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Estado español :: 10/06/2020

Necesitamos una rebelión de batas blancas

Isabel Jiménez Camps
Un texto escrito desde el burnout sanitario más absoluto.

Estoy cansada de mi trabajo y esto es algo que siendo médica muy pocos nos permitimos decir. Sin embargo, la realidad es que estoy profundamente quemada de todo lo que hemos vivido, de lo que ya vivíamos antes de la pandemia y de lo que parece que vamos a seguir viviendo en el seno de nuestra profesión. Este texto nace de la necesidad de comprender de dónde viene (en mí misma y en tantas otras sanitarias) este hartazgo compartido.

Vamos a empezar analizando varias creencias atávicas muy extendidas en nuestro colectivo. En primer lugar, se asume que nuestro trabajo es vocacional, que lo elegimos porque era algo similar a un flechazo a primera vista y que este sagrado matrimonio solo lo separará la muerte. Vamos, ¿la típica relación tóxica donde prima la máxima de “los trapos sucios se limpian en casa”? Pues eso mismo. La medicina me eligió a mí, yo la elegí a ella y ese sacramento me lo como con patatas. Es una profesión preciosa y eso no lo puedo dudar, ¡por favor! Todo esto trae consigo una entrega incondicional al oficio y a los demás, lo que añade el segundo componente judeocristiano a la ecuación.

Como podéis imaginar, esto no acaba bien: si no puedes atender dignamente a tus 60 pacientes en tu horario laboral (más las horas extras voluntarias no pagadas, que si no, no te da tiempo —secreto a voces, sobre todo en Atención Primaria—) y encima te quema el trabajo... latigazos de culpa autoinflingidos. Latigazos que tu empresa (introducir aquí el instituto sanitario de la comunidad autónoma que sea pertinente) se encarga de rematar echando balones fuera, como si el asunto no fuera de su competencia. 

Pongamos el párrafo previo en contexto. Es bien sabido por todos que estos últimos años han estado caracterizados por el desmantelamiento de la sanidad pública. El resultado es una sanidad renqueante, maquillada como “la mejor sanidad del mundo”. Ahora ya sabemos que no se puede invertir una miseria del PIB comparado con otras sanidades y pretender que la diferencia de inversión con otros países la cubra la buena voluntad de sus trabajadoras. Porque, entre otras cuestiones, las condiciones laborales eran cada vez más precarias y esto indudablemente afectaba a la calidad de la atención a los pacientes.

Sin embargo, por lo expuesto anteriormente, gran parte del colectivo sanitario estaba demasiado alienado en el deber de ser suficientemente resilientes para aguantar cualquier tipo de violencia ejercida por el sistema de forma estoica. Así hacíamos gala de esa sensación de indefensión absoluta y aprendida que se va consolidando con los esclavos años de estudio, formación práctica y de profesión. 

Por otro lado, la población, en general, no ha sentido la sanidad como una lucha suya, hecho favorecido en gran parte por el silencio de los medios de comunicación sobre el saqueo de la sanidad pública por arpías en forma de empresarios y políticos.

Así, la contestación ciudadana era escasa. Seamos realistas, a las Mareas Blancas en defensa de la sanidad pública que llevan años convocándose iban cuatro gatos, de los cuales 3,25 eran profesionales sanitarios, 0,5 yayoflautas y 0,25 ciudadanas/pacientes, como si no fuera con ellos/ni con nosotros/ni con todas la cosa, fíjese usted. Lo veíamos venir y mirábamos para otro lado. Por mucho que nos pese, tenemos parte de responsabilidad colectiva en esta hecatombe por no defender lo nuestro a tiempo.

La cuestión es que aquí nos encontrábamos todos, cocinando ese caldito de descarado saqueo institucional y empresarial de la sanidad, aliñado con un toquecito de alienación de sus trabajadores y la paulatina precarización de sus condiciones laborales, todo ello sazonado con una pizquita de desvinculación de la población de la lucha en su defensa… y finalmente culminamos la receta con una pandemia global. Crónica de una catástrofe anunciada. 

Primero nos la intentan colar con lo de que solo mata a viejos y a personas con patologías crónicas de base. Por cierto, a analizar quedan las altas concentraciones de capacitismo y edadismo que hay implícitas en esa aseveración, que rozan la más terrible de las psicopatías (sin ánimo de disculpar a través de la patologización a alguien que viene siendo simple y llanamente un auténtico capullo). Luego nos damos cuenta de que no, de que afecta a todos los rangos de edad... y entonces ya sí que nos podemos cagar encima, que ahora nos toca directamente. 

Es aquí cuando empieza la psicosis compartida y el miedo tangible y colectivo a la muerte, sea de nuestros allegados más vulnerables, de cualquier ciudadano o incluso la nuestra propia. Para la población sanitaria, comienza la dolorosa caída de venda que cubría parcialmente nuestros ojos, terminando de ver lo que ya sabíamos, pero de la forma más cruenta: la verdadera cara de las empresas que nos contratan, sean públicas o privadas.

Nos hemos sentido operarias dentro de una cadena de producción en la que solo interesaba que los números cuadraran, que las pantomimas IFEMA-like salieran en los medios y que nuestra identidad colectiva de sanitarias quedara reducida a un avatar deshumanizado compuesto de una heroicidad invulnerable que se sacrifica por la patria. Una forma muy maquiavélica de control, como bien refleja la frase de Senderos de Gloria que tanto ha circulado por redes: “Dejareis de ser héroes cuando la gente no tenga miedo. Dejareis de ser héroes cuando a los políticos les interese. Ahora sois carne de cañón, por eso os llaman héroes”.

La realidad es que nos sentíamos, nos hemos sentido y probablemente nos seguiremos sintiendo utilizados dentro de un engranaje que nos oprime (y nos mata) como a cualquier otro trabajador asalariado, por mucho que algunos se empeñen en descalificarnos (por suerte, rectificando después) con esa imagen de colectivo privilegiado que hace ya mucho no es representativa del funcionariado sanitario. Y, para colmo, mientras tanto, teniendo que aguantar discursitos de desvergonzados que hablaban en nuestro nombre (empezando por el del rey, del cual la opinión de este médico saliente de guardia me resuena hasta las trancas). Personalidades que supuestamente nos representan y que no pueden estar más alejadas de la realidad. La última idea brillante de estos eruditos es otorgarnos el premio Princesa de Asturias, el enésimo intento de blanquear la falta real de medios con migajas simbólicas (#NoQuieroPremiosDeLadrones).

Personalmente, reconocer cómo mis emociones cambiaban cada tarde a las 20 horas cuando escuchaba los aplausos a medida que pasaban los días del estado de alarma me iba haciendo consciente de mi quemazón, en medio de la vorágine de intenso trabajo y atípica rutina. Recuerdo el primer día, comprendiendo bien adentro que solo el pueblo salva al pueblo, sintiéndome afortunada de poder estar viviendo y contribuyendo en este momento histórico.

También recuerdo nítidamente cómo iban naciendo el desencanto y la rabia a medida que pasaba el mes de abril. Los últimos días los aplausos han sido para mí un insulto, una bofetada en la cara con la mano bien abierta. A pesar de que sabía que muchas ciudadanas aplaudían genuinamente llenas de gratitud, no podía evitar sentirlos como un lavado masivo de manos para poder seguir abusando de la sanidad a nivel individual, colectivo, empresarial e institucional. Bueno, y ya cuando empezamos a ver los aplausos utilizados en campañas publicitarias y políticas… apaga y vámonos. Qué ganas de regalar mi coronavirus recién traído de urgencias, bien guardadito en mi maravillosa mascarilla quirúrgica única para las 24 horas de guardia, al CEO o político de turno. 

Por si fuera poco, ahora mismo se rumorea, se dice, se comenta en muchos centros sanitarios de toda la geografía española que lo mejor es que los trabajadores disfrutemos de todas las vacaciones de este año antes de octubre. Mire usté, a mí con las ganas de vivir que me quedan ya me da igual cuándo coger las puñeteras vacaciones. A mí lo que me j*** profundamente es que la justificación sea que puede haber un nuevo brote y, claro, necesitan que volvamos a dar nuestro doscientos por cien. Ahí ya se les ha visto el plumero.

Si nos impiden coger vacaciones es porque saben que las posibilidades de colapso están ahí. A mí ya no me cuelan que un repunte en cuatro meses es un momento excepcional y nos necesitan al pie del cañón. Un brote en octubre no es una “circunstancia nueva y excepcional”, es una situación previsible. Y, como tal, deberían contratar a más gente (¿tal vez a toda esa que están despidiendo?), dotarnos de recursos con tiempo, invertir en sanidad. Sin embargo, arreglar décadas de destrucción de la sanidad en cuatro meses no parece muy viable y ni se va a intentar, claro está. Os traigo un spoiler: aunque ya hayamos pasado una pandemia, la sanidad seguirá sin ser una prioridad. 

La Nueva Normalidad, a parte de a nombre cutre de partido de extrema derecha, a mí me suena a seguir en la vieja normalidad pero peor, que es justo lo que no queríamos. Volver a lo de antes es un suicidio colectivo, pero ver ese engendro empeorado parece impensable. No obstante, me huelo que se correrá un tupido velo de todo lo que ha pasado y solo se levantará en octubre con el nuevo brote, para volver a echarnos las manos a la cabeza. Ni siquiera los trabajadores de la sanidad somos muy conscientes del enjambre de abusos que hemos vivido y de lo que todo ha significado. Quiero pensar que entre todas nos despertaremos, que valoraremos lo que tenemos, que defenderemos lo común y nos apropiaremos de la lucha. Pero la verdad es que estoy mental, física y emocionalmente agotada.

Como muchas de mis compañeras. Pensar en un nuevo brote en octubre nos lleva al borde del llanto y no sé cómo lo aguantaremos: ni las sanitarias (personal de limpieza, celadores, enfermería, laboratorio, transporte, auxiliares, seguridad, cocina, médicas, administración y tantas otras), ni las personas precarizadas, ni las mayores, ni los sin papeles, ni los niños, ni las víctimas de violencia de género... ni toda la sociedad. 

No pienso entrar en el típico relato de “todo irá bien”, porque si no movemos un dedo nada va a ir bien. Ese positivismo vacío solo refuerza la inacción. Necesitamos más de lo que ya estamos empezando a ver: una rebelión de batas blancas, una primavera sanitaria, pero también redes de apoyo vecinal, protestas masivas en defensa de lo público, reflexiones colectivas sobre a dónde queremos ir, qué queremos poner en el centro. Solo así haremos tangible la importancia de la sanidad pública: haciéndola nuestra.

Isabel Jiménez Camps,Médica de familia

https://www.elsaltodiario.com/sanidad-publica/necesitamos-rebelion-batas-blancas

 

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