones de toneladas métricas de dióxido de carbono a la atmósfera, lo que augura un futuro con aún más incendios e inundaciones.
* Profesora asociada de ciencias políticas en el Providence College, EEUU.
nybooks.com. Traducción: Antoni Soy Casals para Sinpermiso.