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Asturies, Estado español :: 18/06/2012

Nacionalismo federal frente a españolismo separatista

Carlos X. Blanco
Los elementos objetivos, que dan su ser a tantas nacionalidades en ésta península tan ensangrentada, son incompatibles con la actual noción de “autonomía”

El proceso de descomposición institucional del Reino español parece claro. Esta descomposición se abre camino entre los otros dos ámbitos con los que se conecta: el económico y el moral. La revisión de los principios mediante los que se formuló la Constitución de 1978 es hoy más urgente que nunca, y solamente la tradicional inconsciencia con la que viven los pueblos de este Estado explica el por qué no se abren los melones oportunos. La llegada de la crisis –en realidad, la llegada de la noticia de que el sistema hacía aguas- despierta las habituales respuestas economicistas, los consabidos “tics” de la izquierda y la derecha. Pero nadie, ni los de la izquierda ni los de la derecha, absolutamente regresa a replanteamientos más profundos, a revisiones radicales de por qué hemos llegado hasta aquí. Entre la derecha (neo)liberal que hace de vocera de las “instituciones internacionales”, recomendando apreturas de cinturón, austeridad y despido libre, por un extremo, y la izquierda acomodaticia, disfrazada de “resistente”, que se parapeta tras unos supuestos “derechos inalienables del trabajador” y un bendito y divino “estado del bienestar”, y un sagrado “sector público”, creo que existen actitudes alternativas, distintas respuestas populares e intelectuales.

Ante todo, la crisis no es exclusivamente financiera. Las turbulencias de los mercados afectan a este Reino, como no podía ser menos, dada su inclusión plena en la economía mundial de mercado, dada su pertenencia al grupo de países occidentales del euro, embarcados absurdamente en una unión monetaria puramente nominal, acompañada de débiles creaciones institucionales en cuanto a unidad fiscal, autoridad monetaria y sistemas eurofederativos de ayuda mutua. El tema de fondo que debería traerse aquí es si de veras este Reino español se dotó a sí mismo de un sistema productivo realmente sólido, autónomo, con capacidad regenerativa. Los sistemas productivos son como los tejidos biológicos: su salud y su resistencia a las turbulencias depende de una capacidad de regeneración ante destrucciones parciales. Para ello, se hace preciso, a mi modo de ver, una distribución máxima (y tendente a la igualdad) de los bienes, especialmente de aquellos bienes que entran bajo el rótulo de “medios de producción”.

Por el contrario, y como llevamos diciendo hace años, el estado español se ha convertido en una verdadera cloaca desde el punto de vista material. Su carácter endeble obedece a la instauración, desde los tiempos felipistas –y acentuadamente desde el “aznarato”- de un empresariado canallesco y negrero en buena parte del Estado, especialmente en áreas de gran desarrollo urbano y turístico, en Madrid y en el eje sureño-levantino. La economía del ladrillo fue, como de todos es sabido, una economía nefasta, que generó a corto plazo muchos puestos de trabajo de escasa cualificación y de difícil reciclaje. La tradicional dependencia del sector turístico, la excesiva urbanización de las zonas de costa y de las capitales, el abandono progresivo del campo, fueron todos ellos fenómenos que contribuyeron a crear el espejismo de un desarrollo. Pero el desarrollo, término totémico para los economistas y los políticos profesionales, es siempre desarrollo capitalista: consiste en acumulación de plusvalía en muy pocas manos y esa acumulación se obtuvo de una forma alegre y fácil en las regiones del Reino que precisamente eran más corruptas, más deficitarias en formación, más vinculadas al sector de la construcción y del ladrillo.

En contra de la explicación economicista, puramente endógena, la crisis financiera, convertida ahora en global, en lo que hace a España, hunde sus raíces en la Constitución y en los vicios congénitos de la Restauración del borbonismo que en 1978 tuvo lugar. Se trata de una crisis moral, cultural, histórica, de cabo a rabo y desde la raíz. En el momento de redacción de esa Constitución, y siempre bajo el ansia de alejarse del régimen dictatorial, los políticos constituyentes podrían haber emprendido una reflexión seria sobre el modelo de Estado –que incluye el modelo productivo- que se quería implantar. Conviene revisar en el siglo XXI qué cosa significó entonces, en 1978, el “consenso”. Justamente parece que el principio que ganó la partida fue el de la inercia: ¿Qué sucedía, es que había una desigualdad regional de partida en cuanto a desarrollo económico y humano? Planifiquen de acuerdo con ese factum. La España rica y la España pobre. ¿Qué ocurría? ¿Es que había aquí, desde Felipe V, una dinastía de reyes necios, corruptos y traidores a sus pueblos? Restauren esa dinastía, puesto que a fin de cuentas la causa republicana fue la perdedora en la guerra. ¿Qué pasaba? ¿Es que había una demanda de autonomía en algunas regiones y en otras no? Restauren el centralismo franquista y liberal pero con alguna excepcionalidad. ¿Qué todas las regiones, en potencia, van a pedir esa misma excepcionalidad? Pues engañen a la gente, diciéndoles que va a haber café para todos, pero en algunos casos se servirá café de primera y en otros una mera apariencia de estimulante, achicoria barata.

La desigualdad territorial es la base misma de este deficiente estado de las autonomías que no quiso en su día constituirse en un verdadero estado federal. Precisamente porque en el concepto de federación va implícito el concepto de pacto, de reciprocidad, de hacerse cargo mutuamente, es por lo que no quiso implantarse. La nacionalidad, por un lado, y el estado formado por diversas regiones y nacionalidades, por otro, no establecen una relación jerárquica. Ningún estado (aquí, “comunidad”) federado puede arrogarse competencias y prerrogativas por encima de las propias y exclusivas de la Federación, y recíprocamente, la Federación no puede “intervenir” sobre las competencias y prerrogativas del estado federado, pues no es una instancia superior ni dominante sobre ella. Desde luego, en el seno de una Federación, los Estados han de ser progresivamente responsables de sus cuentas y han de conocer los límites de su acción en la medida en que repercute negativamente en las de los demás.

Un ejemplo irrisorio de que nuestro Estado de las Autonomías no es, ni de lejos, un verdadero Estado Federal, ni siquiera un remedo imperfecto de este concepto, lo tuvimos hace unos días en la advertencia del ministro Montoro en torno a una posible “intervención” central sobre el Principado de Asturies. El anuncio se hizo sobre una Comunidad Autónoma que no era, precisamente, la más derrochadora, la más endeudada, la más gravosa para las cuentas del Estado ni para las demás entidades autonómicas de España, bien que nos hemos dejado convertir en dependiente. Somos sujeto dependiente del Estado, pero sujeto barato. Sin embargo se hizo bajo el pretexto de la incertidumbre política –puramente coyuntural- en el Principado: había que formar gobierno y era preciso dar ciertos mazazos al gobierno en funciones, y en minoría, de Foro, para que se reforzara la posición de la sucursal de Montoro en el Principado, sucursal llamada PP de Asturias. La amenaza de intervención, improbable, sirvió de arma política. Y no lo olvidemos nunca: intervenir o no intervenir, rescatar o dejarse rescatar es siempre “política”.

En un verdadero Estado federal se prima la solidaridad real entre regiones y estados con-formantes, no es lícito que cada uno “vaya a lo suyo”. Veamos ejemplos. No se inventa la necesidad de un superpuerto en Asturies (como fue la reforma de El Musel de Xixón) para evitar que lo tengan los coruñeses o los santanderinos, pongamos por caso. No se detrae inversión pública de necesidades perentorias (por ejemplo en educación, en formación profesional) con el fin de construir líneas de AVE y autovías para que aterricen mejor los turistas de otras comunidades vecinas y dejen su dinero en espacios masivos, sobrecargados, que se degradan a marchas forzadas. En una federación no hay competencia insana entre territorios, cada uno lucha por su propia excelencia sin menoscabo de la ayuda a los demás, siempre que los demás sean responsables de lo suyo. Esto que en España se llama “las autonomías” no es federalismo, esto es supeditación recíproca de los distintos intereses locales, y en última instancia, es el triunfo del viejo caciquismo provincial, pues ahí es donde el estado central, es decir, Madrid y los Montoros de turno pueden intervenir, amenazar y mandar en suma. Aquí no hay Federación.

Algunos contemplamos, con horror, sarcasmo y vergüenza, las posturas de muchos dirigentes nacionalistas periféricos de las regiones, digamos, “fuertes”: Cataluña y País Vasco. Normalmente desde un nacionalismo burgués, el que se encuentra cómodo en general con los dictados económicos del PP, reclaman –parece ser que insaciablemente- mayor autogobierno y un tratamiento diferencial con respecto al “Resto” ¿En base a qué? En el medievo los privilegios de los señores o de las comunidades burguesas se hacían valer por otorgamiento del monarca o por la propia fuerza exhibida por estos poderes, enfrentada –por las malas- a la propia fuerza del rey. La diferente naturaleza de las comunidades hispanas (su idiosincrasia étnica, lingüística, territorial) emana de la Reconquista. Reclamar “derechos históricos” en Cataluña o en el País Vasco y meter Asturies (o Aragón, o la propia Castilla) en un “resto”, amparándose en unos estatutos abortados o incipientes de la también fallida II República, es una tomadura de pelo colectiva a todos los asturianos. Sólo pueden cometer estas barrabasadas los Pujoles, los Duran i Lleidas, los Peneuvistas de turno, etc. amparándose en la debilidad de la conciencia (factor subjetivo) regional o nacional de las gentes que vivimos en el “Resto”, por ejemplo en Asturies.

Pero la construcción de un movimiento nacionalista en este Principado tan oscurecido y humillado debe tener muy en cuenta que hay elementos objetivos (la Historia, la Tradición, la lengua propia, el ser verdadera Matriz de Pueblos) en la Patria Asturiana que, de ser verdaderamente conocidos y debidamente utilizados en la lucha política, iban a resultar como un petardo en la cara del nacionalismo excluyente, egoísta y enemigo de todo espíritu federativo. Esos elementos objetivos, que arrancan precisamente en Covadonga y dan su ser a tantas nacionalidades en ésta península tan ensangrentada, son incompatibles con la actual noción de “autonomía”, y todavía más con la inminente jerarquización que distinguirá (con la excusa de la crisis) entre autonomías stricto sensu y “el Resto”. Del mágico lugar de Covadonga, de Asturies, no nace España, no señor. Más bien nace la imposibilidad de España como nación. En su lugar, tenemos desde el siglo VIII un pequeño Reino occidental, el asturiano, que dará lugar a una media docena de nacionalidades que hoy, bajo el signo del separatismo español o madrileño, aparecen fragmentadas en 17 autonomías, postradas la mayoría, intervenidas o dependientes, lánguidas esclavas de sus caciques y casi todas muy sumisas a Madrid. Si un día despertara la conciencia nacional de Asturies, España se verá abocada al federalismo pues tendrá que plantearse si es nada más que la suma de 17 entes inventados y deliberadamente fraccionados desde hilos madrileños.

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