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EE.UU. :: 28/11/2008

Escuelas y hospitales, primero: por qué el ?futurama? de Obama puede esperar

Mike Davis
El Congreso del régimen estadounidense, ni que decir tiene, ama las infraestructuras porque éstas traen consigo recompensas para la industria y para los contratistas

El “Futurama” de Norteamérica está acabado. El famoso diorama de un mundo de automóviles y barrios residenciales imaginado por Norman Bel Geddes para la General Motors en la Feria Universal de Nueva York de 1939 ha envejecido hasta convertirse en un aburrido emblema de nuestro atraso nacional. Mientras GM se desangra hasta la muerte en una esquina de Detroit, los paisajes de carreteras de acero y hormigón construidos en los 50 y 60 se desmoronan rápidamente en el equivalente para este siglo de las ruinas victorianas.

Mientras nosotros, atrapados en un embotellamiento y rodeados de baches, esperamos a que se caiga el próximo puente de autovía, los franceses, japoneses y, ahora, los españoles nos adelantan con sus trenes de ciencia ficción. En los próximos dos años, la red española de ferrocarriles de alta velocidad se convertirá en la mayor del mundo, con planes de llegar en 2020 a la increíble construcción de 10.000 km de ferrovía rápida. Mientras tanto, China ha apostado por el desarrollo del primer prototipo capaz de alcanzar los 320 Km/h, y Arabia Saudí y Argentina han emprendido la construcción de sistemas de transporte a la altura de los tiempos. De entre los grandes países ricos e industrializados, EEUU es el único que no ha llegado a ningún avance en lo que constituye el nuevo estándar global de transporte.

Desde el primer día, Barack Obama hizo campaña para corregir ese déficit de infraestructura a través de un ambicioso programa de inversión pública. “Para nuestra economía, para nuestra seguridad y para nuestros trabajadores, tenemos que reconstruir Norteamérica”. En un principio, planteaba financiar ese gasto poniendo fin a la guerra de Irak. A pesar de que sus compromisos actuales a favor de una mayor presencia militar y de una ampliación de la guerra en Afganistán parecen excluir cualquier revisión del presupuesto del Pentágono, sigue insistiendo en la urgencia de poner por obra un programa tipo Apollo [programa de Kennedy para enviar una persona a la Luna], capaz de modernizar las autopistas, los puertos, el tráfico ferroviario y las redes energéticas.

También promete que con las obras públicas se logrará que la gente pueda volver a trabajar. Su “Plan de Rescate Económico para la Clase Media” augura “la creación de 5 millones de nuevos puestos de trabajo bien remunerados invirtiendo en fuentes de energía renovables que eliminarán en 10 años el petróleo que importamos hoy en día de Oriente Medio, y crearemos 2 millones de empleos reconstruyendo unas carreteras, unas escuelas y unos puentes que hoy se hallan en estado de ruina”.

Ni que decir tiene que Bill Clinton llegó a la Casa Blanca con un ambicioso plan parecido para reconstruir la ruinosa infraestructura nacional, pero fue abandonado después de que Robert Rubin, el Secretario del Tesoro, convenciera al nuevo presidente de que la verdadera prioridad nacional era reducir el déficit. En estos momentos, se ha formado una coalición de intereses, mucho más poderosa y desesperada que entonces, favorable a un tratamiento keynesiano de “choque y pavor”, empeñado en obras públicas de envergadura.

Sacar las excavadoras a la plaza pública

Desde que el plan Paulson de rescate ha quedado reducido a un caro brindis al sol, y con unos diferenciales entre las obligaciones emitidas por el gobierno y las obligaciones emitidas por las empresas fundados en la premisa de que podría haber en 18 meses una tasa de desempleo de dos dígitos, la necesidad de más gastos federales masivos se ha convertido en un asunto de supervivencia económica. Como han sostenido numerosos personajes influyentes –desde el columnista del New York Times David Brooks, hasta la líder de la mayoría parlamentaria Nancy Pelosi—, la estrategia “ganadora sí o sí” que puede atraerse un apoyo de los dos partidos pasa por un tajante programa de reparación y construcción de infraestructuras, que verosímilmente incluiría alguna inversión en nuevas redes energéticas capaces de suministrar más energía solar y eólica.

Se ha dicho también que eso es el único bote salvavidas para el atribulado pasaje de tercera clase de nuestra naufragada economía.

El incipiente consenso alcanzado en Washington parece ser el de que aquellos cinco millones de nuevos puestos de trabajo verdes pueden esperar (hasta después de salvar a los accionistas de GM), pero que el gasto en infraestructuras –si se resuelve a promoverlo el actual Congreso de transición presidencial, o si lo adopta en los primeros cien días de Obama— podría empezar a bombear dinero antes del próximo invierno a los cruciales sectores económicos que son la construcción y la industria manufacturera.

A diferencia de los esfuerzos “socialistas” del camarada Bush para salvar Wall Street, una estrategia de recuperación nacional basada en las obras públicas goza de amplia respetabilidad desde los días de Alexander Hamilton y Abraham Lincoln hasta los de Franklin D. Roosevelt y John Kennedy. Si los demócratas pueden presumir con orgullo del patrimonio que dejaron la Works Progress Administration y la Public Works Administration de la época de la Gran Depresión (¡ah!, ¡Esas oficinas de correos y esos estacionamientos maravillosos!), hay pocos republicanos capaces de recordar la Edad de Oro de la construcción de autopistas nacionales interestatales comenzada en los 50 bajo el presidente Dwight D. Eisenhower. Lo cierto es que, desde que el huracán Katrina hizo avergonzar a la nación, los norteamericanos han sentido verdadera nostalgia de gobiernos federales competentes y de hazañas públicas munificentes.

Si se acepta el razonable principio de dar apoyo al nuevo presidente, siempre que desarrolle políticas de izquierda o se proponga satisfacer necesidades sociales básicas, ¿no deberían también los progresistas aplaudir a la Casa Blanca cuando saque a la calle excavadoras, tractores-contenedores y gigantescas grúas? ¿O es que la alta velocidad en el transporte público y la energía limpia no son la clase de prioridades nobles, capaces de reconciliar de modo óptimo el estímulo de partida con los valores públicos a largo plazo?

La respuesta es: no; no en este momento de emergencia nacional. No seré yo quien desmienta que hay una crisis de infraestructuras, pero lo primero es lo primero. Estamos en un punto de quiebra, y nuestra prioridad debe ser salvar a las víctimas, no cambiar la rueda o reparar el guardabarros, y mucho menos fabricar un nuevo automóvil. En la presente encrucijada en que se halla el nuevo presidente, mantener abiertas las escuelas y los hospitales locales debería ser la primera preocupación; luego, la reconstrucción de puentes y la ampliación de puertos; y rescatar a los accionistas de los bancos debería estar, si acaso, al final de la lista.

Inexorablemente, los presupuestos para las escuelas, para las ciudades y para los estados se están desplomando hasta niveles de insolvencia en una escala comparable a la de los años 30. La crisis fiscal del sector público –una retroalimentada reacción en cadena de la caída del valor de la propiedad inmobiliaria, de los ingresos y de las ventas— se ha visto agudizada por la gran vulnerabilidad mostrada –a causa de complejas operaciones financieras de lease-back— por los gobiernos locales y las agencias de transporte frente al desplome de Wall Street.

Entre tanto, por el lado de la demanda, la necesidad de servicios públicos se dispara, en la medida en que hasta los más prudentes prestatarios se enfrentan a ejecuciones hipotecarias, por no hablar de la pérdida de pensiones y coberturas médicas. Aunque los megadéficits públicos de California y Nueva York acaparen los titulares de prensa, la esencia de la crisis –desde las zonas residenciales de Anchorage hasta los suburbios de West Pilly— es su potencial universalidad.

Lo cierto es que en un país tan rico los parques eólicos y las escuelas no deberían dejarse al albur de “la decisión de Sofía” [película de Alan J. Pakula de 1982], pero la criminal negligencia del Congreso en los pasados meses tendría que abrirnos los ojos sobre la probabilidad de que se proceda conforma a una elección de este tipo (con resultados desastrosos tanto para los servicios asistenciales como para la recuperación de la economía).

Salvar escuelas y hospitales

El Congreso, ni que decir tiene, ama las infraestructuras porque éstas traen consigo recompensas para la industria manufacturera, para los astilleros y para los contratistas que contribuyen a las campañas electorales, y también porque en los emplazamientos en los que se construye se pueden colgar estupendas vallas publicitarias con los nombres de sus orgullosos patrocinadores.

Poderosos lobbies empresariales, como la National Industrial Transportation League y la Coalition for America’s Gateway and Trade Corridors, están al acecho para engrasar las bielas de sus aliados políticos. Además, si los métodos dignos de una letrina de cerdo empleados por el Congreso en el pasado siglo sirven de precedente, el gasto en infraestructuras suele ser renuente a cualquier planificación nacional coherente y aun a los análisis coste-beneficio a largo plazo.

Sin embargo, ahorrar (y aun aumentar) el empleo público básico es sin duda el mejor estímulo keynesiano posible. La inversión federal en educación y sanidad proporciona una eficacia incomparablemente mayor por unidad de inversión si los puestos de trabajo constituyen el criterio principal, seguido de los gastos en equipo de transportes y reparación de las vías públicas.

Por ejemplo, 50 millones de dólares de ayudas durante la administración Clinton permitieron contratar a cerca de 1.300 profesores nuevos en las escuelas de Michigan. La misma cantidad es el presupuesto actual de un distrito escolar de Tennessee compuesto por ocho escuelas elementales, tres de grado medio y dos institutos.

En cambio, 50 millones de dólares en el libro de pedidos de un promotor de transporte público generaría únicamente 200 puestos de trabajo (más, claro está, costes de capital y beneficios). Construir carreteras y reparar puentes, una actividad también muy intensiva en capital, produce un modesto efecto parecido en la generación directa de empleo.

Uno de los objetivos más probables de un plan de incentivos del Congreso es la construcción de carriles viarios ligeros. Los sistemas de carril-para-el-automóvil resultan muy populares entre los gobiernos locales, entre los organismo promotores de la reurbanización y entre los trabajadores de clase media que viajan cada día para llegar a sus puestos de trabajo, pero en general resultan menos eficientes (en términos dólar/pasajero) que los sistemas de autobuses, y al menos un 40% de la inversión de capital se pierde en el extranjero, a favor de los fabricantes alemanes de automóviles y de las empresas coreanas productoras de acero.

Personalmente, me gustaría ir de mi casa en san Diego a mi puesto de trabajo en Riverside –¡160 agotadores kilómetros!— con el elegante estilo europeo de trenes bala, pero me quedo con los atascos de tráfico, si el precio de racionar el gasto federal supone cerrar la escuela de mis hijos o incrementar la espera en urgencias hospitalarias de dos a diez horas.

Obama, a diferencia de su predecesor, tiene una visión ambiciosa, compartida con sus poderosos partidarios de las industrias de altas tecnologías, de alcanzar a españoles y japoneses, rescatando a los EEUU como sinónimo de la modernidad. Sin embargo, una gran cantidad de infraestructuras nuevas se convertirán en puentes a ninguna parte (especialmente para nuestros hijos), a no ser que él y el Congreso comiencen por salvar los presupuestos destinados a cubrir las necesidades básicas y a mantener empleos en el sector público.

Un buen comienzo para ir agitando progresivamente el flanco izquierdo de Obama podría ser exigir que su reforma del sistema sanitario y sus propuestas de ayuda a la educación tengan prioridad y se conviertan en el centro de atención como vehículos preferentes para un estímulo macro-económico inmediato. Los Demócratas no deben olvidar que su logro más brillante y duradero en la era Kennedy-Johnson fue el Head Start [programa de salud y educación para niños pobres], no el programa Apollo.

Si, después de salvar las guarderías y los hospitales públicos, tenemos la esperanza de traer algún día el tren de alta velocidad, entonces necesitamos reconstruir el movimiento antibélico con cimientos sólidos. La inicial propuesta del presidente electo, consistente en financiar la inversión nacional social por la vía de reducir las dimensiones del imperio, ofrece un brillante punto de partida para basar el crecimiento económico en una carta de derechos económicos (como defendía Franklin Roosevelt en 1944), no en imperialmente desmesurados y faraónicos niveles de despilfarro militar.

The Nation, 18 noviembre 2008. Traducción para sinpermiso.info: Marta Domènech y Mínima Estrella

 

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