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Pensamiento, Estado español :: 25/02/2007

Los ojos de la locura

Pedro García Olivo - La Haine
Aproximación metafórica, silenciosa, al desafuero cubano :: Hay una forma de devorar a un hijo que me conmueve como un beso en la frente del enemigo: Goya la representó, haciendo de Saturno un monstruo.

I)

Toda la portentosa expresividad del cuadro parece emanar de tres fuentes primordiales, brechas de luz y de temblor desgarrando el implacable manto de una Tiniebla opaca, más negra que la pena y que la culpa: esas manos que oprimen con desesperación el cuerpo del niño, como en un arrebato de amor absoluto (posesivo hasta la muerte), delatando una peculiar urgencia en el crimen, un revelador apresuramiento -el deseo de hundirse súbitamente en la noche despejada del horror, antes de que la Razón abandone su frágil duermevela y, candil en mano, usurpe el lugar de las estrellas; los hilillos de sangre que brotan dulcemente del cuello recién degollado, tiñendo de surco rojo la tierna espalda hasta desembocar intrépidos en los neblinosos fiordos de los dedos asesinos; y, sobre todo, esos ojos asaetados de sentido, cargados de palabras como de gritos un olivo, y acerca de los cuales se podría escribir un libro, pintar mil cuadros, soñar sin descanso.

Los ojos. Basta con mirarlos seriamente, como si por un instante fueran los del ser amado, para vislumbrar su secreto: no son los ojos del Crimen, ni los del Mal simplemente. Goya pintó, con la precisión de un espíritu atormentado, muy exactamente, los ojos de la Locura. Es, ésa, una mirada que entabla con el terror un doble trato -lo produce y lo expresa: aterrorizado, el monstruo aterroriza. Los ojos de Saturno no asustan sin más. Manifiestan en primer lugar el miedo del monstruo, "su" náusea y hasta "su" desazón por la atrocidad que está consumando. Distingue al loco verdadero, profundo, experimentar ese pasmo, esa angustia, en el instante mismo del asesinato. En el momento del crimen, la locura desvela su íntima fusión con el horror: el horror engendra la locura, la alimenta como a un hijo para apoyarse en su hombro, en ella se guarece y, por último, la locura siembra el horror por doquier, mantiene vivas sus brasas, vigila su celo y lo fecunda. El temor de Saturno, ese sobrecogimiento que expresan sus manos casi tanto como sus ojos (aprisionando con furia, con frenesí, el cuerpo del muchacho, a fin de ejecutar el crimen vertiginosamente, como en el centro de un huracán, en un rapto de pasión, con estremecida urgencia), implica también la "inocencia" del monstruo, lo redime como una "víctima" que no es libre de no matar. La locura, en efecto, no sólo se funde con el horror, su patria, su morada y su cosecha -también se funde con la inocencia.

Al perpetrar el crimen, el loco se ve asaltado por la consciencia de su inocencia, descubre repentinamente que existe una fuerza que lo domina, que se ha apoderado de él y que comete, sirviéndose de su cuerpo como del hilo de una marioneta, el abominable asesinato -ensangrentada la faca, una mano temblorosa la deja caer: no es la mano de la maldad, del odio, de Caín, sino la mano de la inocencia y hasta de la inocencia martirizada... El ojo del monstruo, la mirada del loco, refleja esa consciencia de no poderse resistir a un designio diabólico y tiránico, en relación con el cual, como presa, como juguete, como legado del horror de lo real, se revela inocente. Saturno tiembla de terror ante el bárbaro extravío de su voluntad; pero también sabe que él mismo, como monstruo, como loco, como asesino, no es lo primero. En sí procede de una monstruosidad más honda, de otra extendida locura, de cierto crimen permanente. Deviene fruto necesario, fatal como la escarcha que cada invierno pinta los campos y encoge los cuerpos, del horror de nuestra época: el insufrible estado de las cosas que lo aboca a la locura, la organización siniestra y cotidiana que lo ratifica como criminal.

Víctima culpable, homicida forzado, Dios hecho fiera, el monstruo, como la locura, disuelto en el horror y en la inocencia, también se funde con el corazón de nuestros días -por sus ojos mira nuestro tiempo efectiva y cruelmente presente, y en nombre de esa ultrajante contemporaneidad comete sus (nuestros) crímenes. Nadie como Goya ha sabido apresar esta complejidad del alma de la locura en una forma de mirar -y así como Saturno mira, así, henchido de terror y servidumbre, nos contempla nuestro mundo, esta existencia de pesadilla que devora cada día a sus más sensibles hijos.

II)

Al ser los ojos del monstruo los ojos de nuestra época, son también los ojos de la Revolución. Son los ojos de todas las revoluciones, pasadas, vigentes y pendientes, ganadas y perdidas como la felicidad posible y el dolor que no puede ser. La Revolución Francesa, que comparte con Saturno ese modo de mirar, es mucho más que una, la primera, de las "revoluciones burguesas": es el símbolo, el espíritu, de todas las rebeliones pensables, humanas demasiado humanas; es la sublevación del hombre contra el horror, un levantamiento por los mismos medios del horror y en favor de formas superiores de opresión y de tragedia. Con la Revolución mueren los hombres, pero casi nunca el sistema. Y al igual que Saturno devora a su hijo, la Revolución devora a los revolucionarios: Robespierre, la mano temblorosa de la Insurrección, aplaca el hambre de muerte de la guillotina con la decapitación de sus compañeros de lucha... Los ojos de Robespierre, reparando en la cuchilla que siega la vida de sus correligionarios, son los ojos encendidos de Saturno al adquirir consciencia de su propio delirio y son los ojos de la atormentada Revolución: hay en ellos más miedo que maldad, hay locura, hay inocencia, hay crimen -mas un crimen horrorizado. Son los ojos de la Revolución amenazada, con la patria desgarrada por una guerra civil, invadida por el Extranjero, plagada de conspiradores y enemigos como de malas hierbas un labrantío decadente, asolada por el hambre y la miseria...

Son los ojos de un monstruo que ya no es libre de actuar de otra forma, que mata por miedo o, al menos, con miedo. Antes de matar, por supuesto, la Revolución ya ha muerto -mata su cadáver. Saturno no es Saturno, sino un monstruo, cuando devora a su hijo; Robespierre ya no es Robespierre -un viento frío, nocturno, sepulcral, ha secado la flor de la Fraternidad que engalanaba su pecho. La Revolución, que ya ha degenerado, enloquecido, enfermado, que se asemeja por fin más a su adversario, al horror que combatía, con ayuda del cual forcejeaba, que a sí misma, mata por nosotros -o, mejor, a través de ella mata nuestro mundo, que tampoco es libre de no hacer fracasar toda revolución concebible.

III)

Siendo los ojos de nuestro mundo, los ojos de Saturno no son ya los del hombre contemporáneo: el hombre de nuestro tiempo, en cuyo corazón blindado ya no mimbrea la grandeza antigua y la soledad de espanto de los jacobinos derrotados, inmune al hermoso destino de los dioses homicidas, ha aprendido a matar sin sufrir.

El hombre de nuestra época no está loco; ahora es ya, simplemente, un asesino. Su mirada (plana, helada, desierta, astillada por la seguridad y por el hierro) sí es, sin más, la de la maldad radiante, la del crimen sin sombra ni matiz. No tiembla su mano, no suelta la faca, se aferra a ella como a sus cadenas y la baña de sangre en sus cárceles, en sus escuelas, en sus fábricas, en sus cuarteles, en sus hogares... No lo gobierna la locura: sirve a la Razón. Comete sus crímenes sin parpadear, sin terror en los ojos, sin pesar, sin miedo, con la consciencia tranquila y casi por costumbre, como cuando trabaja o hace trabajar y obedece o hace obedecer. A través de él no mata el desvarío, mata la Razón -esa Razón que emergía cuando Goya pintaba a Saturno, y Saturno era su contrario.

IV)

Para quienes, por creer en la dialéctica o en el progreso, esperaban algo de la Revolución Francesa, aparte del horror en que se disolvió, ésta no fracasó o lo hizo por una falta de Razón, de Ilustración, de Verdad Moderna. Para quienes ya hemos dejado de esperar milagros, paraisos o salvaciones, todas las revoluciones fracasan por irracionales, ya que lo más racional es no producirlas -lo más racional es perpetuar indefinidamente estos ojos del crimen sin más, que Goya no representó, ojos del mal desnudo, de la ausencia de inocencia y de la culpabilidad arrogante, asumida y olvidada... Desde que la Ratio justifica todas nuestras atrocidades (genocidios, destrucción de la naturaleza, exterminio de la diferencia, juego de las desigualdades y discriminaciones...), ya no hay dolor en los ojos de quienes cometen los crímenes cotidianos -blancos, lisos, luminosos, perpetrados entre sonrisas y silencios-, ya no hay miedo, angustia o desazón en la mirada del maestro, del verdugo, del patrón, del policía, del ministro, del sacerdote, del militar... Los ojos del monstruo, de Robespierre y de la Revolución, sólo se encuentran ya en el rostro azotado de los verdaderos locos contemporáneos -sólo en ellos se refugia, ahora, huérfana y estéril, la Inocencia.

El sueño de la Razón produce monstruos; la Razón, insomne y vigilante, nos engendra -engendra asesinos sin más... Junto al "asesino honrado" de Genet, monumento al horror e insignia de la locura, nos hallamos nosotros, criminales vulgares, anónimos y hasta apócrifos, sin grandeza ni disculpa, grises como el tedio, innumerables como las ratas, peligrosos como las ideas en que nos amparamos, y condenados a no dejar más rastro de nuestro paso por este mundo crepuscular, lisiado de vejez y de sed de suicidio, que la epidemia de nuestras víctimas, el daño que hayamos sido capaces de infligir a quienes se internan por la selva privada de nuestro poder.

www.pedrogarciaolivoliteratura.com

 

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