Las catástrofes del Partido Comunista de Chile

Catástrofe 1973
Al producirse el Golpe Militar, el PC actuó de acuerdo a las lecciones aprendidas en una larga historia de persecuciones. Se quemaron los carnets partidarios y las listas de colaboradores; la literatura formativa, teórica e histórica necesaria para la educación de los militantes se destruyó, incluso banderas y símbolos fueron literalmente enterrados.
Militantes activos contactaban a militantes que, por alguna u otra razón, habían estado alejados de la organización para solicitarles ayuda en tareas clandestinas, desde las más "pequeñas", como llevar un mensaje, hasta las más arriesgadas, como prestar tu casa para albergar a los más perseguidos; casas que más tarde conoceríamos como "casas de seguridad". Secretarios Políticos y Encargados de la Organización Interna de distintos niveles pasaron a la clandestinidad.
Desde fuera pareció una reacción centralmente coordinada, pero no lo fue: fue heterogénea y obedeció a la experiencia política de los trabajadores-militantes en cada territorio y a las condiciones de esos territorios. En Valdivia, por ejemplo, la Juventud Comunista presentó resistencia en las poblaciones (barrios) populares atacando a militares y carabineros con unas pocas armas de mano, pero muy pronto este conato fue sofocado con el peso de la represión. Al mismo tiempo, militantes del partido se entregaban a los militares para "aclarar" su situación (y la empeoraban), como en el caso de regidores, alcaldes y diputados.
En el período que va desde 1973 a 1978, la izquierda en su conjunto pierde a sus mejores dirigentes y militantes políticos, sindicales, deportivos, indígenas y poblacionales. La guerra de clases se expresa en el asesinato, la desaparición y la ejecución de la mayoría de militantes anónimos, y en el exilio para los más afortunados. Este proceso ha sido despolitizado bajo el rótulo de "crímenes de lesa humanidad": se le explica a la sociedad que "ellos", un ellos neutro, sin rostro, sin historia, sin clase, "han muerto por sus ideas" o "por pensar diferente". Se oculta el hecho de que fueron asesinados por ser trabajadores que defendían los intereses de los trabajadores.
No podemos evaluar cuánto perdió la izquierda en su conjunto ni el alcance histórico de este exterminio, pero no solo se perdieron vidas: también un cúmulo de experiencias y de prácticas políticas que echaban raíces en el pueblo y conectaban a los partidos con la sociedad y al PCCH con la clase que representaba. Es decir, se perdió una cultura política, unas prácticas culturales que le pertenecían al pueblo. El asesinato de los portadores de esa cultura buscaba eliminar físicamente estas prácticas. Junto con la persecución a las organizaciones de trabajadores --que no ha cesado desde el 11 de septiembre de 1973 hasta ahora--, esto ha posibilitado que no exista una izquierda de los trabajadores, constituida por trabajadores y estructurada de acuerdo a sus propias prácticas e intereses. Desde ese punto de vista, ya no existe la izquierda.
Resurrección 1983
No es que en plena dictadura no existieran militantes del Partido Comunista dentro de las empresas, pero la vida se había precarizado tanto que en 1982 la Cruz Roja Internacional consideró a Chile un país en peligro de crisis humanitaria. Los militantes prefirieron reorganizarse en las poblaciones donde vivían y no arriesgar sus trabajos, donde además se sumaba la persecución sindical. Los trabajadores que aún conservaban cierto nivel de vida y capacidad de negociación eran los mineros de la gran minería del cobre. En el resto del país, la precarización era abismal y en las ciudades el vendedor ambulante dominaba el paisaje. Los "coleros", ese indicador popular del estado de la economía, ocupaban cuadras y cuadras. Todo se vendía: ropa usada, enchufes viejos, herramientas. Y todo al ritmo de "ríe cuando todos estén tristes".
Entre 1973 y 1978 la dictadura no tenía un plan económico, pero el Ejército de Chile sabía que debía matar a trabajadores para destruir sus organizaciones, someterlos y llevarlos de vuelta al inquilinaje, tal como lo habían practicado en las Escuelas de las Américas.
Desde 1978 en adelante se trató de instalar un tipo de capitalismo que ya no necesitaba la industrialización. Otros producirían; nosotros venderíamos piedras, jarras de vino, pedazos de pescado, financiados con la plata de los trabajadores tan aterrorizados que no podían decir "no" al robo institucionalizado de sus pensiones, con las que se financia hasta el día de hoy una economía de parasitismo empresarial.
Será el espacio territorial --el barrio, la población-- el escenario de rearticulación de la sociedad. Los militantes comunistas y de izquierda que aún tenían un trabajo prefirieron organizarse en sus poblaciones.
La importancia de la "pobla" como espacio de resistencia y lucha antipinochetista no ha sido estudiada en profundidad, pero sin lugar a dudas fue en ese espacio donde realmente se expresó la lucha antidictatorial. Allí convergieron la Iglesia Católica y la clase media que buscaba alianzas políticas, presentándose a través de sus ONG para orientar la lucha. En estos escenarios se desarrollaron formas activas de solidaridad de clase, que aún hoy se repiten, como las ollas comunes que fueron tejiendo una red de resistencia e impulsaron las pascuas populares, el comprando juntos, los grupos de teatro poblacional. Formas organizativas que legitimaron la autodefensa territorial.
Todos estos factores --el cambio de modelo capitalista y la respuesta del pueblo-- propiciaron que el grueso de los militantes se encontrara entre los pobladores y los estudiantes, y no entre los trabajadores ejerciendo su rol en la empresa. La empresa no se despolitizó: se volvió pinochetista, comprendió que era el tiempo de la revancha contra los trabajadores y aprovechó el momento.
Las centrales de trabajadores dejaron de representar un movimiento orgánico a la ofensiva. Eran respuestas parciales que podían llamar a la paralización nacional, pero el enfrentamiento real estaba en los territorios y era de autodefensa, paramilitar o derechamente militar.
En el caso del PCCH, la política de Rebelión Popular fue leída por no pocos militantes comunistas de vieja escuela como una política "de los de afuera" y de los jóvenes. Y era cierto. La Rebelión Popular de Masas no fue producto de un debate dado al interior del PC en el país, sino de las reflexiones de los dirigentes en el exilio, que llegaron a la conclusión de que había existido "un vacío histórico" en el accionar comunista: no contar con una política militar propia.
Sin embargo, en esa explicación del fracaso de la Unidad Popular se omitió que las contradicciones de clase al interior de la UP explicaban también su desenlace: la dirigencia política del más alto nivel pertenecía a la pequeña burguesía intelectual o a la clase media ilustrada, lo que impregnaba sus prácticas culturales y su análisis de la realidad sociopolítica. Así surgió la creencia en un ejército no deliberante.
En el PC, la explicación militar pasó a ser oficial. No existió un congreso partidario que le diera legitimidad. Para los cuadros de trabajadores formados en la lucha sindical, la Rebelión Popular de Masas tenía el tufillo de una política impuesta desde el extranjero.
Los nuevos militantes de la JJ.CC. entre 1983 y 1988 buscaban terminar con una situación invivible. Los espacios de contestación estaban en la vida diaria del territorio, y muchas veces se reducían al enfrentamiento con la represión. El crecimiento político y la educación, aunque realizados entre pares, carecían de base teórica sólida.
Es llamativo que la mayoría del Comité Central de la Juventud Comunista y, en especial, su Secretariado Político estuviesen compuestos por dirigentes estudiantiles de universidades prestigiosas --como Lautaro Carmona-- que podían recitar a Marx, Lenin, Rosa Luxemburgo o el Che, mientras que en las poblaciones los militantes ponían el cuerpo expuesto a la violencia del Estado. La JJ.CC. se convirtió en cantera del FPMR, pero solo después de 1986 la composición del Comité Central comenzó a cambiar, sin llegar nunca a ser verdaderamente "poblacional", aunque su militancia mayoritaria sí lo era.
La clandestinidad del PCCH permitía que las designaciones de dirigentes no fueran explicadas. Así, los dirigentes regionales ya no eran militantes de la región, no compartían su cultura y traían prácticas propias como únicas válidas. Estos "atendían", como en la nueva cultura de servicios que se abría paso en el país. A través de ellos, la política del partido se explicaba, se debatía y, sobre todo, se aplicaba. En los territorios y poblaciones sin historia previa de lucha, los militantes no podían elaborar una política propia más allá de la resistencia inmediata.
Catástrofe 1989
El resurgimiento del PCCH entre 1983 y 1990 se basó en su inserción en las universidades, la enseñanza media y, sobre todo, en las poblaciones. Pero estas fueron vistas solo como lugares de residencia de trabajadores y pobres, no como un sujeto político con características propias. A pesar de la formación del Comando Nacional de Pobladores, que mostraba esa posibilidad, no se comprendió que los trabajadores estaban lejos del PC y que la base militante real eran los pobladores.
El Partido Comunista transitó desde el trabajador como figura constitutiva de la organización hacia el funcionario, un grupo especializado en explicar lo que dirigentes autoelectos decidían, apoyados por intelectuales de clase media ilustrada reproducidos en universidades y ONG.
Esto significó no atender la formación política ni las iniciativas de la juventud poblacional. Un ejemplo: en 1991, la Dirección Comunal Poblacional de la JJ.CC. en Valdivia planteó crear un centro de investigación y preuniversitario financiado con emprendimientos cooperativos de jóvenes trabajadores y estudiantes. La Dirección Central devolvió la propuesta con un gran "NO" en la primera página, sin explicación alguna.
El desarrollo intelectual y político descentralizado, coherente territorialmente y de clase, terminó en 1973. Bajo dictadura, el PC entró en una etapa centralizada, dominada por el militante profesional y la élite intelectual, sin base obrera reivindicativa en la empresa sino en la población, la cual no fue reconocida como sujeto político. La caída de la URSS profundizó esta crisis, llevando al PCCH a una paulatina desaparición.
Para 2005 sobrevivían apenas algunas regionales con un puñado de militantes que arrendaban locales y flameaban banderas, reduciendo su acción a gestos simbólicos como la defensa de Gladys Marín del local del PC en Santiago ante su expropiación.
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