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Euskal Herria :: 17/10/2017

Cuando la dignidad humana se evapora frente a la ley

Psicóloga de Ibon Iparragirre

Siento la profunda necesidad de pronunciarme en calidad de psicóloga y ante todo de persona. Pronunciarme frente una situación dantesca que ningún diccionario se atrevería a definir, y no por ello deja de suceder en un Estado, en el cual día sí y día también gasta su saliva en hablar y defender los llamados derechos humanos.

Y mediante estas palabras quisiera informar a todo el personal sanitario sobre una historia real. Una persona con nombre y apellido y un sinfín de etiquetas aniquiladoras (nada reparadoras) que flota en un mar sin agua y sopla con sobre esfuerzo a las velas de su barco, ha sido obligado a echar el ancla, anulando sus fuerzas y oxidando su movimiento.

Y sin más preámbulos me gustaría preguntar a todos los profesionales de la salud, a aquellas personas que trabajan arduamente en la salvaguarda de la vida de sus pacientes qué medidas adoptarían si se les notificara que uno de ellos carece totalmente de la atención necesaria.

Sí, esa persona, un ser sumamente vulnerable que padece una enfermedad grave e irreversible, se haya expuesta a agresiones físicas y psiquicas que ponen en riesgo su vida, por la simple condición de ser un preso político vasco. ¿O quizás por su etiqueta de inadaptado, de antisocial?

¿Qué pensarían de la falta de comprensión de su cuadro? ¿Cómo se dirigirían a quien corresponda para que comprenda que alguien que padece HIV en grado 3, que tiene el cerebro tomado tumoralmente y presenta inevitablemente trastornos de conducta? ¿Qué sentirían si les informara que su paciente ha perdido casi totalmente la visibilidad y no está en condiciones de cumplir con casi ningún movimiento con seguridad, y por lo tanto necesita ayuda?

Creo que la respuesta es obvia: una persona en tales circunstancias debería recibir una asistencia médica y psicoterapéutica exhaustiva y de calidad, y los profesionales de la salud deberían velar por ella.

Pero desgraciadamente el poder hegemónico contraataca y las infantiles leyes estatuarias nublan la madurez humana por miedo a perder el orgullo. Orgullo enquistado que empuja a no ceder frente al derecho de toda persona a ser asistida en condiciones mínimas. Actitudes que colonizan con la muerte arrasando cuerpos que luchan por su vida. Ibon Iparragirre es uno de esos cuerpos, es una de esas vidas.

Una vez escuché que «La conformidad es el carcelero de la libertad y enemigo del crecimiento»
Pues bien, no voy a ser yo quien sea complice del silencio y no puedo omitir estos hechos sin faltar al juramento ético para el cual me han formado: el de asistir a todo aquel que lo necesite.
Y si Ibon pudiera manifestarse, os contaría que solicitar asistencia con alguien de confianza en prisión es un ejercicio plagado dificultades, generalmente inherentes al hecho de practicar psicoterapia en un lugar teóricamente orientado a la rehabilitación social, pero que en realidad no ha superado aún los fines de custodia y orden.

En este lugar hostil, desocializante y regresivo, por mucha voluntad e interés que se muestre en apoyar el proceso de sanación y realizar un tratamiento en condiciones mínimas, resulta sumamente dificultoso (por no decir imposible) alcanzar dicha meta.

Solamente agradecería de corazón que a este navegante se le permitiera sentir la caricia de las aguas de su mar, y pudiera bailar con ella su frágil e inestable presencia, en legitima libertad.

 

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