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Europa :: 13/01/2015

Charlie Hebdo: aprender del fuego

Marco Teruggi
“En nombres de los valores y principios”, afirmó el presidente François Hollande, fueron los ataques a Libia, a Mali, y el intento contra Siria en el 2013

No olés a viejo, Europa.
Olés a doble humanidad, la que asesina, la que es asesinada.
Juan Gelman

Cuando me fui [de Francia], en el 2003, las cosas estaban mal. Hacía mucho que venían así, aunque creo que mi generación fue quien vivió y protagonizó y padeció las transformaciones. Porque mis padres al llegar en 1977 se encontraron con una ciudad distinta a la cual nos criamos nosotros, la de los 80, 90 y siglo XXI. Ellos eran inmigrantes entre inmigrantes, nosotros los hijos, primeras y segundas generaciones de las muchas que vendrían.

Ya de chico el panorama era claro: aproximadamente la mitad de los alumnos de cada grado en los que estudié eran hijos de padres extranjeros. En su gran parte de las antiguas colonias francesas, es decir del continente africano -donde Francia colonizó cerca de 34 países. Dentro de ellos del norte: Túnez, Argelia, Marruecos, de religión mayoritariamente musulmana.

Así fue que temprano pude descubrir que existía el ramadán -una vez por año durante varias semanas los musulmanes no comían desde el alba hasta la puesta del sol-, aprendí algunas palabras en árabe, disfruté comida picante y sin cerdo, y otras cosas del cotidiano de una religión, de una visión de las cosas y del mundo.

Y más, porque en cada curso estudiaban hijos de portugueses, chinos, libaneses, de las antillas francesas, vietnamitas. Esa era mi Francia de chico y de joven, el país en el cual encontraba en la casa de muchos de mis compañeros una cultura otra, nueva -para ellos venir a mi casa era conocer un poco de Argentina. Y éramos, en teoría, todos franceses, o así estábamos destinados a serlo según nos decían.

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“Y digo que la distancia de la colonización a la civilización es infinita, que de todas las expediciones coloniales acumuladas, de todos los estatutos coloniales elaborados, de todas las circulares ministeriales emitidas, no se podría rescatar un solo valor humano”. Esa frase de Aimé Césaire, poeta y político nacido en una colonia francesa, no nos fue enseñada en las clases de historia. Tampoco sus libros –o los de Frantz Fanon, con el crudo prólogo de Jean Paul Sartre-, necesarios para entender las consecuencias de la política colonialista, el daño cometido, comprender por qué tanta diversidad de nacionalidades se encontraba sentadas en un mismo salón de clase.

Todos fuimos puestos ante una misma historia, siempre transmitida desde una perspectiva única e incuestionable: la del Estado francés -La France, esa gran palabra- victorioso y portador de valores universales, de la Revolución de libertad, igual, fraternidad, símbolo y encarnación del republicanismo y humanismo. Eso fue lo que Francia fue a llevar a cada país del mundo. ¿Lo sucedido en Argelia e Indochina?: excesos, a penas abordados en la escuela.

“Es un sociedad que se considera a sí misma tan sensata, tan superior, tan definitiva, tan justa”, escribió en 1984 Günter Wallraff en el prólogo de su libro Cabeza de Turco. El escritor se refería entonces a la sociedad alemana, pero su adjetivación encaja perfectamente en la francesa. ¿Cómo puede esa sociedad asimilar los cambios acelerados, incorporar civilizaciones consideradas bárbaras, otrora expuestas en ferias y puestas bajo servidumbre? ¿Puede desde esa percepción de sí misma?

En teoría todos íbamos a ser franceses. Así nos dijeron. Pero pronto se comenzó a hablar de franceses de diferentes categorías –la película 'La Haine' (que significa el odio), del año 1995, refleja de manera clara esa realidad. Apareció al descubierto y en el debate público la política cotidiana de discriminación encubierta -en el mejor de los casos- por portación de apellidos y rostros.

Y para muchos la sociedad comenzó a ser evidentemente tan injusta, tan excluyente. Pero La France no se movió. Jamás. La razón colonialista dominante se mostró imperturbable. Aunque por debajo tanto se estuviera transformando, la sociedad estuviera atravesando una metamorfosis haciéndola cada vez más rica, diversa, compleja; es decir -visto del otro lado- con extranjeros robando el trabajo, generando inseguridad, rezando en voz alta en los edificios y hasta degollando cerdos en bañeras en celebraciones religiosas.

Entonces aparecieron preguntas que se hicieron recurrentes: ¿Esa chica, nacida en París, Lyon, Marsella, portando el velo es también francesa? ¿Realmente francesa? ¿Es parte de la nueva identidad nacional? Estaría demostrando una incapacidad de integración, fue una de las respuestas mayoritarias. Pero si integrarse es abandonar culturas, religiones, el resultado es dolorosamente predecible.

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Hasta los 17 años estudié y viví en un barrio de clase media, a caballo geográfica y socialmente. A esa edad, y por dos años, ingresé en una universidad situada en las afueras de París, en el corazón de la banlieue [zonas marginales]. Iba cada día con un amigo de mi barrio, hijo de padres tunecinos. Con él y otro amigo nacido en Marruecos y venido de chico a Francia, aprendí más acerca del mundo musulmán, de lo que para ellos era una religión, un modo de pensar y sentir a un Dios, de intentar comportarse en la vida diaria con los otros. Nada más ni nada menos, como las otras religiones.

Pero también compartí otro aspecto central: el del no lugar, las patrias ajenas. Extranjeros en las dos tierras, deseosos de la de origen pero incomprendida muchas veces -muchos padres no les habían enseñado el idioma materno a sus hijos.

Esa orfandad identitaria era la de muchos, de miles de jóvenes. Y ante esa situación fue creciendo la búsqueda y necesidad de respuestas. Hasta encontrarlas. Pero con escasas posibilidades de trabajo, rodeado únicamente de edificios, supermercados y canchas de fútbol, excluidos económica, social, geográfica y simbólicamente, ¿qué respuestas podían surgir? La religión fue una. Dentro de ellas el islam, y dentro de él una parte -recientemente y de manera, creo, minoritaria- con una opción radicalizada, fundamentalista.

Y en ese escenario se hizo evidente un gran ausente: la política. Con una historia ajena –el colonizador formando al hijo del colonizado- aprendida en la escuela, y la falta de propuestas políticas de izquierda con raigambre social, las primeras reacciones se hicieron evidentes en el 2005: la quema masiva de autos. 10 años después de 'La Haine'. ¿El mensaje? Queremos ser parte de este país, es decir acceder, consumir, tener trabajo, participar de una fiesta ajena. ¿Cuestionar la fiesta, sus orígenes, su forma de reproducción?, eso no.

En ese entonces yo estaba lejos, en Argentina, recuperando mi historia, la de familia, signada por el asesinato de mi tía y desaparición de mi prima, una historia marcada por los militares, entrenados con tanta eficacia por el ejército francés, formado en contrainsurgencia en las guerras de Argelia e Indochina -bajo el Arco de Triunfo, en París, están las placas que rinden homenaje a esos héroes franceses.

Luego vino la crisis económica iniciada en el 2008, y con ella la evidencia de una creciente crisis civilizatoria, de un modelo humano asfixiante. Y las alternativas políticas se fueron polarizando, y del diálogo roto en Francia -de la descomposición social- comenzó a aprovecharse la derecha encabezada, primero por Nicolas Sarkozy, y ahora por el Front Nacional. Y en Alemania nació Pegida -que significa Patriotas Europeos contra la Islamización de Europa. Mientras, la política de izquierda no logró afianzarse, encontrar palabras y un sujeto para encarnarlas -a diferencia de lo que comenzó a suceder en España y en Grecia. El vacío perfecto para el intento de partición de la sociedad, para enfrentar aquello que ya convivía con tanta dificultad.

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Lo que sucedió el martes siete de enero es entonces culpa de los sucesivos gobiernos de Francia. Sí, en gran parte. Por haber mantenido políticas de exclusión, haberse negado a abrirse ante una nueva realidad social cada día más evidentemente insostenible. Y también por su política exterior, la de ayer y la de hoy: el legado de miseria en las antiguas colonias y el apoyo por debajo de la mesa a quienes hoy generan los ataques en su propia casa.

“En su afán por desarticular los países de Medio oriente, Occidente aviva las llamas del sectarismo religioso”, escribió al día siguiente del ataque el politólogo Atilio Boron. Para buscar la génesis de la situación actual, y comenzar desde que la Casa Blanca entrenó y financió a Al Qaida para combatir a la Unión Soviética en Afganistán, y más recientemente al Estado Islámico para atacar, entre otros, al gobierno de Siria.

Y los sucesivos gobiernos franceses no estuvieron ajenos. “En nombres de los valores y principios”, afirmó el presidente François Hollande, fueron los ataques a Libia, a Mali, y el intento contra Siria en el 2013. ¿Se puede atacar una y otra vez países sin que se desaten consecuencias? ¿Por qué en nombre de esa libertad e igualdad, por esa honda preocupación por la democracia y contra el fundamentalismo, el Gobierno francés no decidió apoyar al Partido de los Trabajadores Kurdos (PKK) que ha venido encabezando la resistencia contra el Estado Islámico?

Se trató una política de dos cabezas: una que se vino apoyando sobre los movimientos radicales islamistas para su llevar adelante su política en Oriente Medio, y otra que ha venido sembrando las condiciones locales para que jóvenes franceses decidan incorporarse a sus filas. Porque quienes atacaron 'Charlie Hebdo', es decir el Occidente, son franceses. Podríamos haber estudiado juntos. Son minoría sí, pero franceses, ¿o es ese justamente el punto de ceguera? Encontraron en esa rama religiosa una respuesta identitaria que una estructura económica, social, cultural y política fue incapaz de darles.

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Mis amigos musulmanes y no musulmanes nunca apoyaron estos actos terroristas. Tampoco se preocuparon demasiado por lo sucedido históricamente en Palestina o Argelia ni por la política francesa. Aunque últimamente sí, en particular luego del último ataque y masacre del Estado de Israel a la Franja de Gaza. La generación 80-90 creció despolitizada, con demasiada amnesia, incluso de sus propios orígenes. Pero ahora la realidad golpea con todas sus fuerzas, y ese miércoles seguramente operará como un quiebre, para Francia y para Europa.

Y la situación preocupa. Porque la sociedad francesa no parece dimensionar hasta qué punto sus sucesivos gobiernos y aliados han venido alimentando el radicalismo religioso en Medio Oriente. Hasta qué punto es hipócrita, mentiroso. Y también porque a lo interno crece la islamofobia, el racismo abierto. Y la derecha fascista encabezada por el Front Nacional hace lo que ha sabido hacer históricamente esa derecha, acumular sobre el odio, mientras la izquierda no logra hablar, enraizarse en un pueblo que parece hacerse islas.

En este escenario, ¿no habrá llegado la hora de refundar Francia desde sus raíces, sobre la diversidad de culturas que ahora la integran, la hacen como país? ¿No será el momento de recomenzar, sobre la base de un protagonismo de las banlieues, los estudiantes, los trabajadores, artistas, inmigrantes y campesinos? ¿No se hace imprescindible poner en pie un proceso constituyente para volver a empezar, despojándose de la razón y la práctica colonialista, aceptando y alentado lo mejor de la realidad ya existente?

Se trata de poner la política en el centro de la escena, de la juventud. Aceptar que La France ya no es La France, es algo que puede ser mejor, con más colores, voces, creencias, iguales entre sí. Sí, iguales, como se dijo en 1789. No es una sociedad tan superior, tan definitiva, tan justa. Todo lo contrario, y urge crear lo nuevo, desde el pueblo, ese pueblo tan complejo de este siglo. De lo contrario puede que la fisura evidente se haga ruptura, oscura ceguera, y la crisis que ya llegó termine de volcar hacia las peores respuestas.

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