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Estado español :: 29/10/2025

El timo de la cultura: el Instituto Cervantes, la RAE, el Premio Planeta

David Souto Alcalde
La cultura es una invención de la época de los totalitarismos. El espíritu jacobino de la RAE y el origen falangista del Instituto Cervantes evidencian este afán por controlar las inteligencias

Primero fueron los vendedores de crecepelo, que inundaron las calles aprovechándose de la vulnerabilidad de todos los señoros que querían lucir cabellera y desmentir al paso del tiempo. Pero poco después, con el mundo moderno ya asentado, fueron los vendedores de enciclopedias los que tomaron el testigo del embuste, empeñándose en aporrear las puertas de todas las gentes humildes que aspiraban a ascender de clase para engañarlas con ese timo ilustrado llamado cultura. La cultura es el gran embeleco de la modernidad, un arma inhibidora de cerebros y voluntades con las que el Estado lleva ya demasiado tiempo intentando convertir a los ciudadanos en ovejas.

Es casi escandaloso decirlo, pero la cultura es una invención reaccionaria con la que los herederos de la Ilustración (y del estatalismo desbocado promovido por esta) intentan poner freno a la libertad que todos y cada uno de nosotros hemos adquirido gracias a las prácticas autodidactas de exaltación del ingenio (en detrimento de la sangre o linaje) que el Humanismo y el Barroco impulsaron de manera oficial hasta el s. 18 y que siguen, en gran medida, operativas hoy en día. Me refiero a algo tan simple pero revolucionario como haber convertido en un instrumento distinguido de transformación personal la lectura, la escritura, el estudio o la conversación sobre tal o cual tema, sin necesidad de pastoreos de ningún Ministerio de Cultura ni del control de ninguna institución gubernamental.

Baste como ejemplo del carácter disruptivo de este universo del ingenio anterior a la catastrófica llegada de la cultura, El Criticón (1651) de Baltasar Gracián, donde la sabia Artemia es capaz, por medio del ejercicio de las artes, de "coger entre las manos un palo, un tronco, y irle devastando hasta hacer dél un hombre que hablaba de modo que se le podía escuchar; discurría y valía, al fin, lo que bastaba para ser persona". Contra lo que pueda presuponer un lector contemporáneo, el poder civilizador de Artemia no es el de la cultura (instrumento alienador donde los haya), sino, como ella misma indica, el de la industria, una mezcla de ingenio, prudencia y astucia. Es más, si algo está consiguiendo la cultura es reconvertir a las personas liberadas por Artemia en inertes troncos de madera que sirven, como mucho, para conformar las sillas en las que asientan sus rotas posaderas los hombres de cultura (políticos de la letra en el peor de los sentidos) de instituciones subvencionadas por el Estado como el Instituto Cervantes o la Real Academia Española.

Habiendo alcanzado su grado máximo de control sobre la población, el mundo de la cultura ya no oculta sus intenciones reales y se muestra como lo que es: un enorme circo que ofrece espectáculos barriobajeros en los que se enfrentan distintas camarillas del poder reinante a las que los ciudadanos tenemos que apoyar como si fuésemos hooligans descerebrados. Es un juego de rol masivo que representa la única parte que nos es concedida de democracia, pues se nos permite --e incluso exige, de manera implícita, si queremos ser ciudadanos-- declararnos parte de los que apuestan por Pablo Motos o de los que admiran a David Broncano, de los que aseguran leer (sin sentir pena de la involución del intelecto humano) a Almudena Grandes o a Pérez Reverte; de los que escuchan a nuestro admirado C Tangana o, de los que creyéndose radicales, sueltan el pedillo silencioso y el gritito de escándalo tarareando a la aristogata Rigoberta Bandini.

La última guerra en estallar ha enfrentado a los comisarios políticos del Instituto Cervantes, dirigidos por el poeta panarra de ansias despóticas Luis García Montero, contra los distinguidos marimantas de la Real Academia Española, un conjunto de señoros de pene y vagina que sueñan con que se restaure el peluquín kantiano y cuyas intenciones huelen a centollo de varias semanas (es decir, a orina rancia). Pero que nadie se equivoque. Esta guerra de bandos no enfrenta a la supuesta derecha con la supuesta izquierda, sino que evidenciando que la cultura siempre ha sido monopolio de la "izquierda", llama a la lucha ciudadana entre los que apoyan el globalismo del ejército woke zapateril-sanchista del Instituto Cervantes contra los que prefieren a los aristo-suresnistas otaneros de la RAE, quienes quieren convertir a Felipe González en el nuevo Pelayo de España. Es el PSOE de antes contra el PSOE de ahora con sus gramitos chulapos de Podemos, Sumar e IU.

Es todo parte de una estrategia de confusión que intenta alienar a la ciudadanía para que apoye a unos u a otros pensando que son opciones diferentes, cuando en realidad representan los intereses de una misma ciénaga plebéfoba y absolutista. Con todo, debemos reconocer que, como ha denunciado desde el bando agraviado Álvaro Pombo (uno de los escasos académicos con méritos reales), el Instituto Cervantes es una institución política con cargos nombrados a dedo dependiente del Ministerio de Asuntos Exteriores que está llevando a cabo un trabajo de alcantarilla consistente en presionar a la RAE para que esta se alinee con el Gobierno. Pero no es menos cierto que la "independencia" de la RAE, donde unos académicos nombran a otros, produce risa floja, pues si algo quería el soldadito mayor del reino García Montero al llamar poco menos que cerdo capitalista insensible a la cultura al actual mandamás de la RAE era, según se dice, evitar que llegue a presidente Juan Luis Cebrián, azote del sanchismo, sí, pero líder supremo de El País en su periodo de gloria felipista e hijo de Vicente Cebrián, Secretario General de Prensa del Movimiento y director de Arriba, diario oficial del franquismo.

Si algo debiéramos tener claro los ciudadanos ante este presunto duelo a garrotazos, es que la RAE y el Instituto Cervantes son dos instituciones que nunca debieran haber existido y que deben desaparecer cuanto antes. La RAE fue fundada en 1713 como un proyecto ilustrado a imitación de la Academia Francesa, creada más de medio siglo antes por ese enemigo declarado de España que fue Richeleu, inventor, además, de la política absolutista que en forma tecnócrato-demócrata hoy padecemos. El objetivo de la RAE, abiertamente político, no fue otro que el de ejercer las funciones de comparsa y sicariato cultural del centralismo borbónico impulsado entre 1706 y 1717 por los Decretos de Nueva Planta de Felipe V. La RAE no tenía ninguna otra razón de ser, pues el mundo hispano a inicios del s. 18 poseía un castellano inmensamente rico pero lo suficientemente estandarizado --es decir, de fácil uso y comprensión entre los distintos pueblos hispanos-- como para haber creado tanto la literatura medieval peninsular como ese milagro que es la literatura de los Siglos de Oro y que se desarrolló a ambos lados del Atlántico.

De ser demasiado ingenuos, podríamos asumir que la RAE no pretendía intervenir en el castellano forjado por verdaderas autoridades como el Arcipreste de Hita, Cervantes, Santa Teresa, Góngora, Sor Juana o el Inca Garcilaso, sino que su objetivo era recoger los usos fijados por estas en un Diccionario de Autoridades como el de 1726. Pero esta excusa apenas se sostiene, porque el castellano contaba ya con el Tesoro de la Lengua Castellana (1611) de Covarrubias, además de disponer de la primera gramática de una lengua moderna europea desde que Nebrija la publicó en 1492 sin necesidad de apoyarse en un grupo de expertos subvencionados con fondos públicos. Es cierto que para el gusto ilustrado y cientifista de la RAE el diccionario de Covarrubias era demasiado barroco e ingenioso, aun cuando acabó siendo un pilar fundamental del que ellos mismos elaboraron, pero ¿qué diccionario pretenden configurar o actualizar hoy en día nuestros académicos? Toda persona que pase parte de su tiempo entre diccionarios sabe que el mejor es el que elaboró en sus ratos libres en la mesa del comedor de su casa en los años cincuenta y sesenta esa madre de familia llamada María Moliner. El Diccionario de uso del español de María Moliner fue publicado en 1966 y como reseñaba García Márquez, uno de los últimos y escasísimos literatos que han escrito en castellano:

tiene dos tomos de casi 3.000 páginas en total, que pesan tres kilos, y viene a ser, en consecuencia, más de dos veces más largo que el de la Real Academia de la Lengua, y -a mi juicio- más de dos veces mejor.

La RAE, más preocupada por autopreservarse como una covacha para hurones con ansia de medrar que de la salud lexicográfica del castellano, agradeció sus servicios a María Moliner rechazándola como académica por no ser una filóloga, pese a que hubiese hecho ella sola más que la RAE en toda su historia. No hay, por lo tanto, ninguna justificación que no sea política para sostener una institución que es menos eficiente a la hora de configurar un diccionario que una persona anónima. La RAE, además, sigue siendo una monstruosidad ilustrada a destiempo que pretende exterminar la radicalidad barroca del castellano imponiendo "la claridad", pues como afirmaba el logomorfo Darío Villanueva, expresidente de la RAE (y antiguo profesor de quien esto escribe) en el X Congreso Internacional de la Lengua Española celebrado hace unos días en Arequipa (Perú): "La claridad es un imperativo categórico ilustrado y kantiano al que debemos prestar especial atención".

Pero, ¿qué decir del Instituto Cervantes, brazo político del Gobierno de turno, financiado por el Ministerio de Asuntos Exteriores, y con un presupuesto anual de casi 168 millones de euros? Creado en 1991, el Instituto Cervantes no es más que la continuación degradada del falangista Instituto de Cultura Hispánica, operativo entre 1945 y 1988, y establecido en los primeros años del Franquismo para intentar aunar bajo ideales católicos de la España Imperial a los países hispánicos amigos (por ejemplo, la Argentina de Perón) frente a la modernidad reinante. El Instituto de Cultura Hispánica, que también dependía del Ministerio de Asuntos Exteriores, funcionó como una plataforma para agrupar a las facciones antagónicas de la derecha española franquista (tradicionalistas, falangistas, liberales) y tuvo como uno de sus presidentes más ilustres a Blas Piñar, precedente en lo que se refiere a las políticas verticales de García Montero, aunque mucho más cultivado y elocuente que él.

El concepto de la Hispanidad del Instituto de Cultura Hispánica estaba más cerca del cerril colonialismo moderno de Inglaterra o Francia que del antiguo imperialismo virreinal español, pero apostaba, en todo caso, pese a su verticalidad, por una idea de lo hispano. Como fiel continuador de este proyecto, el Instituto Cervantes que ahora preside García Montero sigue defendiendo una concepción autoritaria de la cultura, pero en vez de apostar por los elementos característicos de la civilización hispana, se ha convertido en altavoz del fascismo globalista de impronta anglófona. Por ejemplo, en el ya referido X Congreso Internacional de la Lengua Española celebrado la semana pasada, García Montero defendió, como los obispones de la RAE, "el lenguaje claro", aunque en su caso como "reivindicación de los principales derechos humanos" y "como expresión de valores democráticos". Sin despeinarse ni una de sus zapateriles cejas, el más bombonero de nuestros poetas panarras alertó sobre la necesidad de que hagamos un "uso democrático de la terminología del español", transformando la lengua en "un espacio de construcción ciudadana" y tomando la interculturalidad como un valor democrático que hemos de venerar. Por si alguien no entendiese tanto circunloquio, el mismo García Montero y sus compañeros de mesa aclararon en su intervención que el español ha de ser la lengua woke del futuro, y que hemos de podarla, desinfectarla y hacer poco menos que terapia conductual para que nadie más vuelva a cometer la tiránica injusticia de decir "discapacitado" en lugar de "persona discapacitada".

Siguiendo en cuanto a lo autoritario la senda del falangista Instituto de Cultura Hispánica, el Instituto Cervantes de García Montero pretende obviar, sin embargo, proyectos de construcción republicana de la Hispanidad como el que desde 1939 (con el Franquismo recién inaugurado) defendieron desde el México de Lázaro Cárdenas destacados exiliados españoles junto a otros intelectuales hispanos como alternativa al triunfo del liberalismo y del socialismo. Este republicanismo hispano, estudiado por Jaume Subirana y un servidor en un artículo reciente en lo relativo a las labores de traductor de Giambattista Vico llevadas a cabo por el gran poeta catalán Josep Carner, dio lugar a instituciones que situaron la civilización hispana a la altura de los tiempos como el Colegio de México o que la dotaron, mediante el Fondo de Cultura Económica, de una oferta editorial de traducciones y textos originales sin los cuales sería imposible explicar la posterior hegemonía cultural hispana. Lo que, desde luego, no hicieron los promotores de esta Hispanidad fue convertirse en tontos útiles de las degeneradas doctrinas protestantes sobre el lenguaje inclusivo.

Pero pese a que no haya nada menos español ni menos hispano que el jacobinismo afrancesado y el falangismo demente de la RAE y del Instituto Cervantes, los medios de comunicación pretenden que, en vez de exigir radiación urgente para este cáncer cultural que quiere hacerse con el control de nuestros cerebros y lenguas, nos erijamos en defensores de su veneno en la versión globalista u otanera. El timo de la cultura es cada vez más evidente porque se perpetra de manera abierta, como una estrategia desesperada por hechizar al mayor número de ciudadanos. Sin embargo, la desvergüenza de esta estafa empieza a ser ya demasiado obvia. Justo en la misma semana en la que el Instituto Cervantes y la RAE se retaban a muerte como si compartiesen plató en Sálvame Deluxe, el Premio Planeta era otorgado con su millón de euros a Juan del Val, quien fue convertido en chivo expiatorio de ese timo sideral que es la cultura y agredido por la doctísima jauría de tertulianos, opinadores y youtubers. Todos los culturetas de postín han juzgado ya la novela premiada, tachando el fallo de fraude, como si Juan del Val no fuese un escritor famosete y viral como, por ejemplo, lo es Pérez Reverte, quien no destaca por su calidad literaria, sino por soltar gansadas sistémicas en público y por vender una cifra bastante grande de libros que no tienen más intríngulis que el de una trama estereotipada, salpimetanda con tropecientos hipónimos relacionados con la jerga militar del tal o cual época o con el lenguaje naval. Que nadie se llame a engaño. Ser capaz de vender muchos libros es un mérito envidiable, pero también vendieron hasta cansarse, con más eficacia, sin propaganda oficialista y sin tanto cuento, Corín Tellado en el pasado u hoy en día Gómez Jurado o ese adictivo pseudónimo llamado Carmen Mola.

¿Existe realmente alguna diferencia entre la cultura del espectáculo que puedan representar Juan del Val o Sonsoles Ónega o la que representan miembros de la RAE como Pérez Reverte a o poetas de envoltorio de bombones como García Montero? Estamos ante dos caras de una misma moneda, pues prácticamente ninguno de los integrantes de la RAE actual puede presumir de estar a la altura de miembros de las mafias académicas de otras épocas como Cela, Delibes o Torrente Ballester. De hecho, como evidenció la reciente carta censora del académico numerario José Manuel Sánchez Ron a Juan Manuel de Prada, ciertos miembros de la RAE ya no son capaces ni tan siquiera escribir con el nivel de un estudiante regulero de 4º de la ESO.

Llegados a este punto en el que la cultura ha devenido finalmente espectáculo y el espectáculo cultura, haríamos bien en exigir que se cierren chiringuitos culturales como la RAE y el Instituto Cervantes (¡y, desde luego, el Ministerio de Cultura e Indoctrinación!), pues corremos el riesgo de que se conviertan en furibundas iglesias de gentes degeneradas que se sienten con la legitimidad de imponernos sus parafilias lingüísticas a golpe de peluquín kantiano, o de decretar lo que es cultura y lo que no (no se olviden del cheque cultural de 400 EUR para videojuegos de Pedro Sánchez o de la polémica con respecto a los toros de Urtasun). El mundo de la cultura es una oscurantista rémora despótica de ese Antiguo Régimen que arrancó, contra lo que se diga, con la Ilustración, y que nos impide ejercer sin tutelas estatales la libertad intelectual que no pocos de nuestros antepasados llegaron a conquistar a su cuenta y riesgo, fijándola en obras que son hoy de provecho común.

brownstoneesp.substack.com

 

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