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Anti Patriarcado :: 29/09/2008

"Si le pegó fue por algo". Estereotipos de violencia masculina

Julio César González Pagés y Carlos Ernesto Rodríguez Etcheverry
Los procesos históricos han construido un modelo hegemónico de masculinidad que perpetúa la violencia contra la mujer. El modelo requiere que los hombres establezcan su poder, particularmente dentro del hogar

Imaginemos que caminamos por nuestro vecindario y de pronto vemos a nuestro vecino pegándole a su mujer con todas sus fuerzas. Ella cae al suelo y pierde el conocimiento. Nuestra primera reacción no se hace esperar: sentimos lástima por ella que físicamente es menos fuerte que él y rechazamos ese acto de cobardía.

Nuestra segunda reacción: "si le pegó, fue por algo malo que hizo" además, debe aprender a respetar a su marido que es quién manda en la casa. Esta es una escena que se ha repetido y sigue repitiéndose constantemente en todos los contextos sociales a través de la historia de la humanidad. Es importante que los hombres asuman un papel activo en la lucha por acabar con la violencia basada en el género. Los hombres deben trabajar con miras a crear relaciones más justas y respetuosas entre los sexos y acabar con todas las formas de violencia dirigidas a la mujer.

No podemos dejar que la violencia haga parte de la identidad masculina como resultado del proceso de construcción social e histórica. Sabemos que la violencia masculina no es una condición natural o biológica de los hombres.

Los procesos históricos han construido un modelo hegemónico de masculinidad que perpetúa la violencia contra la mujer. El modelo requiere que los hombres establezcan su autoridad y poder, particularmente dentro del hogar. En esa instancia, un hombre a menudo ejerce su poder sobre su compañera, o hijos, por medio de la violencia verbal, emocional o física. Los estudios han revelado que los hombres no necesitan embriagarse o hallarse bajo el efecto de estupefacientes para cometer actos violentos. Más bien, los varones llegaron a ser violentos con su pareja a partir de sus creencias sobre identidad masculina y como esta se debe reflejar en el ejercicio de autoridad.

Las estrategias deben alentar al hombre a ejercer pensamiento y reflexión independiente para que pueda pensar en forma crítica sobre su estilo de vida.

Aunque muchos hombres verán estas consecuencias como parte del precio de ser machistas y por consiguiente no pertinentes, ciertos planteamientos fundados en tales consecuencias pueden ser viables.

Se deben crear nuevas leyes que fomenten igualdad de género, además se deben eliminar las leyes patriarcales y arcaicas que legitimizan y perpetúan la violencia en las relaciones. Asimismo, proporcionar programas en grupos para hombres que creen conciencia y reflexión personal acerca de la violencia en una manera positiva que evite un enfoque culpabilizante.

Según estudios realizados por el experto anglosajón Michael Kimmel, ser masculinos presupone no ser femeninos, o sea, no ser como las mujeres.

Kimmel expone cuatro aspectos centrales que existen en el imaginario que tienen los hombres acerca de lo que significa ser masculino. Estos elementos son:

¡Nada con asuntos de mujeres! Uno no debe nunca hacer algo que remotamente sugiera feminidad. La masculinidad es el repudio implacable de lo femenino.

Ser el timón principal. La masculinidad se mide por el poder, el éxito, la riqueza y la posición social. Tenemos que ser capaces de llevar las riendas de nuestras relaciones con las mujeres.

Ser fuerte como un roble. La masculinidad depende de permanecer calmado y confiable en una crisis, con las emociones bajo control. De hecho la prueba de que se es un hombre, consiste en no mostrar nunca emociones: ¡Boys don't cry! (¡Los muchachos no lloran!)

Mantener una posición de agresividad y violencia física y psicológica activa todo el tiempo. Se tiene que demostrar a otros hombres, a las mujeres, ancianos y niños, el empleo de la agresión física o verbal como cualidad indispensable de hombría y poder masculino.

Podemos observar claramente la presencia de fuertes y arraigados estereotipos sociales que se nos son inculcados durante el proceso de socialización en la escuela, la familia, la comunidad, a través de los medios de comunicación social y de todas las esferas institucionales.

Vivimos en sociedades que, aunque han tratado de aparentar lo contrario,están organizadas a partir de estructuras que violentan a los individuos. Estaviolencia ha estado históricamente en todos los lugares de la vida pública: en laesfera laboral, con trabajos que muchas veces resultan enajenantes; en lasciudades, llenas de consumismo y esquizofrenia; en los campos, marcados porla soledad y el atraso socioeconómico y cultural; en las escuelas, cuna de lasdiferencias raciales, de clase y género. No es de sorprender que esta violenciasea aprehendida de diferentes formas por los individuos y reflejada en susvidas privadas.

Aunque la violencia es una manifestación socio psicológica de un estado de ánimo en el que nos encontremos, o sea una vía de escape a un problema determinado, es rechazada por todos y todas tanto en su faceta pública como privada. Paradójicamente, aún así constituye imposible dejar de reaccionar de manera violenta ante una situación específica, sobre todo en el caso de los hombres. ¿Cómo se explica esto? ¿Por qué actuamos así? El problema es realmente muy complejo y sus raíces se remontan a los inicios de la sociedadpatriarcal.

Los rasgos patriarcales de las sociedades no son solo ideológicos. Existen también en la organización misma de la sociedad y de la familia, su expresión más directa. Al separar las funciones económicas y políticas de la familia, el papel de la mujer se redujo, tanto en sus actividades, como en las posibilidades de vincularse a la sociedad. Quedó de esta manera cumpliendo las tareas de reproducción y cuidado de los seres humanos, es decir soportando todo elpeso del trabajo doméstico.

Los hombres por su parte, se apropiaron de las labores públicas: la política, la economía, la construcción de todo lo concerniente a los espacios colectivos.

Esto les concedió el derecho de gobernabilidad sobre el mundo y el sometimiento de las mujeres. Nacía así el poder masculino, asociado con los hombres heterosexuales, rudos y machistas. Estos derechos "divinos" otorgados por naturaleza, sirvieron y aún sirven para subordinar a las mujeres, a lo femenino, considerado estereotipadamente débil, inferior e incapaz.

De esta manera los hombres combinaron sus autos concedidos poderes sociales con su fuerza física, superior biológicamente a la de las mujeres, para esclavizarlas a su antojo. Como es lógico, las primeras manifestaciones de violencia no se hicieron esperar. Este fue y ha sido por mucho tiempo, un mecanismo de control y de terror utilizado por los hombres para someter a las mujeres.

Las principales manifestaciones de violencia son las que ejercen: los hombres adultos sobre otros hombres adultos, los hombres adultos sobre ancianos, niños y mujeres. Precisamente esta última ha sido la que más ha predominado y es la más preocupante. La mujer siempre ha estado relegada a un plano secundario en la vida social y en la familia. Obligada a cumplir labores domésticas y a obedecer a los caprichos de los hombres, las mujeres han tenido que soportar vivir con la carga de las sociedades patriarcales, pensadas y construidas socialmente sobre la base del poder de los hombres.

Como se mencionó al principio de este trabajo, la violencia existe bajo dos formas fundamentales: la psicológica y la física. La primera se manifiesta a través de una simple mirada, un gesto, una frase amenazante o un chantaje. La segunda, implica agresión física y va desde un simple apretón o bofetada hasta el uso de armas blancas o de fuego que pueden incluso causar la muerte.

Ambas formas de violencia pueden causar el mismo daño sobre las mujeres. No por el hecho de que la agresión física provoque daño directo en el cuerpo de las mujeres, la intimidación psicológica resulta menos dañina. Esta puede trastornar tanto como la primera.

La violencia social o pública a que son sometidas las mujeres, es un fenómeno recurrente en las sociedades. Está presente en todos los lugares: instituciones laborales, bares, tiendas, parques, calles, hospitales, etc. Las mujeres son objetos de agresiones verbales y físicas por parte de los hombres, quienes respaldados por la lógica patriarcal y por la imagen de que son superiores a las primeras, las humillan.

Aunque en la actualidad las condiciones de trabajo para las mujeres han cambiado en parte gracias a la lucha del movimiento feminista, están condenadas a ocupar puestos de trabajo peor remunerados que los hombres.

La división del trabajo, también marcada por el sello patriarcal hace que esto suceda. Estos mecanismos estructurales de una sociedad construida por hombres fomentan el aislamiento de las mujeres y su indefensión frente a la violencia doméstica. Esta discriminación, que es una forma de violencia psicológica, se agrava aún más si consideramos que esa mujer, cuando termina su jornada laboral de ocho horas, tiene que hacerse cargo de las cuestiones domésticas, donde posiblemente le espere alguna manifestación de violencia doméstica por parte de su marido.

La violencia doméstica, es decir, la que afecta a las mujeres en el entorno familiar resulta la más cotidiana y recurrente en las sociedades. Esta es ejercida por el jefe de familia: una vez más el hombre. Según la socióloga Judith Astelarra, la violencia doméstica tiene dos rasgos fundamentales:

Su invisibilidad, dada por el hecho de que existe, pero un silencio cómplice impide que sea enfrentada y resuelta. Es decir, todos saben que maltratan a la vecina, pero nadie es capaz de denunciar este delito ante las autoridades policiales, incluso en ocasiones ni los propios miembros de su familia. Esta invisibilidad está dada por la aceptación de tabúes o estereotipos sociales que condenan a la mujer a vivir a expensas de ser agredidas por su marido, sin encontrar una solución a ese conflicto. Tabúes que tienen que ver con la tolerancia de este tipo de conflictos, como naturales dentro de las relaciones de familia o con la imposibilidad que muchas veces tienen las mujeres de encontrar una salida.

La culpabilidad de la afectada. Esto significa que la mujer es la única culpable de que el hombre la agreda. Podría sonar ilógico, descabellado, pero es una realidad. Encima de ser golpeada, maltratada y humillada, tiene que enfrentar su "falta", por provocadora de este tipo de incidentes. Por ejemplo, si es víctima de una violación, es porque excitó a un hombre por sus "inadecuados gestos femeninos" o su ropa "indecente y provocadora".

Todo esto explica como funcionan los mecanismos de la ideología patriarcal, lo cual posibilita que los hombres haciendo uso de ese estereotipo de virilidad como poder, subordinen por la fuerza a las mujeres, vistas como seres inferiores y frágiles. De manera que la noción de respeto y libertad a la mujer, como defienden todas las sociedades que se consideran democráticas, se convierte en una verdadera farsa, capaz de generar diversos conflictos.

La violencia de los hombres contra las mujeres, es un verdadero acto de cobardía. No por manifestarnos agresivos con ellas, nos respetarán más, serán más sumisas a nuestros deseos o reafirmaremos nuestra hombría ante los ojos de nuestros amigos. Simplemente conseguiremos desprecio, desencanto, desilusión y estaremos contribuyendo a acabar con las relaciones ínter-genéricas, ya sean entre amigos, familiares o parejas.

Por otra parte, los hombres nos comportamos violentos y agresivos con otros hombres. Como se nos construye socialmente para rivalizar, los hombres se deben cuidar de no tener puntos débiles. Esta rivalidad, que se nos enseña desde que somos niños, forma parte de los estereotipos existentes sobre la masculinidad y es una cualidad indispensable que debe existir entre los "verdaderos machos."

Los hombres rivalizamos en diferentes campos y de diferentes formas: en el estudio, en el trabajo, en el vecindario, en los deportes, debatiendo algún tema, con nuestros amigos, familiares y con los integrantes de cualquier grupo social al que pertenezcamos. Siempre estamos a la defensiva. Nunca descansamos.

En cada una de estas áreas, por llamarlas de alguna manera, rivalizamos acorde con sus características, circunstancias y tipos de persona con las que nos relacionamos.

Es por ello que esta rivalidad puede expresarse de diferentes formas. Entre estas manifestaciones está la violencia. Nos comportamos violentos para reafirmar nuestra masculinidad, porque necesitamos demostrar a todos y todas, incluso a nosotros mismos, que para ser masculinos tenemos que, entre otras cosas, probar en la, concreta que sabemos ofender, intimidar, golpear y hasta matar a cualquier otro hombre, que consideremos nuestra competencia.

Red Iberoamericana de Masculinidades
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