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Europa :: 15/06/2019

Conversación con el borracho

Franz Kafka
El 3 de junio 1924 moría en Kierling, Austria, a los 40 años, Franz Kafka. Lo recordamos mediante este texto publicado en 1909

Kafka fue el iniciador de la profunda renovación que experimentaría la literatura europea en las primeras décadas del siglo XX.

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Cuando salí del portal a pasos breves fui asaltado por el cielo con luna, estrellas y gran bóveda, y por la plaza mayor con ayuntamiento, columna de la Virgen e iglesia.

Pase con toda calma de la sombra a la luz de la luna, me desabotoné el sobretodo y me calenté; luego hice enmudecer los zumbidos de la noche alzando las manos y me puse a reflexionar:

–Por qué actuáis como si fuerais reales? Queréis hacerme creer que soy irreal estando aquí de pie, extrañamente, sobre el adoquinado verde? Pero si ya hace mucho tiempo que fuiste real, cielo, y tú, plaza mayor, jamás has sido real.

–Es cierto que todavía me superáis, aunque solo cuando os dejo en paz.

–Gracias a Dios, Luna, que ya no eres Luna, aunque quizá sea indolente por mi parte seguir llamándote Luna a ti, a la que denominan Luna. ¿Por qué pierdes tu arrogancia cuando te llamo «Olvidado farol de papel de extraño color»? ¿Y por qué prácticamente te retiras cuando te llamo «Columna de la Virgen», y ya tampoco advierto tu actitud amenazadora, Columna de la Virgen, cuando te llamo «Luna que arrojas una luz amarillenta»?

–Realmente parece que no os sienta bien que uno medite sobre vosotras; perdéis ánimo y salud.

–¡Dios mío, qué beneficioso ha de ser que el meditador aprenda del borracho!

–¿Por qué este súbito silencio? Creo que ya no hay viento. Y las casitas, que a menudo ruedan por la plaza como sobre ruedecillas, están firmemente plantadas en tierra, inmóviles, inmóviles, ya ni se ve la delgada raya negra que normalmente las separa del suelo.

Y eché a correr. Di tres vueltas a la gran plaza corriendo sin dificultad, y al no encontrarme con ningún borracho seguí corriendo hacia la Karlsgasse sin aminorar la velocidad ni sentir cansancio. A mi lado, mi sombra avanzaba a ratos más pequeña que yo en la pared, como por un camino hondo entre el muro y la calzada.

Al pasar frente al cuartel de bomberos oí un ruido procedente de la pequeña avenida de circunvalación, y cuando doblé para entrar en ella vi a un borracho de pie junto a la verja de la fuente: tenía los brazos extendidos horizontalmente y pateaba el suelo con ambos pies, embutidos en sendos zuecos de madera.

Primero me detuve para que mi respiración se calmase, luego me dirigí hacia el, me quite la chistera y me presenté:

–Buenas noches, noble caballero, tengo veintitrés años, pero aún sigo sin nombre. Usted, sin embargo, seguro que viene con nombres sorprendentes y cantables desde la gran ciudad de París. Lo envuelve el olor totalmente antinatural de la resbaladiza corte de Francia.

­Seguro que con sus ojos pintados ha visto usted a esas grandes damas que están ya en la terraza alta y luminosa, girando con ironía su esbelto talle, cuando el extremo de las coloreadas colas de sus trajes, extendidas sobre la escalinata, aún se halla en la arena del jardín. Verdad que hay criados de atrevidos fraques grises y calzones blancos que trepan por largas pértigas, distribuidas por todas partes, con las piernas pegadas a la pértiga y el torso inclinado a menudo hacia atrás o a los lados, pues con ayuda de cuerdas tienen que levantar del suelo y tensar en lo alto unos gigantescos toldos grises porque la gran dama desea una mañana brumosa. Como el tipo eructó, dije casi asustado: «¿Es verdad, señor, que viene usted de nuestro Paris, de ese Paris borrascoso, ay, de aquel tiempo de granizo apasionante?». Como volviera a eructar, dije perplejo: “Sé que me ha tocado en suerte un gran honor».

Y con dedos veloces me abotoné el sobretodo antes de añadir con fervor y timidez:

–Ya se que no me considera digno de una respuesta, pero si no lo hubiese interrogado hoy, me vería condenado a llevar una vida desolada.

­Le ruego que me diga, elegante caballero, si es verdad lo que me han contado. ¿Hay en Paris personas que solo consisten en vestidos adornados y casas que no tienen sino portales? ¿Y es verdad que en los días de verano el cielo sobre la ciudad es huidízarnente azul, embellecido solo por nubecillas blancas y compactas que tienen todas forma de corazón? ¿Y hay allí un museo de figuras de cera muy visitado, en el que no se ven más que postes con los nombres de los héroes, criminales y amantes más célebres grabados en letreritos?

­Y encima esta noticia! ¡Esta noticia mendaz a todas luces!

¿­Verdad que las calles de Paris se ramifican súbitamente y son inquietas? ¿Verdad que sí? No siempre está todo en orden, ¡cómo iba a ser posible! Cuando hay un accidente, la gente se agolpa afluyendo desde las calles laterales a ese paso de gran ciudad que apenas roza el pavimento; todos tienen curiosidad, pero también miedo a desilusionarse; respiran muy deprisa y estiran sus cabecitas hacia delante. Aunque si se rozan unos a otros, hacen una profunda reverencia y se piden disculpas: «Lo siento de veras… ha sido sin querer… con el gentío que hay… ha sido una torpeza de mi parte… lo reconozco. Mi nombre es… mi nombre es Jerome Faroche, soy especiero en la rue du Cabotin… permítarne invitarlo a comer mañana… mi esposa también se alegrara mucho». Así hablan mientras la calle está ensordecida y el humo de las chimeneas cae entre las casas. Pero es así. Y también es posible que en el animado bulevar de un barrio de postín se detengan dos carruajes. Los criados abren las portezuelas con aire serio. Ocho nobles perros siberianos bajan ágilmente y se persiguen ladrando y saltando por encima de la calzada. Y alguien dice entonces que son jóvenes pisaverdes parisienses disfrazados”.

El hombre había casi cerrado los ojos. Cuando callé, se metió ambas manos en la boca y tiró de la mandíbula inferior. Su traje estaba completamente sucio. Quizá lo habían expulsado de alguna taberna y aún no tenía las cosas muy claras.

Tal vez era esa breve y tranquila pausa entre el día y la noche, durante la cual, y sin que lo esperemos, la cabeza nos cuelga de la nuca y todo, sin que lo notemos, permanece quieto y en silencio porque no lo observamos, y después desaparece.

Mientras, nosotros nos quedamos solos con el cuerpo doblado y luego miramos alrededor, pero ya no vemos nada ni sentimos resistencia alguna en el aire, aunque interiormente nos aferramos at recuerdo de que, a cierta distancia, hay casas con techos y, por suerte, chimeneas angulosas por las que la oscuridad se desliza dentro de las casas, atravesando las buhardillas hasta llegar a las distintas habitaciones. Y es una suerte que mañana sea un día en el que, por increíble que parezca, podremos verlo todo.

En aquel momento alzó el borracho las cejas de manera tal que entre ellas y los ojos surgió un resplandor; acto seguido dijo entrecortadamente: “Pues resulta que… sí, que tengo sueño, por lo que me iré a dormir… Resulta que tengo un cuñado en la plaza de San Wenceslao… y ahí voy, porque yo vivo ahí, porque ahí tengo mi cama … Y ahora me voy… Lo único que no se es cómo se llama ni donde vive… creo que se me ha olvidado… pero no importa, pues ni siquiera sé si tengo un cuñado… Y ahora sí que me voy… ¿Cree usted que lo encontraré?».

Le contesté sin vacilar: “Seguro que si. Pero usted viene del extranjero y, por algún azar, su servidumbre no lo acompaña. Permítame que lo guíe».

No respondió. Y entonces le ofrecí mi brazo Para que se colgase de él.

Fuente: Capítulo de 'Descripción de una lucha', publicado de forma autónoma en el nº 8 de la revista Hyperion, 1909.
www.elviejotopo.com. Revisado por La Haine.

 

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