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Medio Oriente :: 30/07/2006

Dos semanas en Irán (y III): Esfahan y la visión del paraiso

Miguel Urbano Rodrigues
Al caminar por la gran plaza de Esfahan recordé la cotidiana agresividad de Nueva York y la tensa atmósfera de una ciudad sin silencios como Madrid, y concluí que el discurso hipócrita sobre la civilización y el progreso no esconde que la humanidad está siendo empujada a la barbarie. George Bush al amenazar a Irán no puede comprende que es un bárbaro al lado del Sha Abbas de quien probablemente nunca oyó hablar

En la periferia de la ciudad de Kashan subí a unas colinas arenosas donde hace 7.000 años existió una población, Sialk. En pequeño museo próximo vi fragmentos de una cerámica decorada que en objetos caseros ya usaba colores.

En Irán, la antigüedad de la presencia del hombre impresiona y conmueve por la densidad de vestigios que la testimonian.

En la gran llanura, cruzada durante milenios por invasores venidos de todos los puntos, parcelas de las herencias culturales acumuladas sobrevivieron siempre a periodos de violencia y barbarie. Desde Sialk hubo allí continuidad, a veces casi invisible, en la creación de cosas bellas. Simientes de civilizaciones destruidas o rudamente golpeadas fecundaron otras que, en cadena casi ininterrumpida, nacieron en los oasis y estepas amoldados pos montañas ciclópeas.

Los reyes aquemenidas decían que el Paraíso fue inventado por ellos. La palabra, antiquísima, surgió en la lengua persa en tiempos de Ciro el Grande, para designar los jardines de su palacio de Pasárgada, y quedó. La idea del paraíso permaneció asociada a la belleza de jardines cuya atmósfera y encanto mágico ya eran cantadas por los poetas griegos.

Esfahan es tal vez el más expresivo ejemplo de esa inexplicable vocación de los pueblos de Irán para salir de fases históricas trágicas y para innovar con imaginación y fuerza creadora en el campo del arte de vivir.

Yo había leído mucho sobre la antigua capital de Persia. Pero libros e imágenes no pueden transmitir el sortilegio de Esfahan.

El rió fue sido la primera sorpresa. El Zayandeh es un río extrañísimo. Desciende de las cumbres nevadas de la cordillera de Zagros, recorre planicies que transforma en un gran y fértil oasis, atraviesa la ciudad donde crece mucho y, después de una centena de kilómetros, muere en las arenas del desierto.

Son muchos los puentes seculares que lo cruzan. En el más bello, el rey que lo concibió hizo instalar en medio, a cada lado, palacetes octogonales. El Sha Abbas I, al final del siglo XVI, decidió hacer de Esfahan la más deslumbrante ciudad del Islam. Su fama recorrió el mundo. De China y de la India del Gran Mogol Akbar, hasta de la Francia distante llegaron viajantes y artistas para conocer el nuevo paraíso materializado por el rey persa.

En las explanadas, bajo uno de los puentes seculares, habitantes de barrio tomaban baños cuando por allí pase en un atardecer. El Zayandeh corría espumeante por los canales, debajo de los arcos, cayendo en cascadas límpidas hacia un nivel inferior donde retomaba su curso remansoso. En los peldaños que descienden hasta el agua centenas de personas, viejos y jóvenes, conversaban, sentados en la piedra, gozando la frescura de la hora, después de un día caluroso.

Más tarde, ya entrada la noche, el comercio aún permanece abierto. Los hombres, en Esfahan, como en Teherán, visten a la europea, pero en el ambiente permanece mucho de la tradición oriental. La cultura del renacimiento Safevida sobrevive en la esmerada educación de la personas, y en su actitud frente a la existencia, en el arte de vivir.

Por avenidas intensamente iluminadas camine hasta la Plaza del Imán, construida hace cuatro siglos. Con una extensión de 512 metros, de ancho tiene 160. Pero no es solamente una de las mayores del mundo. El escenario trae a la memoria cuentos de la Mil y Una Noches. La Plaza Real, o del Imán, como la llaman ahora, me tocó sobre todo por la armonía, por el equilibrio, por la acumulación de lo inesperado.

En la noche templada, la cúpula turquesa de la Mezquita Azul, la Mahjed-i-Sha, y de la Loftollah, iluminadas, introducían ilusoriamente el pasado en el presente.

A pesar de la hora tardía, centenas de personas permanecían en la Plaza, moviéndose en el interior del gran perímetro, marcado por un edificio rectangular de dos pisos, bajo el cual a toda la vuelta corren arcadas para las cuales se abren centenares de tiendas. En los bancos, al lado de canteros floridos, junto a un gran espejo de agua, novios enamoraban y familias enteras cenaban, sentadas en tapetes colocados sobre el césped.

La visita a los palacios de recreo de los monarcas Safevidas (el real, de cuatro pisos, se yergue en medio de la Plaza del Imán). Sobre todo el Chehel Sotun, donde cuadros de grandes pintores persas evocan efemérides de la dinastía, reforzó en mí la sensación de la excepcionalidad de Esfahan.

Esa impresión de viajar a través de una ciudad diferente a todo lo que conocía se acentúo en la mezquita de Masdeh-i-Djomeh, el más antiguo templo de la antigua capital. En toda Asia musulmana no hay otra en que se yuxtapongan, conviviendo sin conflicto, tantos estilos y decoraciones y épocas, de la seljucida a la safevida, pasando por la mongol y la timurida.

¿Como fue posible esto? En la búsqueda de algo similar recordé los esplendores de Al Andaluz y percibí que empalidecían en mi memoria. Tuve la percepción de que en el mundo islámico, cualquier paralelo con Esfahan, incluyendo los monumentos de la India Mogol, es reductor, desvaloriza aquello que se compara.

Recordé Persepolis, tan próxima de Esfahan en espacio, y tan distante como expresión de posicionamiento de hombre frente a la aventura de la vida. Y con todo, paradójicamente, Persepolis ayuda a comprender el desafío de Esfahan.

En aquella tierra, Persia, en la cadena de civilizaciones, en ocasiones con mundivivencias antagónicas, las grandes rupturas provocadas por invasiones de pueblos venidos de muy lejos, las destrucciones, las masacres nunca impidieron la lenta interacción de las culturas. Lo que parecía morir fecundó siempre aquello que allí nacía en una atmósfera con frecuencia trágica.

Los historiadores persas no olvidan -apenas un ejemplo- que Tamerlan, el invencible conquistador turco chagatai, para castigar Esfahan mandó hacer a las puertas de la ciudad sublevada pirámides con 60.000 cabezas de vecinos, en un repugnante baño de sangre. La matanza aconteció al final del siglo XIV. Pero inesperadamente, décadas después de muerto Tamerlan, los nietos enterraron las espadas y fueron príncipes sabios, como el rey astrónomo Ulugh Begh, de Samarcanda, y otros timuridas que levantaron en Mached y Herat, en el Korasan iraní, algunas de las más bellas mezquitas del mundo.

Esfahan, destruida por diferentes invasores -la primera ciudad ya existía en la época de los Sasánidas hace 1.700 años- y siempre renacida, simboliza bien esa enigmática vocación persa para dar continuidad a la vida y recrear la cultura a partir de los escombros de civilizaciones golpeadas.

Su estrella comenzó a brillar cuando un guerrero del Norte, el Sha Ismail, fundo la dinastía safevida después de detener definitivamente el avance hacia Occidente de los turcos usbeques. Tocaría a un descendiente suyo, el Sha Abbas I, transferir la capital al centro del país. Pretendía suplantar la Constantinopla de Suleiman, el Magnifico. Y concretó el sueño. Contemporáneo de Enrique IV de Francia, estableció relaciones con Portugal.

Esfahan atrajo entonces a los mejores arquitectos, ceramistas, pintores, artesanos, poetas y escultores iraníes, catalizando la energía creadora del genio persa. Si la Meca continuo atrayendo a los devotos de la fe; conocer Esfahan fue aspiración de otro tipo de peregrinos, artistas e intelectuales de todo el Islam.

Duro poco más de cien años ese periodo de esplendor. En el inicio del siglo XIII, con la monarquía safevida en proceso de degradación, tribus afganas ocuparon Esfahan y devastaron la ciudad. La barbarie dejo marcas en los grandes monumentos. Algunos desaparecieron. Pero la tradición persa funcionó. Esfahan curó sus heridas y renació.

En la madrugada en que me despedía de ella -hay lugares que visitamos una única vez- me preguntaba ¿cómo fue posible crear en la Persia Quinientista una ciudad tan maravillosa y humanizada? No idealizaba. Ciertamente la presencia del infierno coexistía allí con la del paraíso. Pero al caminar por la gran plaza recordé la cotidiana agresividad de Nueva York y la tensa atmósfera de una ciudad sin silencios como Madrid, y concluí que el discurso hipócrita sobre la civilización y el progreso no esconde que la humanidad está siendo empujada a la barbarie.

George Bush al amenazar a Irán no puede comprende que es un bárbaro al lado del Sha Abbas de quien probablemente nunca oyó hablar.

Serpa, Julio de 2006
Traducción: Pável Blanco Cabrera

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Dos semanas en Irán (I): Un pueblo pacífico y civilizado en un país de cultura milenaria

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