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Venezuela :: 05/03/2014

El año sin Chávez

Modesto Emilio Guerrero / Miguel Mazzeo
El 5 de marzo de 2013 fallecía Hugo Chávez. Comenzaba entonces el luto masivo, pero también una etapa de incertidumbre para Venezuela y toda la región

¿Qué dejó el paso de “El Huracán” en el poder? Modesto Emilio Guerrero y Miguel Mazzeo escriben y responden acerca de este latinoamericano que cambió la política y la forma de hacer política en el mundo.

La palabra de Hugo Chávez

Modesto Emilio Guerrero

Si la política es la síntesis dinámica de la palabra y la acción en la vida social, Hugo Chávez fue, a su medida y en las condiciones culturales de su origen rural y su generación, una expresión particular de ella, pero llena de novedades. Fue el presidente en ejercicio que más se comunicó por medios radiales y televisivos, si lo medimos en horas de gobierno. Por casi doce años continuos usó la palabra como su arma más acerada en la vida nacional e internacional. Y lo más importante, le dio dimensiones desconocidas en la gramática política contemporánea.

Mucha gente en el mundo lo recordará desde el timbre estentóreo de una voz que parecía más grande que él, o desde los modos y los usos que le daba para la interacción polémica. Por mucho tiempo mucha gente guardará expresiones como estas: “Por aquí pasó el Diablo, ¡esto huele a azufre!” y “Te convertirás en polvo cósmico”, contra Bush. “Águila no caza moscas”, contra la diputada María Corina Machado, o la que lanzó al rostro del presidente mexicano Vicente Fox: “Yo soy como el espinito, que en la sabana florea, le doy aroma al que pasa y espino al que me menea…”. Incluso cuando no fueron suyas, la gente lo recuerda a él convertido en el sujeto provocador de la acción verbal, como aquel día en que el monarca español lo mandó a callar porque su palabra obstruía una mentira del presidente Zapatero. No se conoce en la historia oral de la política contemporánea o de la polémica pública a un personaje que haya dicho tantos improperios a tantos enemigos juntos y con tanta originalidad como Hugo Chávez. Y pocos durante el siglo XX hicieron del discurso público una pedagogía masiva.

Chávez fue un potenciador ideológico como pocos. En este punto superó todo lo conocido. Ni Fidel Castro en sus primeros tiempos de expansivos y majestuosos discursos; ni Winston Churchill durante la Segunda Guerra Mundial —cuando difundía mensajes casi todas las mañanas desde su refugio en Londres—; ni León Trotsky a quien los obreros y soldados de Petrogrado iban a escuchar cada tarde de 1917 en el Circo Moderno, como si fuera un reportero; ni el Roosevelt de Entreguerras con su popular programa de radio “Weekly Radio Address”, iniciador de esa tradición comunicadora entre el poder y la política a mediados de los años treinta. Ni Juan Domingo Perón y Eva Duarte, dos que hicieron uso masivo y cotidiano de la radio y el cine-noticiario. Incluso, comparado con figuras aberrantes como Leónidas Trujillo, el ególatra y genocida de República Dominicana, quien solía hablar a cada rato por la Radio Nacional de su país, sobre todo para celebrarse a sí mismo; o Benito Mussolini, el iniciador del fascismo, enorme propagandista conocedor del impacto social de la radio y el papel impreso, o Hitler, quien concebía a la palabra oral como “la tea que incendia a las masas”. Ninguno, salvando las graves diferencias entre ellos, acumuló tantas horas de radio y televisión como lo hizo Chávez en funciones de gobierno. Esa práctica renovadora de la palabra pública ha dado origen a varios textos de estudio académico en Argentina y España sobre la novedosa semiología de la oratoria chavista.

Hugo Chávez resultó uno de los más grandes propagandistas de la historia política contemporánea. Convenció a millones en poco tiempo de las bondades de tres palabras-concepto venidas a menos hace más de una década: revolución, antiimperialismo y socialismo. Su oratoria fue de nuevo tipo, sin la prosopopeya clásica de inflexiones y figuras gestuales o retóricas majestuosas, a lo Jorge Eliécer Gaitán, Martin Luther King, Jóvito Villalba, José María Velasco Ibarra o Fidel Castro.

En su caso dominó el tono pedagógico —“de profeta” en su sano sentido social— y como los oradores clásicos de Medina, El Cairo, Galilea, Atenas, Roma, o la París revolucionaria de 1789. Desde 1992 se convirtió en un transformador de conciencias masivas. La radio y la televisión fueron sus foros predilectos. Aunque en la tribuna callejera cambiara el modo, la gramática política era la misma. Logró en Venezuela lo que pocos han logrado en los últimos cien años: acercar el poder a la gente común de las clases trabajadoras. La palabra fue el vínculo, la acción, el soporte. Su palabra lo hizo creíble en amplias capas de la población. Dos palabras dichas al pasar, entre ciento sesenta pronunciadas un cuatro de febrero, fueron su estandarte moral y su programa. Desde 1999 logró paulatinamente romper las distancias congeladas que separaban al pueblo de la institución gubernamental y la figura presidencial.

En ello actuaron varios recursos, sin duda, pero el principal, el más activo en su caso, fue la palabra, en formas directa e indirecta, pero siempre en su relación dialéctica con la acción pública. Expresiones sorprendentes como “nuestra propia prensa es la falla tectónica de la revolución”, o “no quiero terminar como uno más que lo intentó y no pudo”, o la proclama autorregulatoria “Entre un principio y cien amigos me quedo con el principio”, quedarán como inscripciones palafíticas, palabra programática, casi epitafios de algunos de sus sueños inconclusos.

No fue una proclama pasajera aquella dicha tantas veces: “Estamos obligados a construir una nueva dinámica de comunicación popular contra la dictadura mediática de los poderosos”. Comprenderlo significó impulsar los medios comunitarios como nadie desde un lugar similar y recibir un premio internacional por eso. Cuando el creador teatral argentino, Eduardo Pavlovsky, lo definió en 2005 como “un hombre intempestivo” descubría en su palabra una caballería ideológica, un misil disparado desde la razón, un grito de los excluidos hecho Presidente. La palabra era el combustible. Su final fue la negación de su designio más vital. La palabra fue muriendo con la mengua de su fuego. Como una maldición, la paradoja se hizo presente. Ese albur, compañero de viaje en su paso por estedibujo byn chavez mundo, también lo asaltó a la hora de la muerte. Chávez fue víctima en sus últimos meses del mismo infortunio que terminó con la vida de Juan José Castelli, el brillante orador de la Revolución de Mayo en el Río de la Plata que, novelado por Andrés Ribera, dijo: “Mi boca no ríe. La podredumbre prohíbe, a mi boca, la risa”. A Hugo Chávez le prohibió la palabra, signo del ímpetu de sus mejores sueños, arma insobornable de sus batallas más preciadas. Quizá, por eso, será recordado en su palabra.


Entrevista con Miguel Mazzeo: "Sin él, se reconocen sus costados más originales y positivos

¿Cuáles son los aspectos del proceso venezolano que trascienden la figura de Chávez como líder?

La experiencia posterior a la muerte de Chávez arroja algo de luz sobre las características de su liderazgo. Ahora, sin él, se reconocen sus costados más originales y positivos. Y precisamente por eso más se lo añora. No es justo decir que Chávez se absolutizó a sí mismo como centro articulador, como equivalente simbólico general. Por el contrario, bien lejos delethos del héroe dominador, el liderazgo de Chávez supo aportar al desarrollo de aquellas formas de organización del poder colectivo que resultan del intercambio “en la base”: el poder popular en su sentido más potente.

La vitalidad de la revolución bolivariana radicó y radica en sus espacios antiespectaculares (y, por consiguiente, auténticos), donde lo social reabsorbe lo político y donde el pueblo irrumpe con fuerza inusitada en el espacio público-político, donde se van elaborando un ethos libertario y unas culturas libertarias, donde se construye el socialismoya, aquí y ahora, y no en sus instancias específicamente institucionales. Desde mi punto de vista este es un aspecto que trasciende a la figura de Chávez. Ahora bien, Chávez, en el devenir del proceso que lideraba, fue adquiriendo plena conciencia de este aspecto que lo trascendía. He aquí otro rasgo original de su liderazgo.

¿Cuáles son los principales peligros de su ausencia?

Como criterio general, no hay que olvidar que los liderazgos comprometidos con el socialismo son muy importantes para los procesos revolucionarios, porque sirven para unificar y articular a las clases subalternas, porque traducen en un proyecto político las necesidades populares, entonces siempre es contraproducente cercenar esos liderazgos hasta reducirlos a una sola persona, por más excepcional que esta sea (y Chávez lo era). Los riesgos son muchos, entre otros: que las instancias institucionales “formales” se conviertan en eje del proceso. Estas instancias son las que más distorsiones han generado y generan en el proceso revolucionario bolivariano y dejan mucho que desear como “correas de transmisión” (con honrosas excepciones).

¿A qué atribuís que en Latinoamérica los procesos progresistas sean tan personalistas?

La tradición nacional-popular concreta, real de nuestra América —y no estoy hablando del populismo— participa de una matriz dirigista que tiende a naturalizar la escisión entre dirigentes y dirigidos. Esta matriz, muchas veces, se expresa en una apología del caudillismo y el personalismo, sin percibir, más allá de cualquier apariencia, el fondo antipopular de este tipo de ejercicio que no hace otra cosa que idealizar a seres humanos consumiendo relaciones patriarcales.

Ahora bien, la convocatoria carismática-caudillista también aparece como un medio de autodeterminación eficaz y enraizada en la cultura política plebeya. La historia y el presente de nuestra América muestran las potencialidades emancipatorias de las convocatorias personalistas (Fidel y Chávez son un buen ejemplo) al tiempo que reflejan sus limitaciones.

¿Qué relación tiene esto con los proyectos políticos de izquierda que, por su divisionismo histórico, no llegan a concretarse?

Debemos contemplar la posibilidad de que el personalismo en nuestra América favorezca los procesos de unidad popular y contrarreste la acción sectaria y divisionista de la izquierda tradicional, que garantice la amplitud ideológica necesaria para amalgamar un movimiento emancipatorio extenso y variopinto. Pero siempre debemos tener presente que los procesos de autodeterminación más sólidos son aquellos que aparecen como prolongación de la autonomía de las clases subalternas y que hacen posible la multiplicación de los liderazgos.

Sin embargo, ese movimiento variopinto del que hablás, no empezó por izquierda.

Tomado un concepto utilizado por René Zavaleta Mercado para analizar la experiencia del general Torres en Bolivia a comienzos de la década del setenta, podemos decir que, mas allá de todas las justificaciones historicistas (o históricas a secas) que podamos pergeñar, Chávez fue para la izquierda —por lo menos en parte— un “azar favorable pero no una construcción sistemática y coherente”. El gran desafío para la revolución bolivariana, para la izquierda y para el conjunto del pueblo pobre venezolano es convertir los efectos de ese azar favorable en construcción sistemática y coherente. Nosotros, desde Argentina, estamos obligados a la construcción sistemática y coherente.

¿Maduro significa un avance en pos de la construcción del socialismo?

Sí. Estoy convencido de que es así. Me explayo: la democracia participativa y protagónica solo puede ser efectiva y auténtica cuando es ejercida “desde” las comunidades “hacia” las instituciones. No a la inversa. “Comuna o nada” es la consigna más potente gestada por la revolución bolivariana. Es la cifra de una utopía realista, de un sueño práctico. El proyecto del “Estado comunal” es el deseo y el legado póstumo más radiante de Chávez. Consigna y proyecto que abrevan en la propia historia de Venezuela. Considero que Maduro ha demostrado estar a la altura de ese deseo y ese legado.

¿En cuáles experiencias ves que se está tomando ese camino?

En las comunas, en los consejos comunales, en las salas de batalla social, en los círculos bolivarianos, en la milicia bolivariana, en las empresas bajo control obrero, en los medios comunitarios, en los distintos comités (de tierras rurales, de pobladores urbanos, contra la especulación, de agua, etcétera), entre otras organizaciones populares y otros movimientos sociales que refutan con su praxis cotidiana el prejuicio que presenta al socialismo como algo etéreo y arquitectónico; porque lo exhiben como experiencia vivida, humana, buena y accesible, con sus estructuras abiertas y accesibles, pero sin ocultar su carácter imperfecto. Se trata de estructuras embrionarias, de “contrasociedades”, de instancias con un innegable carácter “transicional”. Solo la extensión de esas experiencias, su consolidación, su crecimiento y su multiplicación, harán posible la profundización del proceso revolucionario. Esas experiencias son la auténtica vanguardia democrática y revolucionaria de nuestra América y el mundo. El carácter vanguardista de un gobierno se explica a partir de su relación con estas experiencias. Un gobierno que se erige en retaguardia de las mismas puede ser considerado, paradójicamente, un gobierno vanguardista.

* Miguel Mazzeo es Profesor de Historia Universitario y Doctor en Ciencias Sociales. Ha escrito varios artículos y libros relacionados con las luchas populares latinoamericanas, entre los cuales se destacan: '¿Qué (no) hacer?'; 'El sueño de una cosa (introducción al poder popular)'; 'Poder popular y nación. Notas sobre el Bicentenario de la Revolución de Mayo' e 'Invitación al descubrimiento, José Carlos Mariátegui y el Socialismo de nuestra América'.

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