El conformismo que encubre la explotación reproductiva


La mal llamada gestación subrogada no es un acto de amor, ni una muestra de generosidad, ni una fórmula moderna de formar familia. Es explotación reproductiva: la mercantilización del cuerpo de las mujeres y la conversión de los hijos en productos con precio de catálogo, se simplifica en una palabra, esclavitud.
Sin embargo, esta violencia contra mujeres y niños suele pasar desapercibida porque está envuelta en un discurso muy eficaz: el buenismo. Un relato sentimental en el que se disfraza la explotación de solidaridad, que habla de “donación” cuando hay contratos y pagos, que presenta como “el sueño de ser padres” y en realidad una transacción económica con intermediarios.
A las mujeres se nos ha enseñado a cuidar de los hombres antes que practicar el autocuidado o cuidarnos entre nosotras. No es casual: es un mandato cultural que se transmite de generación en generación. Incluso madres que conocen de primera mano lo que significa gestar y parir, son capaces de justificar que otra mujer explotada ceda a su bebé para que un hombre cumpla su deseo, que no derecho, de paternidad. El dolor y el vínculo de la gestante desaparecen del relato; lo único que importa es el comprador y su anhelo.
El buenismo actúa aquí como anestesia: en lugar de mirar la desigualdad y la violencia, se nos invita a celebrar la “solidaridad” o la “diversidad familiar”. Y quien se atreve a denunciar esta realidad es tachada de intolerante, de “enemiga de la libertad” o de frenar la felicidad ajena.
El buenismo no es solo una actitud individual, sino que se enmarca en la cultura y política patriarcal. Durante años, partidos que se definen como progresistas han mantenido resquicios legales que permitían inscribir en España a bebés nacidos en otros países mediante explotación reproductiva. Es decir, mientras se proclamaba que aquí era ilegal, se legitimaba en la práctica el negocio internacional.
Los medios de comunicación, por su parte, han contribuido a normalizar la práctica. Cuando celebran que un famoso ha recurrido a los vientres de alquiler en el extranjero, se ofrece al público un relato edulcorado, centrado en la alegría de “estrenar paternidad”, ocultando los contratos de esclavitud a los que son sometidas estas madres, las renuncias forzadas y la desigualdad económica que hay detrás.
Así se construye una narrativa de consumo emocional que borra a las mujeres explotadas y convierte a los niños en trofeos sentimentales.
Frente a este panorama, el feminismo abolicionista ofrece una alternativa clara y contundente:
• Nombrar la violencia: no hay gestación subrogada, hay explotación reproductiva.
• Romper con el buenismo que nos obliga a empatizar con los explotadores y compradores y a silenciar a las mujeres.
• Cerrar los resquicios legales que aún permiten la mercantilización del cuerpo de las mujeres e invisibilizar el vínculo materno-filial.
• Visibilizar a las víctimas: las mujeres que gestan bajo coacción económica y los hijos tratados como mercancía.
La igualdad real exige valentía. No basta con discursos amables que enmascaran el dolor bajo un barniz de progreso. El buenismo podrá sonar compasivo, pero en la práctica es cómplice de la explotación.
Defender a las mujeres significa reconocer que no somos incubadoras y que los hijos no son objetos susceptibles de compra. Llamar a las cosas por su nombre es el primer paso para construir una sociedad que se atreva a ser verdaderamente feminista.
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