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Estado español :: 30/05/2013

Alfonso Guerra y Baltasar Garzón, dos truhanes frente a frente

Máximo Relti
Aunque falta mucho por desvelar sobre estos siete lustros de monarquía borbónica, en los últimos años parte de los personajes del sainete han quedado en pelotas

Durante los últimos 35 años este ha sido un país de fantasía, un país de mitos construidos ad hoc. A lo largo de tres largas décadas en España se montó un escenario mitológico, con personajes mitológicos y una historia también mitológica. Ha bastado que la crisis económica tumbara el telón para que la ficción quedara al descubierto. Y aunque faltan muchos aspectos todavía por desvelar sobre estos siete lustros de monarquía borbónica, en los tres o cuatro últimos años parte de los personajes del sainete han quedado en pelotas ante un público asombrado e incrédulo.

Viene esta inicial reflexión a cuenta de las revelaciones que ha hecho en su tercer tomo de memorias quien fuera vicepresidente del gobierno socialdemócrata de Felipe González, Alfonso Guerra. Dice en su último libro el ex vicepresidente que, a principios de la década de los 90, cuando Felipe González le ofreció al ex juez Garzón una Secretaría de Estado para la ejecución del Plan Nacional sobre Drogas, el inmaculado "magistrado estrella" pidió al Ejecutivo socialdemócrata cobrar parte del salario correspondiente a su cargo en dinero negro. Ni que decir tiene que el escándalo ha sido mayúsculo, aunque en honor a la verdad hay que decir que parte de la prensa afín a los sociatas ha tratado de poner una discreta sordina al asunto.

A quienes hemos seguido de cerca la trayectoria biográfica del ex magistrado, las revelaciones de Alfonso Guerra no nos han hecho crujir las entretelas. Sabíamos de sus estrechas relaciones con el banquero Botín, del cierre arbitrario de periódicos en Euskadi, del acoso a la izquierda batalladora vasca que él, en connivencia con los servicios de inteligencia españoles, etiquetó como el "entorno de ETA"; del caso omiso que prestaba a las denuncias por torturas en las comisarías del País Vasco.

Sabíamos también, a través de los testimonios de algunos de sus colegas magistrados, de su egocentrismo teatral y ambicioso. Por eso, cuando ahora Alfonso Guerra ha dicho lo que ha dicho, no hace más que constatar lo que ya otros habían contado.

UN CAMPO DE BATALLA MISERABLE, PERO EDIFICANTE

En este fraudulento campo de batalla en el que se han convertido los grandes rotativos españoles se están librando auténticos combates iconoclastas y cainitas, en los que las distintas fracciones del régimen nacido de la monarquía borbónica tratan de destruir con sanguinolenta saña a su enemigo. Son cainitas porque la feroz pelea en la que están empeñados es una lucha entre hermanos. Son los mismos - o sus usufructuarios - que de común acuerdo concertaron durante la "transición" la construcción del Estado que tenemos. Fueron también ellos los que enfrascados en noches de insomnio, diseñaron la reglas fulleras que permitirían que siempre ganaran los mismos. Cierto que todavía no están todos en la primera línea del escenario. Pero ya van saliendo, como en el caso de esos representantes del sindicalismo amarillento que recibían suculentos créditos y salarios a cambio de obsequiosos favores a sus patrones los banqueros.

No obstante, y contrariamente a lo que muchos puedan pensar, se trata de un espectáculo edificante. Miserable sí, pero también edificante. A través de las verdades arrojadizas con las que tratan de herirse los contendientes, los ciudadanos tenemos ahora a nuestro alcance la posibilidad de ir reconstruyendo la verdad histórica sobre la miseria y la podredumbre que han dominado todos los ámbitos de la vida política española durante los últimos decenios.

Alfonso Guerra, que ha sido una especie de conciencia malvada de los socialdemócratas españoles, no tiene ni mucho menos trigo limpio en sus alforjas. Durante sus años en el ejecutivo de Felipe González trató de transmitir la apariencia de ser una suerte de Largo Caballero colado por agua. Pero la verdad es que su paso por la vicepresidencia no resultó un alivio para las decenas de miles de afectados por la "reconversión industrial" ordenada por los grandes capitales europeos. Fueron aquellos barros de su época los que terminarían conduciéndonos al infierno que hoy sufrimos.

En su libro de memorias, Alfonso Guerra no se ahorra críticas a Felipe González y a su corte de "aduladores". Joaquín Almunia, Carlos Solchaga, José María Maravall, Joaquín Leguina, el periodista Javier Pradera, Manuel Chaves, José Luis Rodríguez Zapatero, Elena Salgado, y una larga lista de sociatas que jugaron un papel gubernamental en las diferentes legislaturas socialdemócratas.

Hombre minucioso, intrigante y trabajador, Guerra fue uno de los artífices de las vetas más tramposas de la actual Constitución. A través de ellas consiguió diseñar lo que durante más de treinta años sería un estado bipartidista, donde las dos grandes organizaciones políticas, se turnarían en el gobierno, con la anuencia complaciente de lo que entonces se denominaba como "los poderes fácticos": las altas finanzas, el ejército y la Iglesia. Ahora, en su iniciada senectud, en medio de la crisis política e institucional del Régimen que tanto ayudó a construir, Alfonso Guerra trata de eludir sus responsabilidades durante aquel oscuro periodo histórico de finales de los 80 y principios de los 90, en el que los casos de Filesa, los Gal y los pelotazos económicos presidieron la acción del gobierno al que pertenecía.

Pero ya es muy tarde. En estas horas duras son pocos los que se fían de las justificaciones, de las transparencias palaciegas y de la donación de lujosos yates. Tiene uno la impresión de que la farsa ha llegado a su fin.

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