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Chile, Anti Patriarcado, AntiMúsica :: 10/02/2020

El feminismo popular de Violeta Parra

Sonia Montecino
La vertiente de lo femenino que se insubordina y transgrede las normas establecidas es sin duda una constante en la biografía y en la producción artística de Violeta Parra

Podríamos decir que en muchas de sus obras se puede leer una suerte de “feminismo popular”, arrancado de la experiencia, de un rupturismo que no es dictado por el sistema político-conceptual del feminismo chileno o latinoamericano, pero sí por la reflexión que nace de las vivencias femeninas al interior de una estructura de subordinaciones y mandatos de género androcéntricos. El resultado de esa reflexión es una clara conciencia de los principales nudos sociales que impedían que las mujeres pudieran ser autónomas, libres y creadoras.

La figura de la mujer que ha sido abandonada por su amado está presente en muchos de los poemas y letras de las canciones de Violeta Parra, así como el hondo sufrimiento y el turbulento estado existencial que suscita el desamparo afectivo (Maldigo del alto cielo es un ícono al respecto). La jardinera representa a la mujer que debe olvidar y curarse de una pérdida, teniendo que hacer el duelo que significa la ausencia de lo querido. Y no lo hace desde la posición de la víctima que se inmoviliza en su angustia y en su dolor, sino más bien de quien trueca la desdicha en un acto creativo: “para olvidarme de ti/ voy a cultivar la tierra”.

Sabedora de las propiedades de las plantas y las flores, en un gesto de curandera, machi y meica, la mujer se autosanará de cada uno de los sentimientos que contiene el “mal de amor”: la tristeza se cura con violetas azules; la pasión con clavelinas rojas; la incerteza del amor con manzanillones blancos; el recuerdo se disipará con pensamientos; el mal dormir con amapolas; las penas con cogollo de toronjil.

La jardinera, curandera de sí misma contrarresta el abandono amoroso activando su poder con el dominio y conocimientos que posee de la naturaleza. A pesar de ello no está completamente blindada, y abriga la esperanza de que el amado se arrepienta y retorne, algo que puede suceder cuando ella no esté. Ante esa posibilidad, la mujer ofrece su propio poder curativo: el jardín que ha plantado puede sanar al mismo abandonador-amado.

En un afecto trascendente, casi en una posición de superioridad moral, lo femenino, aunque doliente, se impone sobre lo masculino: la jardinera está enraizada en un espacio de saber-poder que la legitima y desde el cual puede ser magnánima, incluso con quien la desampara. La figura de la curandera campesina y popular espejea en esta imagen de la mujer que maneja los secretos de las plantas y en su capacidad y autonomía para domeñar el dolor que produce el desafecto. La desobediente

La vertiente de lo femenino que se insubordina y transgrede las normas establecidas es sin duda una constante en la biografía y en la producción artística de Violeta Parra. Podríamos decir que en muchas de sus obras se puede leer una suerte de “feminismo popular”, arrancado de la experiencia, de un rupturismo que no es dictado por el sistema político-conceptual del feminismo chileno o latinoamericano, pero sí por la reflexión que nace de las vivencias femeninas al interior de una estructura de subordinaciones y mandatos de género androcéntricos.

El resultado de esa reflexión es una clara conciencia de los principales nudos sociales que impedían que las mujeres pudieran ser autónomas, libres y creadoras. Es así como en Yo también quiero casarme nos enfrentamos con la figura femenina que quiere salirse de los moldes, descalzarse del destino matrimonial entendido como una prisión, utilizando para su negativa un argumento poderoso: el deseo y la imperfección masculina.

La hablante declara querer ser igual que las demás mujeres y casarse, sin embargo “joven a mi gusto/ yo no he podido encontrar” y por ello piensa que “Mejor, será, señores/ que me quede sin casar/y no caer en la trampa, por toda una eternidad”. De este modo, el matrimonio aparece como una celada, una farsa; pero también como cepo y engaño.

Entonces, a “los señores” (es interesante esta apelación a los hombres como escuchas de su razonamiento) les explicará, con humor, sus consideraciones, todas ellas relacionadas con la pluralidad de características masculinas y sus inconvenientes. Así, un hombre lindo deberá ser cuidado como joya (es decir, que no se lo roben las demás mujeres), y un feo, “un demonio/ que no se puede mirar”; un rico estará lleno de vanidad y un pobre será un despreciado “por toda la vecindad”.

Si es un hombre grande, gigante, tampoco se le podrá mirar y si es chico, será un juguete no respetado; si gordo dará mucho calor como una estufa, y si flaco, un pescado sin sabor. Será, entonces, la prudencia la que aconseje a la mujer a no casarse, a no caer en la “trampa” de una unión que lleva a la prisión eterna. De este modo, las oposiciones que construyen al género masculino ligadas al cuerpo (lo bello y lo feo, lo gordo y lo flaco, lo alto y lo bajo) y a la posición de clase (rico y pobre) son esgrimidas como impedimentos para casarse. Ninguna de las masculinidades insertas en ese sistema de significación dual la complacen, colman su gusto, ni satisfacen sus aspiraciones de pareja.

La propuesta es entonces romper con el destino-trampa y no casarse, no ser la “elegida” (la mujer pasiva) sino tomar partido desde una posición activa guiada por el deseo, trocando así el orden establecido. Por cierto, este quiebre con los mandatos de género tradicionales se deriva de las consecuencias de los propios modelos masculinos, desplegados en encrucijadas y oposiciones, que imposibilitan que ese deseo se consume y que la seducción haga su trabajo en pos de una relación de pareja satisfactoria que lleve a la conyugalidad como horizonte.

En Verso por matrimonio escuchamos las resonancias de esas cavilaciones y las efectos para una mujer que, aun teniendo consciencia de “la trampa”, ha caído en ella. En primer lugar, nos enfrentamos al enamoramiento como engaño, la figura masculina es adjetivada como “gandul” (un flojo, un vago, un ocioso, como define el Diccionario de la Lengua Española), un ferroviario que jura amarla eternamente y que: “me lleva muy dulce y tierno/ atá’ con una libreta/ y condenó a la Violeta/ por diez años de infierno”.

Ella se había fascinado con su “chaqueta nueva de cuero”, con la imagen del joven conductor, de la “gran maquinaria” que maneja (de su poder sobre la técnica). Pero el “gran maquinista” resultó ser un simple “limpia’or” y, de paso, un mentiroso que la cautivó con su significante. En segundo lugar, se hace visible la toma de conciencia de su condición subordinada y de la resistencia ante ella: “montá’ en el macho” intenta domesticarlo, pero el hombre no acepta ese cambio de rol y lo desafía refugiándose en la borrachera y en la farra. Luego de diez años la mujer decide “cortar la huincha” “y para salvar el sentí’o/ volví a tomar la guitarra;/ con fuerza Violeta Parra/ y al hombro con dos chiquillos/ se fue para Maitencillo/ a cortarse las amarras”.

Se recupera, entonces, la figura de la mujer desobediente y que dejando al marido, pero no a los hijos, tal como la jardinera, busca en la creación (tomar la guitarra, cultivar la tierra) una sutura a la frustración amorosa, a la incompatibilidad de pareja.

* Antropóloga (texto publicado originalmente en el libro «Violeta Parra. Después de vivir un siglo»)

 

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